Cometas en el cielo


                                                             Cometas en el cielo           

Sopa de Miso

Al volver de Tokio sigo leyendo sobre Japón. Como propuesta, uno de los libros más impactantes y oportunos por las fechas del año en las que se desarrolla la trama es Sopa de Miso, de Ryu Murakami. Trata la relación entre un guía japonés especializado en las zonas de ocio sexual tokiotas y su cliente, un norteamericano inquietante.
La extrañeza de ambos mundos emerge de manera brutal a la vez que sugerente, logrando ese equilibrio al alcance de muy pocos: los virtuosos que permiten acercarte a la violencia haciéndote, de algún modo, comprenderla; fascinando a la vez que repugnando.
Además del suspense estupendamente conducido, la originalidad de varias situaciones y lo ilustrativa que resulta la lectura para moverse sobre todo en las áreas de Shinjuku y Kabuki-cho, ahí van algunos fragmentos que quizás te acaben de animar a abordarlo:

"En general, los aficionados a las películas de terror tienen vidas aburridas. Necesitan que los estimulen y necesitan reafirmarse, porque cuando termina una película que te asusta de verdad, te confirma que sigues vivo y que el mundo aún existe. Ésa es la verdadera razón de que existan las películas de terror (asimilar emociones) y si desaparecen perderemos una de las pocas formas que tenemos de aliviar la ansiedad de la imaginación".

"No estoy seguro de que exista un yo real. Te puedes hurgar en las entrañas en busca de tu yo sin hallarlo, cortarte en rodajas y lo único que vas a encontrar es sangre y músculos  y huesos...".

Por si fuera poco, se informa, por ejemplo, de que en la Víspera de Año Nuevo los japoneses comen largos fideos de trigo porque simbolizan la esperanza de una vida larga.
O de que un pub de omiai "es aquel en el que el establecimiento invita a las mujeres que pasan por la calle a tomar un trago y cantar karaoke gratuitamente. Los clientes masculinos pagan por entrar e intentan levantárselas".

La censura falló y ahora... El Hierro



...y ahora que El Hierro tiembla –vuelve a temblar- las alarmas se disparan y por las Canarias se extiende una cierta sensación de sorpresa, como si la actividad volcánica fuera algo inesperado. Parece que ahora nadie recuerda las reiteradas advertencias sobre el peligro de erupciones que venían realizando los expertos desde hace años. Y aún menos se recuerda, desde luego, qué ocurrió con mi libro Diablo de Timanfaya. 

Han pasado más de once años desde que el periódico Canarias 7 instigó una campaña contra el Diablo apoyándose en el gremio de hoteleros canario. Por entonces, yo acababa de ingresar en la literatura de viajes y aquella era mi segunda incursión en el género. Recorrí las Canarias siguiendo el hilo de los volcanes, tan fundamentales en una zona de tránsito entre una corteza oceánica y otra corteza continental que dan por resultado un archipiélago volcánicamente aún activo. De hecho, Tenerife, La Palma y El Hierro poseen puntos calientes, y esto quiere decir que son islas susceptibles de eructar en cualquier momento. Señalar esta posibilidad desagradó a algunas personas influyentes en las islas. Pero aún más les molestó que Diablo de Timanfaya comentara el peligroso auge de la especulación inmobiliaria en Canarias, donde los constructores habían situado en primera línea de mar varios hoteles y apartamentos pese a las contraindicaciones de unos vulcanólogos que temían –temen- que los movimientos sísmicos pudieran dar lugar a tsunamis que arrasaran esos edificios.
Una geografía estructurada desde el turismo no admite nada que cuestione el paraíso que oferta, de modo que primero desde el Canarias 7, después desde el gremio de hoteleros, los lectores del periódico y finalmente el Cabildo Canario, se me acusó de bastantes cosas.

Lo más curioso es que todo esto ocurrió en el margen de cinco días, sin que el libro se hubiera distribuido en librerías, basando todas las argumentaciones en los extractos tendenciosos propagados desde el artículo de Canarias 7. Varios lectores entraron al trapo con fantasía, suponiendo que yo había escrito contra las islas Canarias –así lo divulgaba el periódico- porque alguna indígena me había dado calabazas. Muchos subrayaron mi procedencia (“catalán” y “godo”) y alguien afirmó que escribí el libro bajo el influjo de “drogas psicotrópicas”. Los hoteleros pidieron la retirada del libro y el Cabildo acató, enviando una carta a mi editorial de entonces, Plaza & Janés, solicitando que el libro desapareciera de las estanterías. Esos días compartí un par de ruedas de prensa con el escritor mexicano Jorge Volpi, mexicano y abogado, que al leer la carta del Cabildo dijo: “Esto es censura. Esto no pasa ni en mi país”. Plaza & Janés respondió con una digna misiva reivindicando la libertad de expresión y al menos Diablo de Timanfaya continuó en la calle, si bien prácticamente ningún medio de comunicación se hizo eco de la polémica.

Yo era un escritor joven y mis fiscales se amparaban en la todopoderosa industria de este país, que es el turismo. Un país donde la literatura de viajes no ha crecido demasiado, quizás porque entre otras cosas lo que últimamente se ha esperado del escritor de este género es que publicite los lugares que recorre a base de adjetivos halagadores y que su trabajo sirva para atraer visitantes lo más rápido posible. Como Diablo de Timanfaya no cumplía las premisas e incluso criticaba algunos aspectos de la realidad canaria –pese a que numerosos lectores me expresaron sus deseos de viajar a las islas después de leer el libro-, fue sentenciado.
Ya he dicho que no recibí apoyos.

En 2011, El Hierro se ha puesto en marcha. Se mueve. Las predicciones de los vulcanólogos se han visto constatadas, y no son sino el anuncio de más actividad futura. Como se está observando, tener volcanes en activo no asusta exactamente al turismo sino que en algunos casos actúa como reclamo. En cuanto al problema de los edificios mal ubicados a causa de la especulación, ya veremos cómo lo resuelven. Sea como sea, los movimientos de El Hierro me han reconfortado.

Nadie se excusará por los insultos de hace once años, por el intento de censurar mis palabras, ni reconocerán que al menos una cierta razón había en aquellas páginas. Pero ver que el mundo sigue su curso natural y que la Tierra está, de algún modo, de tu lado, provee de una serenidad muy agradable, estupenda para dormir bien.

La lotería se gana aquí


Hola, jugadores,

el 22 de diciembre, un considerable número de personas despierta esperanzada con la idea de que su suerte vaya a cambiar gracias a la lotería. Como yo no suelo jugar, este año he pensado sumarme a la expectativa de cambio fabricando, con la gran ayuda de mi querido Guillem Guasch, esta ventana. La esperanza es compartir alguna alegría, miradas y buenos ratos con los que os asoméis de vez en cuando.
Inaugurar el blog el 22 es mi forma de forzar la suerte y sentir de algún modo la ilusión de que sin duda, después de esta jornada, algo será distinto... y mejor. Cada uno se engaña como quiere, y a mí me gusta esta forma. Así que hoy la lotería también se gana aquí. Que corra el cava. ¡Bravo! ¡Es que no me lo esperaba! ¡Quién me lo iba a decir! ¡Es tan... tan... tan emocionante! Pues no sé qué voy a hacer a partir de ahora, ha sido una sorpresa tan grande... Lo primero, pensar en la gente a la que quiero... pagar la hipoteca...
En fin, que bienvenidos todos. Vamos a disfrutar.

Sudd, primeras páginas del cómic


Se puede hojear el primer capítulo de Sudd aquí


Ilustraciones de Tyto Alba extraídas de su blog

Jordi Magraner en Via Llibre






Intervención en el programa "Via Llibre" de Canal 33 con imágenes cedidas por la familia Magraner

Sudd Novela Gráfica



"Más de veinte años, dos millones de muertos y cuatro millones de desplazados después de haber comenzado, la guerra civil sudanesa alcanza por fin una tregua que parece definitiva. Para presentarse como adalid de la paz, una compañía petrolera norteamericana monta una simbólica expedición que reunirá a políticos y empresarios con exniños de la guerra y lavanderas, a hombres semidesnudos con individuos educados en la mejores universidades europeas. Todos viajarán en un barco que remontará el Nilo Blanco para unir el norte con el sur del país. En medio está El Sudd, un humedal de fisonomía cambiante, un verdadero laberinto natural.
Cuando comiencen las dificultades, cuando los viajeros deban entenderse o morir, el traductor de la expedición descubrirá que ha dejado de ser un personaje secundario. Suyo es el poder de cambiar las palabras y con ellas la realidad."

Texto extraído de la pàgina web de Glénat

La Costa China

En aquel país hay soldados que viajan en tren conectados a ordenadores wi fi. Hay caravanas de autobuses que descargan a diario a millares de personas frente a colosales botellas de cerveza hinchable. Hay carreteras que circulan a la altura de novenos pisos. Y rascacielos por todas partes, además de grúas y perforadoras que no paran y jóvenes vestidas muy Manga consultando revistas chic mientras navegan por internet. Hay flotas de cargueros abarrotados de hierro y acero y carbón. Y una ciudad a la que llaman la Montecarlo de Oriente. Monjes budistas que usan gafas ahumadas de noche. Y hay dinero. Billones, trillones de billetes que saturan de números las páginas y pantallas de un mundo empeñado en gritar a coro: ¡qué vienen los chinos! La gente habla de allí. De su economía que crece como ninguna en la historia lo ha hecho. Pero ese país es muy grande. Y lo cierto es que todas las impresiones capturadas en este párrafo incumben a la zona clave del nuevo imperio en expansión: la costa china.

1.
Tras la descomunal estatua de Mao Tse-tung que preside la plaza principal de Dandong, una pantalla gigante reproduce un primer plano de Julia Roberts repartiendo besos. Los chinos que deambulan miran básicamente a la actriz. Después, algunos van a comerse un polo de guisantes al paseo junto al río, aunque en la orilla coreana no divisen casi luces a esta hora de la noche. De día, en la ribera de Corea del Norte se atisban los vetustos paquebotes que pilotan miserables pescadores recortados contra una vegetación densa. Nada que ver con la línea de edificios de Dandong y con las lanchas y los barcos para turistas que sacan fotos a los coreanos como si se tratara del zoo.
El comunismo de China y el de Corea son bastante distintos. De todas formas, Dandong es una ciudad todavía en desarrollo y para saber hacia donde se encamina vale la pena poner rumbo sur siguiendo la línea de costa.
Es lo que hice con Wang, mi veintañero traductor chino crecido en las provincias interiores y para quien el descubrimiento de la vida costera supuso un cataclismo que le hizo reformular la idea que hasta entonces tenía de China. “¿Qué es esa niebla detrás del barco?”, preguntó Wang señalando la estela de espuma sobre el Golfo de Bohai. Y es que veía por primera vez el mar.

El norte explota 

Dalián, en el límite entre el Golfo de Bohai y el Mar Amarillo, es un centro de astilleros e industria pesada. Aquí se fabrica hierro y se construyen mercantes y rascacielos a un ritmo tan frenético como el de sus calles saturadas de peatones que inevitablemente se tocan al cruzar las decenas de pasos subterráneos. A la intemperie, los kanjis fluorescentes de las vallas publicitarias cohabitan con saxofones monumentales y otras esculturas kitsch. El centro de Dalián oprime, chupa el aire, es el precio de haber sido nominada “la Hong Kong del norte”, un título que también implica un plus de libertad.
“Las músicas entran fácil en esta ciudad abierta”, dice Alan, un joven chino que, como tantos, prefiere su nombre inglés al charlar con extranjeros. Alan dirige una revista pop, dice que aquí es más fácil conseguir visados o trabajo y ensalza las propiedades de un clima que justifica el apelativo de “Suiza china”. “Cada día somos más suizos”, confirma el señor Yu desde su chiringuito playero frecuentado por los rusos que negocian y turistean en Dalián. “Pronto va a cambiar el desconocimiento del norte chino”, vaticina Yu a pocos metros de una ristra de mansiones estilo Long Island coronadas por una reproducción en miniatura de la Estatua de la Libertad.
Pablo, el argentino gestor del restaurante Tapas, avala el optimismo de Yu. Dice que muchos profesores españoles se han mudado de Pekín en busca de las facilidades de aquí. Además, las poblaciones de costa alivian la asfixia del centro aportando complejos recreativos y excursiones de postal. Pablo también aprecia la seguridad de las calles y lo fácil que se liberan las mujeres. “Lo que pasa es que son distintas. Uno se va enfriando. Se va haciendo chino. Nunca te dicen te amo”.
Donde la belleza y lo marcial se combinan muy a gusto es en Beidaihé, lugar de veraneo de varios líderes del Partido Comunista, con su Hotel Para Misiones Diplomáticas y las playas interrumpidas por cercos de alambre que ocupan soldados con la misión de vigilar el mar... aunque echen vistazos a las mujeres y, sobre todo, a los hombres que se bañan con neumáticos y gorritos floreados, se tumban en toallas de 101 Dálmatas y Shin Chan o se entierran hasta el cuello, una costumbre indígena buena, dicen, para la piel.
A tres horas, siguiendo el reguero de chimeneas y excavadoras del litoral, se encuentra el inicio de la Gran Muralla China, que arranca en el mar y presenta algunos graffitis. “Están destruyendo la Gran Muralla”, dijo Wang, muy distante de los jóvenes que había ido conociendo. “Ellos tienen muchas diferencias conmigo. Les gusta el pop. A mí no. Les gusta la cerveza y el alcohol. A mí no. Les gusta ir a la playa. Yo no puedo. Les gusta mirar a las chicas guapas... a mí también”. En este punto rió. Tianjin es otro puerto capital del Golfo. Posee un aire profundamente europeo, repleto de antiguos edificios que pertenecieron a holandeses, alemanes, también a japoneses. El antiguo Banco francés es ahora el de Agricultura chino, y por las calles circulan miles de bicis y san lun ches, carritos a pedales, vestigios exóticos de una urbe que rotula en chino y en inglés, cuya periferia dominan las grúas y con un puerto, Tanggu, donde las máquinas estibadoras emergen en el crepúsculo como un ejército de titanes en una impresionante estampa de poderío naval.
Un problema es la polución, más obvia durante el bochornoso verano. Contra ella, las mujeres conductoras se protegen con máscaras de soldador plastificadas y se enfundan manguitos hasta el codo, que enseguida se tiznan de negro. Sus motos eléctricas ruedan frente a la discreta reproducción de la Torre Eiffel subrayando el punto onírico de Tianjin -¿un sueño o el futuro?- que aumenta al ver cómo los niños abren bolsas de patatas fritas con sabor a pollo a la tailandesa o ternera la jardinera. Todo se envasa, se protege. Los fideos son un negocio extraordinario. La gente come fideos a tutiplén, haciendo cola –el concepto “cola” aquí se estira-, viajando en tren, a la puerta del colegio o en la oficina. El fideo es un nutriente básico del chino convencional, que tiende a flaco. “Somos fibra”, sentencia Wang. Se decantan por la pasta y la verdura y, en las zonas de costa, se permiten más pescado y más marisco, sin abusar. Lo suficiente para continuar manipulando palas mecánicas en las riberas de Yántai o Weihai, que empiezan a abrirse al mar aspirando a una riqueza más allá de las manzanas y los vinos, la platija o los melocotones que hasta ahora les avalan. Y al final de esta línea de costa, el Cabo Chengshan, donde parpadea el último faro de China, que despide al continente con la leyenda: “En el cielo no está el fin”.

La masa 

A partir de aquí, la China de última generación se despliega a todo trapo en Qingdao, que acogerá las pruebas marítimas de la Olimpíada 2008. A Qingdao la marca la colonización de Alemania, cuando la ciudad se sembró de tejados germánicos y abrió una fábrica que aún procura la cerveza china más exportada.
Qingdao es una ciudad con repechones tipo Lisboa o Estambul, un bosque a tiro de piedra y hoteles copados por chinos de todo el país que acuden en tropel, formando caravanas de autobuses casi a ras de playa. Por las mañanas, la niebla embosca a la gente y, conforme se levanta el sol, millares de chinos aparecen de pie, aún vestidos y descalzos, con los pantalones remangados, paseando por la playa, a los pies de las pagodas que asoman en las montañas. Altavoces, prismáticos, banderines y pañuelos son comunes para distinguir a los tuyos en la masa.
Para airearse, cabe pasear a lo largo de los 40,6 kilómetros de sendero junto al mar, disfrutando de mansiones germanófilas con campos de golf, de los jardines, los windsurfistas USA y australianos que dan clases de lo suyo, los restaurantes que compiten ofreciendo espectáculos de delfines vivos.
En Qingdao, Wang se colapsó.
— Dentro de poco China ya no podrá llamarse comunista—, le dije.
— Antes, con la Unión Soviética había un camino a seguir —respondió—.
Pero ahora nos hemos quedado solos y tenemos que hacer el camino nosotros mismos.
Por la tarde, la joven Li, estudiante de medicina en pantalón muy corto que se anudaba las zapatillas con un cordón amarillo y otro lila, le apuntilló. Más o menos le recomendó que abriera los ojos a la China que venía. “Esa niña no entiende nada –diría Wang-. Es muy joven. Es hija única, sus padres tienen dinero, vive en la costa. Vive en un mundo de sueños”. Wang tiene dos hermanos. Hijo de campesinos. Del interior. El día después, Wang me dejó para volver a su China conocida.
Aunque no exactamente costera, Nanjing resulta crucial en el viaje del río Changjian desde la China profunda al océano. Por aquí desfilan hileras interminables de transbordadores que cargan minerales o petróleo. Pero, además, un templo capital de Nanjing rinde homenaje a Zheng He, el más grande navegante chino, seis siglos atrás. Después de él, China renunció a expandirse por el mar, miró hacia adentro. Hoy, el Imperio del Medio recupera el esplendor del marino para anunciar que, entre sus modernas ambiciones, también despunta el control de los océanos.
Las macroconcentraciones humanas se dan un respiro en Suzhou, esa ciudad entre canales, una Venecia ampliada, cuyo refinamiento entusiasmó a Marco Polo y donde, aseguran, coinciden las chicas más guapas con artistas e intelectuales de élite: a lo largo de la historia, “un 7,55 por ciento de los mejores estudiantes chinos han salido de Suzhou”, registran los estadísticos. El fruto más visible de la exquisitez de esta ciudadanía son sus jardines, que muestran su virtuosismo para hacer de la roca y el agua una maravilla simple y asimétrica, un ejemplo de vanguardia.
El orden que el chino impone a los elementos se sintetiza en la isla de Putuoshan, paradisíaco balneario a dos horas de Shanghai que cobra a sus visitantes para preservar los jardines, las montañas y los muchos templos budistas. Hay montañas y estupendas playas de pago pero, pese a la aparente naturaleza silvestre, todo encaja en su cuadrícula. Y es que en la costa no hay espacios salvajes. Todo está calculado, en su lugar, pensado para rendir al máximo y cubrir necesidades.
Amortizar tan bien el espacio ha reportado dinero suficiente para levantar una megalópoli como Shanghai, con la rutilante Nanjing Road, un prodigio de cartelería neónica que desemboca en el paseo que bordea el río con vistas al barrio financiero de Pudong. Su skyline de rascacielos alfombrado de barcos es uno de los artificios más emocionantes del planeta.
Shanghai consuma el sueño chino en competencia directa con Hong Kong. Las mujeres visten telas ligeras, aéreas, hay esculturas a la “Biblia Fashion” que supone la revista Vogue, se idolatra a John Galliano y Dior mientras pantallones callejeros emiten videoclips de raperos mestizos y el tren Maglev se dispara a 431 kilómetros por hora hacia el aeropuerto lleno de individuos que cargan mochilas con dvd’s piratas o robots o antigüedades comprados en Huaihai Lu. Shanghai es una ciudad lo bastante cosmopolita como para que una pija norteamericana se jacte de haber pasado dos años sin hablar con chinos. Una ciudad que ha sellado el idilio internauta entre Joaquín, informático de Albacete, y la ejecutiva taiwanesa Tung Tzu-Man.
Por eso, continuar al sur hasta Huangzhou procura cierto relax. Contemplar el enorme lago, charlar con la diseñadora Xu Li sobre la “enorme” homosexualidad que hay en China, dada la falta de mujeres a causa de la política del hijo único y la decantación nacional por los varones. O escuchar hablar a Javier, historiador residente, sobre cómo los chinos son capaces de destruir casi todo para crear novedades “confiados en que lo que debe perdurar perdurará: su lengua”.
Wenzhou da la espalda al mar. Fiel a su fértil herencia judía, se concentra en producir gafas, zapatos y productos de regalo entre fachadas de rascacielos feos carcomidas por la misma humedad que oxida las carcasas de los barcos visibles al final de callejones. Y así hasta Xiamén y su isla Gulang Yu, la geografía con el porcentaje de pianos per cápita más alto de China debido a las delegaciones extranjeras que ahí se instalaron el siglo anterior desarrollando una rara fiebre pianística. ¿Un resultado? Huacheng Music, la tienda más antigua del sector en la ciudad, ha pasado de 20 pianos vendidos en 1975 a más de 500 por año. Un oasis de armonía sólo a veces perturbado por los cañonazos intimidatorios provenientes de las aguas que la separan de la conflictiva, según el Partido Comunista, Taiwán.
Siguiendo al sur se encuentra uno de los triángulos civilizados más formidables que existen. Guangzhou-Hong Kong-Macao.

El triángulo prometido 

Guangzhou, o sea Cantón, es la tierra prometida de los comerciantes, una urbe pensada para el paso de mercancías, capaz de vías de 16 carriles que ofrecen impresiones apocalípticas, sobre todo cuando empiezan a superponerse creando una maraña de puentes superpuestos que dan con algunos autos circulando a la altura de novenos pisos. El fragor de motores se ensambla a sopletes y sierras eléctricas, a las pistolas claveteadoras que remachan comercios nuevos incrustados en calles peatonales tomadas por millares de consumidores dispuestos a comprar lo que sea después de zamparse una comida rápida a base de lechuga, cordero y coliflor. Aquí se produce y se compra en cadena. Para las alfombras hay una calle entera. Otra para los muebles. Los sombreros. Las herramientas. Y las fábricas se alinean igual en la periferia. Gunzhen se ha especializado en iluminación. Lo de Donguan es el calzado. “Esta ciudad no tiene sitios que visitar”, coinciden sus habitantes, muchos de ellos empresarios extranjeros que han abierto sede aquí. “Era la única forma de sobrevivir”. “Pensaba que me venía a la Edad Media, -dice Pepe, de la valenciana Juanpoveda Asia Co. Ltd-. Me alucinó. Esto no es lo que pensaba”. Esto es lo que es Cantón: una mole opaca, saturada de humedad y combustibles, a kilómetros de los arrozales donde para procurar la ilusión de oxígeno, se idean árboles falsos cuyas hojas mueven ventiladores, cosas así.
Cantón también recibe a los que vienen a adoptar niños. Les expiden los certificados de salud en Shamián Dao, el islote donde coinciden los novios de la ciudad para hacerse fotos el día de su boda hasta el punto de que en ocasiones deben guardar cola para acceder al sitio elegido, no muy lejos de donde otros adultos hacen gimnasia en columpios, practican tai chi, baile, canto o Wu Su, una lucha popular.
Para desatascarse, la noche aporta salidas eclécticas, entre ellas la discoteca Yes, donde chinos y occidentales se mezclan bailando máquina, juegan a dados en mitad del desenfreno, comen fruta o carne en divanes donde yacen chinas lánguidamente sexuales que lanzan colillas al suelo recogidas de inmediato por señoras con pala y escoba. Conforme la noche avanza, la droga propicia escenas dignas del tiempo del opio, la comunidad extranjera manoseando a las chinas que ríen como aburridas.
“Salir es imprescindible. Una forma de liberar la tensión”, dice Rob, ejecutivo irlandés de Hong Kong, la segunda ciudad del triángulo y cuya trepidante vida nocturna sirve para cerrar aún más negocios. “Hong Kong es una historia de amor. Sólo que después de seis meses te vuelves loco. El ritmo de trabajo es demencial”, afirma Rob de esta “Manhattan china”, más todavía desde que en 1998 el gobierno británico cediera la colonia a la República Popular.
La crème de la arquitectura internacional ha construido rascacielos junto al descomunal falo que es su centro financiero, así que las vistas desde la Avenida de las Estrellas, en homenaje a la potentísima industria cinematográfica que ha propulsado a Bruce Lee o al director Wong Kar Wai, son de impresión.
Hong Kong desplaza sus fábricas a la China interior quedándose como lugar donde se mueve el dinero. El sudor y el polvo no caben en este conglomerado de estructuras superpuestas que permiten adentrarse en la urbe durante al menos veinte minutos pasando de un edificio a otro sin pisar tierra firme. Y, sin embargo, no causa el ahogo de Cantón. Porque es una ciudad ventilada por el mar, dispuesta en escalones sobre la montaña, y obsesionada por la higiene hasta el punto de que una brigada de tres limpiadores enguantados rodeen en plena calle un escupitajo para su neutralización. Hay bandos municipales prohibiendo escupir, tumbarse en los bancos, tirar papeles al suelo. Multitud de habitantes usan mascarillas antipolución. Menudean los hipocondríacos y, tras la sacudida de epidemias como el SARS o la amenaza de la gripe aviar, alguno casi tiembla sólo de ver las águilas más presumidas del mundo planear entre las fachadas adosadas cuyos cristales reflectantes liquidan la vieja idea de construcción armónica amparada por el feng shui.
En Hong Kong, mesnadas de ejecutivos de todas las razas caminan deprisa conectados a sus jpods para abstraerse de los taladros y los anuncios y la presión, pensando en el fin de semana que pasarán en Camboya, Bali o Vietnam, porque “salir de Hong Kong quiere decir subirse a un avión”, aseguran los residentes. Si no, una forma de diversión es apostar a las carreras de caballos o embarcar en un catamarán repleto de chinos –les encanta jugar- hasta la ciudad que cierra el triángulo: Macao.

Macao desacelera de Hong Kong, sobre todo si se atraca de día. El centro es de factura portuguesa, adoquines en plan Chiado, aunque la rotulación no la entiende prácticamente nadie más que la colonia lusa resistente. Al atardecer, montones de croupiers y empleados de los casinos salen a trabajar ataviados con sus chalequitos, faldas y acreditaciones. Un 40 por ciento de los ingresos de Macao provienen del juego. Un cuarto de sus 480.000 habitantes trabajan en él. Tres casinos macaneses han sido catalogados entre los diez mejores del mundo y norteamericanos de Las Vegas inauguran locales nuevos para competir in situ con el magnate Staleny Ho. Pero el terreno se acaba y la voracidad no. ¿Solución? Decenas de barcos vierten tierra y rocas en la costa para ganar espacio al mar y seguir edificando.
“Toda la costa la controlan los casinos”, afirma Pedro Lobo, tesorero de una Casa de Portugal resignada a quedar como atracción turística desde el traspaso de poderes a China, que por cierto desencadenó una fuerte guerra entre tríadas (mafias) para hacerse con el control de un negocio que incluye el de la prostitución. (La costa, toda la costa, es también rica en putas encubiertas de masajistas). Donde el dinero empieza asimismo a llegar es a la isla de Hainan, que con 35 minorías étnicas y parajes paradisíacos, después de abrir una carretera que traspasa la isla en diagonal, empieza a bautizar Palm Beach o Santa Barbara Seahouses a unos resorts por estrenar destinados más que nada a búlgaros, rusos, coreanos, japoneses, algún australiano y chinos adinerados.
Así, la isla se abre a secuencias inéditas, como la de tres ucranianas en top less ante un grupo de boquiabiertos chavales. De ahí hacia el sur, la costa se depaupera. Vuelve el campo. Se construye, pero a ritmo bajo. La impresionante flota de Beihai tiene un aire medieval que comulga con el tráfico clandestino de perlas: las mujeres asaltan en plena playa desenfundando collares preciosos. Y Dongxing es muy parecido al far west.
Una ciudad a medio hacer donde los rickshaws levantan nubes de polvo al sol. Vietnam queda al otro lado de un minúsculo riachuelo franqueado sin cesar de forma ilegal por barqueros que transportan grandes cajas. “Todos esos son mafia. Hacen tráfico de personas y otras cosas”, dice Vong, un vietnaminta que ahora vive en Alemania y ha venido a ver a los amigos. Sus amigos son la mafia. “Si quieres algo, pídeselo”, dice Vong. Si no, la teletienda ofrece desde calzoncillos que orientan bien la verga hasta crecepelos instantáneos. Y, después, en una gala vista por al menos 300 millones de personas, los cantantes chinos más famosos corean junto al público: “Somos amigos/ Somos el futuro/ Somos una familia feliz”.

Kalash

En las montañas pakistaníes del Hindu Kush sobreviven alrededor de tres mil personas completamente ajenas al Corán. Venden y beben el alcohol que producen, las mujeres pasean con la cara descubierta, de vez en cuando alguna se divorcia. Son paganos. Se llaman kalash. Después de tres siglos conviviendo con el islam consideraban sus valles como “un lugar tranquilo, nada que ver con Swat, lleno de talibanes”, pero la presión musulmana ha comenzado a minar las resistencias kalash. “Existe un programa para suprimirnos”, dicen. “No nos matarán, es algo más sutil: asimilación, disolución... hasta que nos eliminen”. En septiembre secuestraron a uno de sus hombres clave. “En cien años quizá no quedemos ninguno”.




Un grupo de mujeres con vestidos de colores chillones, gruesos collares y exhuberantes tocados se cruza con otras mujeres que ocultan el rostro tras sus velos monocromos y dan la espalda al paso de los hombres. Las kalash saludan a las musulmanas riendo, sin telas que escondan su expresión, y la risa casi parece extraña teniendo en cuenta el crítico momento que atraviesan. La guerra en el vecino Swat -donde en primavera los talibanes emprendieron una ofensiva que desplazó de sus hogares a dos millones de personas- y, estos días, el Ramadán, han anulado la mayor fuente de ingresos kalash: el turismo. Además, el verano extremo ha traído una cosecha de uvas lamentable, todas secas, sin jugo, imposible sacar buen vino de ahí. De todos modos, las mujeres ríen mientras ascienden el monte cargadas con canastos e hijos para recolectar las hierbas que alimentarán al ganado en invierno.


Bumburet, Birir y Rumbur son los tres valles kalash. Incluidos en la región de Chitral, que se integra en la North West Frontier Province, están encajados entre macizos majestuosos donde aún son posibles las nieves perpetuas y a saber cuántas especies animales ignotas, como corresponde a una de las zonas más inexploradas del mundo. En invierno, sólo se puede acceder a Chitral en pequeños aviones de hélices... si acompaña la meteorología.
Hay quien dice que los kalash descienden de las tropas de Alejandro Magno que se aventuraron por estas montañas. Aunque nadie lo pueda confirmar y el etnólogo italiano Augusto Cacopardo asegure que esa teoría no es más que un truco kalash para llamar la atención internacional, para que no les abandonen, el gobierno griego ha asumido la leyenda y periódicamente subvenciona a unos cuantos jóvenes locales para que estudien en Atenas.
“Sois herederos de Alejandro el Grande”, viene repitiendo desde hace dos décadas Athanasius Lerounis, que reparte los meses entre su Grecia natal y los valles. Con apoyo, entre otros, de la ONG Greek Volunteers, Lerounis ha construido desde un museo kalash a escuelas o redes de cañerías. “Los kalash son únicos –ha dicho Lerounis-, un tesoro cultural no sólo para Pakistán sino para el mundo. Es tarea de todos protegerles y ayudarles a mantener su patrimonio”.
Al margen de la conexión griega y del respaldo puntual de algún simpatizante, los kalash no poseen portavoces internacionales ni dinero para viajar, y conseguir un visado les resulta prácticamente imposible. Por eso, palabras como “aislados” y “supervivientes” les definen bastante bien.
Hace más de dos mil años que los kalash habitan la región, entre los 2.000 y los 2.500 metros de altura, compartiendo sus valles con los musulmanes. Pero se calcula que si hace cuarenta años los paganos aún eran clara mayoría –convivían con un veinte por ciento de fieles al islam-, el número de musulmanes actual supera el cincuenta por ciento. Y sigue creciendo.

Adiós turistas 

“Aunque Chitral es seguro, cada día llegan noticias de lo que han hecho los talibanes al otro lado de las montañas. Es peligroso salir de aquí. Cada vez tendremos más presión para convertirnos. La región se radicaliza”, observó hace unos meses Wazir Zada, presidente de los Human Rights Monitoring Comitees (HRMC) y portavoz kalash ante el gobierno pakistaní.
En efecto, la situación ha empeorado.
¿Los orígenes del conflicto? Parece que los primeros kalash provienen de tribus indoarias que se repartieron por los valles y planicies de Chitral, pasando a formar parte del antiguo Kafiristán, el País de los Infieles. Los kafires tenían fama de guerreros salvajes, indomables, sin Dios. Hasta que Abdul Rhaman Khan, emir de Kabul, les sometió ejecutando un perfecto etnocidio de 1895 a 1900 e imponiendo a sus tierras el nombre de Nouristán -País de la Luz (islámica)-.
Los kalash lograron replegarse en sus actuales valles evitando la islamización y desde aquí presenciaron la conquista británica de Chitral, y su posterior caída. Valles tan hermosos como angostos. Por eso edifican sus casas sobre laderas... proclives a los deslizamientos en las épocas de nieve y lluvias.
“Ése era mi almacén -dice Abdul Khaliq, 48 años, uno de los delegados kalash para conversar con el gobierno -. Una avalancha lo sepultó”. Por encima de la cabaña, de la que sólo se distingue una cornisa, se levantan casas de troncos y madera donde han grabado, sobre todo, soles. El sol es la gran imagen del paganismo, una religión “de la naturaleza, donde el hombre no está disociado del resto de seres vivos y de la materia”.
Los kalash disfrutan su espacio con ibex y markhors –imponentes cabras cornudas-; con lobos, zorros, hienas; con pastores de ovejas Marcopolo y yaks; alguno adiestra halcones; y, si hay suerte, cazan leopardos de las nieves. Beben alcohol –vino y licores de hasta treinta grados-, fuman, pasean a menudo por los tejados de sus casas, bailan entorno a hogueras y permiten a sus hijos decidir con quién se casan. A partir de aquí, no pueden decidir mucho más.
“No hay dinero para nada –dice Abdul Khaliq-. Tengo diez hijos, una mujer y una madre a la que alimentar. Trece personas. El hotel no da para tanto -Abdul gobierna un hotel del que soy el único huésped-. No da para casi nada. Mira tu número de visitante: eres el 233. Es la cantidad de personas que han venido este año a Chitral, ¡a toda la región de Chitral! Y estamos en septiembre. El invierno va a empezar así que, ¿cuántos más pueden venir hasta diciembre? ¿Veinte? Los kalash somos una rareza que interesaba al gobierno porque venía gente a vernos, traíamos dinero. Pero ahora con los talibanes, eso se acabó”.
Por otra parte, muchos de los hoteles “kalash” de los valles los dirigen musulmanes. En Bumburet hay 32 hoteles. Sólo cuatro pertenecen a kalash. Uno de cuatro en Birir. Tres de seis en Rumbur. ¿Alternativas al turismo? “La venta de vino, pero este año...”. Algo habrá que comer. “No hay comida, sólo árboles –responde una mujer mientras ata raíces de hierbajos-.
Los nogales que teníamos nos los compraron los musulmanes a cambio de pequeñas cantidades de azúcar, té, arroz o sal. Y ahora les pagamos hipotecas exageradas para comer las nueces que dan nuestros propios campos”. ¿Por qué los vendisteis? “Necesitábamos ese azúcar. Ese té. Ese arroz. Esa sal”.
Los musulmanes también están comprando las tierras bajas, las más productivas, desplazando a los kalash a las alturas estériles. De todas formas, los compradores tampoco renuncian a las casas más altas, si son buenas. Y Abdul posee una de ellas. Está vacía desde que su último inquilino fue asesinado hace siete años –“nadie quiere alquilarla”- pero Abdul no va a vender. Es una casa simbólica: la última construcción kalash en la zona alta del valle. “Si les doy la casa, empezarán a bajar. Estarán arriba y abajo. Ya nada los detendrá”.
Las dificultades económicas están enconando las relaciones.
“Los musulmanes quieren nuestras tierras y por eso dicen que no deberíamos estar aquí –señala Abdul-. Si los abuelos de mis tatarabuelos ya vivían en los valles... ¿quién debe abandonar esta tierra?”.
Sin embargo, la tentación de una vida mejor está venciendo algunas resistencias kalash, y aumentan las conversiones al islamismo. Casarse con un musulmán es la fórmula habitual. Antes de 2007, la media anual de conversos no solía llegar a seis. En 2008, fueron seis. En septiembre de 2009, ocho kalash se han convertido al islam en Bumburet. “Si seguimos así, desapareceremos”.
 -¿Te casarías con un musulmán?-, pregunto a Guol Asmat, la hija de 16 años de Abdul.
- Estoy prometida con un chico kalash.
- Pero si rompieras con él…
- Ninguno de mis hijos se casará con un musulmán-, dice Abdul, quien en un momento de penuria vendió la nevera y el generador eléctrico para lograr un préstamo del banco. Ya ha empezado a devolver el dinero con lo que gana vendiendo las nueces y guisantes que él y su familia recogen.
En invierno, eso sí, Abdul se va dos meses a Peshawar o Lahore a trabajar en hoteles como recepcionista nocturno o botones. Sabe ocho idiomas -“yo aún pude recibir una buena educación... supongo que me ayudó ser hijo único”-, así que a veces también consigue unas rupias por hacer de traductor. “Pero en los valles no me puedo quedar. En invierno no se puede hacer nada. Me moriría de pena”.

Quién eres

La existencia de cinco escuelas kalash es más que nada un gesto político porque en ellas sólo pueden estudiar niños hasta los cinco años. “Y de todas formas se les debe enseñar El Corán”, dice Sher Alam Khan, profesor de primaria. Los que continúan estudiando ingresan en colegios musulmanes. “Les aleccionan en su fe. Pero luego vienen a casa y nosotros les recordamos quiénes son”, dice un padre kalash. Los estudios superiores implican enviar a los chicos a alguna ciudad más o menos lejana, un gasto inalcanzable para la mayoría. “Sólo un cinco por ciento de los kalash sabe leer –dice Nabaig, el abogado oficial de los kalash-. Los restantes son analfabetos. La mayoría son pobres. Y el gobierno no hace nada por ayudarles, le interesa mantenerles en su actual situación”.
Samsan no sabe leer ni puede escuchar noticias porque carece de radio, televisión e internet pero está dispuesto a dar la mejor educación posible a sus cuatro hijas, “y que sean doctoras, periodistas... lo que ellas quieran”. “Nosotros ahí no tenemos nada que decir”, sentencia Tsran, la madre de las niñas.
La notable libertad de elección de las mujeres kalash contrasta con el carácter “impuro” de su femineidad, que las condena a una serie de prohibiciones y obligaciones, como la de encerrarse en unas casas comunales denominadas bashalis cuando tienen la menstruación y durante la cuarentena postparto.
La geóloga francesa Claire Gaillard pasó una regla en un bashali. Al entrar, encontró a siete mujeres y cinco bebés en una habitación de cuatro metros por tres, sin lavabo, donde empleaban ceniza como desinfectante y el agua servía igual para beber que lavarse. En su diario, Gaillard describiría la situación como “propia del Paleolítico Inferior”.
“No hay una institución que eduque a las mujeres ni doctoras en el Centro de Salud de Bumburet, así que nadie puede atenderlas convenientemente cuando están en el bashali y muchas mueren en el parto”, dice el portavoz Wazir Zada.
De cualquier modo, los bashalis son tributos llevaderos –“¡Mira a las musulmanas!”- para estas mujeres alegres, asombrosas tejedoras, con cuyos tocados se proclaman fértiles y orgullosas de su identidad. Entre los hombres, los hay de ojos azules y tez blanca, y se afeitan a diario, de manera que aun vistiendo igual que sus barbudos vecinos, se distinguen. También les gusta ponerse plumas en los gorros o el pelo y varios musulmanes han copiado la idea de acoplarse flores encima de la oreja, si bien las influencias generalmente apuntan en la dirección inversa.
“Los últimos dos o tres años los musulmanes han cambiado el nombre de un montón de pueblos –dice Sher Alam Khan-. El antiguo Bribos ahora se llama Shikanandeh. Barakush ha pasado a ser Waliabad. Chaidesh es Ahmadabad. Mulabashei, Kasiabad. ¿Por qué? Si ésta es nuestra tierra desde hace miles de años. ¿Por qué?”.
El gobierno de Chitral admite las modificaciones islamizantes mientras mantiene los valles sin cobertura telefónica.
“Tendieron los cables, hubo una avería y desde entonces estamos sin teléfono en Bumburet. Como en el resto de los valles. Para comunicarnos, hay que bajar a Chitral. De eso hace tres años. Necesitarían tres días para arreglarlo. Pero no viene nadie”, señala Malik Sha, un kalash veintañero y sin trabajo. “Además de una red de comunicaciones –dice Wazir Zada-, necesitamos que el gobierno invierta en sanidad, escuelas, educación y carreteras –a menudo se despeñan automóviles por escalofriantes abismos sin vallar. El asfalto es una utopía-. Y dinero para reconstruir nuestras viejas y dañadas casas. Suministro eléctrico. Reparar las farolas...”.
-Usted es el principal representante kalash, ¿qué le dice el gobierno?
-El gobierno pakistaní tiene hoy otros problemas que solventar antes que protegernos. Si ni siquiera logra proteger a sus propios políticos, mire a Benazir Bhutto.
Según Zada, sus vecinos musulmanes aprovechan la dejadez gubernamental para seguir asfixiándoles. Las cinco plegarias cotidianas son una discreta forma de tortura. “Ponen los altavoces muy fuerte. El verano de 2007 intentamos cortar los hilos de los altavoces... pero no pudimos hacer gran cosa”.
“No somos esclavos ni limpiamos el retrete de otros. Tenemos nuestro propio retrete –dice Abdul-. Pero está claro que no somos iguales. A los que no son de su religión, los musulmanes los tratan como animales”.
Paradójicamente, esta tensión no se percibe en la calle. Los kalash se consideran maestros en ironía, en disimulo. “Me cruzo por la calle con gente que me presiona pero me los saco de encima con buenas palabras”, dice un hombre que quiere aparecer en este artículo con el nombre de Alejandro.
Las infraestructuras continúan en un estado peregrino. Los dos meses sin lluvias emponzoñaron los depósitos de agua potable de Birir, donde se ha extendido el cólera. La cumbre del desprecio y el abandono la representa el cementerio kalash de Bumburet. Huesos humanos se desparraman por el suelo junto a las maderas partidas por los saqueadores. La costumbre kalash de despedir a los muertos con sus pertenencias en ataúdes al aire libre, la formidable miseria de los valles y la falta de respeto hacia los “infieles” ha provocado este escenario de escalofrío.
“Todo empezó hace unos veinte años”, dice Abdul.
¿Consecuencias? Los kalash cambiaron su rito funerario: han pasado a enterrar a los muertos. ¿Y la policía no hace nada? ¿Las autoridades?
“A ver: ¿por qué los kalash se permiten tener ese cementerio? Yo protejo mi hotel. ¿Ellos no pueden poner un guarda que cuide de sus tumbas?”, dice Siraj Ulmulk, propietario del mejor hotel de Chitral, a un par de horas de los valles. Ulmulk desciende de una familia de mehtars, príncipes que dominaron la región sin demasiadas contemplaciones. Es musulmán.
“Estudié diez años fuera de aquí, en un colegio de monjas católicas, pero no me convirtieron”. Su padre gobernó Chitral durante 42 años, “no como ahora, que ningún político dura más de tres años”.
“Y si no, el griego –continúa Ulmulk-. Si quiere ayudar a los kalash, ¿por qué en lugar de un museo que le ha costado una fortuna no invierte en el cementerio? Los muertos son mucho más importantes para una cultura que esos edificios bonitos.
¿Por qué debe preocuparse el gobierno? Los lugares son de las personas y son ellas las que deben velar por ellos”.
“Al menos el hotel sí está protegido. Tengo un revólver –dice Abdul-, aquí todo el mundo va a armado. Lástima que también vendiera el kalashnikov. Pero puedes estar tranquilo, por las noches un vigilante patrulla el hotel. Tiene órdenes de disparar si ve a alguien. Antes de preguntar, dispara, ésa es mi orden”.
He intentado hablar con Athanasius Lerounis dos veces, y no hay forma. Es raro, no cuesta encontrar a nadie en el valle. Lerounis dispone de cinco vigilantes armados pese a que todo el mundo insiste en que el peligro talibán se concentra sobre todo en Dir –el último sitio donde fue visto Osama Bin Laden- y en Swat. “Chitral está tranquilo” sigue siendo la cantinela común, pero a diario continúan llegando noticias sobre un vecino que fue asesinado el otro día en Afganistán, a pocas horas del valle; sobre los talibanes que están huyendo de Swat a las montañas tras el bombardeo del ejército pakistaní... “Bueno, aquí no vendrán a hacer daño, yo duermo tranquilo –dice Abdul-. Los talibanes no tienen nada contra los kalash, creen que somos inocentes”. ¿Cómo lo sabe? “Porque vinieron unos talibanes de vacaciones y me lo dijeron. Además, las montañas son muy altas y los Chitral Scouts –cuerpo militar del ejército pakistaní- las vigilan. Si entraran no les sería fácil escapar. No se arriesgarán. Eso sí, los Estados Unidos deberían limpiar los valles de una vez”.




 Ayuda

Septiembre 2009.
El día de mi marcha se difunde la noticia de que un comando formado por más de doce hombres ha matado a uno de los guardas de Lerounis y ha secuestrado al griego. Son talibanes, piden dos millones de dólares de rescate y la liberación de tres de sus líderes.
Siete años antes, el zoólogo hispanofrancés Jordi Magraner había sido el hombre asesinado en la casa que Abdul no quiere vender a ningún musulmán. Magraner había conseguido financiación para los Narradores de la Tradición Oral, un grupo de profesores kalash que transmitían a sus jóvenes la historia de este pueblo. Magraner no llegó a Bumburet sólo por los kalash, pero terminó siendo importante para ellos.
“Cuando alguien intenta ayudar a los kalash, le cortan el cuello”, dice Sher Alam Khan. Así fue como murió Jordi. Estoy investigando su vida.
“Jordi quería resolver para siempre nuestros problemas. El griego y otra gente pueden arreglar cosas concretas, pero lo que Jordi proponía era sacarnos de aquí para que viviéramos sin este sentimiento de peligro”.
¿Sacarlos? ¿Cómo? “Dijo que había que hacer llegar nuestra historia a la ONU, que ahí hay muchas naciones y están pagando mucho dinero para ayudar por ejemplo a los refugiados afganos. Los talibanes pueden atacar en cualquier momento y vosotros sois muy pequeños, aquí estáis inseguros, eso me decía. Pero, ¿dónde llevas a tres mil personas? ¿Cómo consigues billetes para tanta gente? No tenemos dinero ni lugar. Somos extraños aquí, pero también fuera. Somos paganos”. Mientras escribo estas líneas ocurre algo insólito: los kalash de los tres valles se están manifestando por primera vez en Chitral. Wazir Zada se pregunta cómo más de una docena de individuos han podido entrar y salir tan tranquilos de Bumburet, y exige que se rescate a Lerounis. Pide que el ejército se despliegue en los valles. Si no, se plantea una emigración masiva. No saben cómo lo harán, y si lo hacen, adónde irán, pero están desesperados. La palabras del Paraíso perdido de Milton retumban hoy en los valles:
“... Más quebrados que esto, ¿qué sería sino muerte y extinción?
¿Qué temer entonces? ¿Dónde cabe duda”.
Los kalash sienten que sin su último portavoz, sin el hombre que les conectaba al exterior, están vendidos. El terror se acerca. Por eso han empezado a gritar. Esta gente pide auxilio.

Un lugar en el palco



Posiblemente esté en un rincón discreto, semioculta tras los pantalones cortos de diseño de Bruce Chatwin y el turbante polvoriento de T. E. Lawrence, quizás observando las barbas de Richard Burton no lejos de la boina de Josep Pla... pero cuando los lectores de libros de viaje miran hacia arriba, ahí distinguen el gracioso vestido con floripondio de fantasía lucido por Jan Morris, que sonríe coquetamente orgullosa de tener su lugar en el palco de los más grandes.
Jan Morris nació en Gales en 1926 y ha dedicado su vida a seguir “el rastro brillante que deja el caracol de la historia” (Robert Musil), escribiendo artículos y libros sobre las personas y lugares que ha conocido. En Un mundo escrito. Viajes, (1950-2000) ofrece una selección de sus textos de medio siglo a los que añade comentarios actuales. Morris se revisita, en fin, haciendo lo que en el fondo siempre hizo: “mirar cosas y hechos y analizar su efecto en mi sensibilidad concreta”.
La autora ha tenido razones muy singulares para ese autoensimismamiento, en tanto que en el apogeo de la Guerra Fría, al formar parte de la primera expedición que coronó el Himalaya o al asistir al juicio del nazi Eichmann, Morris se llamaba James. Y después de un viaje a Casablanca a principios de los setenta, una operación rubricó su nueva personalidad de señora Jan.
Durante todos esos años, Morris musculó una primera persona aún más atenta a su propia circunstancia, a sus raíces y anhelos, y en su obra ha sido determinante la conciencia de pertenecer a los restos de un imperio. Por eso, buena parte de los textos, entre ellos muchos de los más incisivos, atañen a lugares que recibieron alguna fuerte influencia británica. Uno de los hitos de Morris es la trilogía Pax Britannica, para la que viajó durante casi diez años por un buen montón de ex colonias, y desde luego que este libro incluye varios extractos de aquella Pax. (Otros libros destacados de Morris han sido Venecia, Coronation Everest o Conundrum)
Un mundo escrito avanza por décadas. En las primeras dos se atisba un Morris brioso, atrevido, aunque desigual. Ataca bien los textos sobre ciudades intensas, sobre todo si hay peligros acechantes, pero a menudo se desbrava en descripciones excesivas que no transmiten la esencia de las atmósferas, elemento imprescindible para entender un lugar.
En los setenta, da un giro decisivo. Va aparcando su estilo realista a favor de un impresionismo inspiradísimo en el que consigue destapar el corazón de los sitios. Sintetiza iluminando, comprime siglos de historia en brochazos clarividentes que le permiten conclusiones panorámicas a la altura de los textos más lúcidos de, en otro género, George Orwell. Al aludir a una cualidad de la ciudad india de Darjeeling, Morris resumirá su propia facultad para recrear en cada texto “un microcosmos (...) reducido a un tamaño más claro y manejable y provisto de dosis dobles de adrenalina”. 
Aunque su adrenalina, siendo mucha, fluye de un modo distendido, incluso contenido, inequívocamente british. Y del mismo modo elegante, golpea sin piedad los morros de ciudades como San Francisco o Viena. A Sydney es capaz de atizarle durísimo pero dicharachera, con buen humor, a la vez que aplaude sin menoscabo sus virtudes, porque Morris tiene la maravillosa habilidad de plasmar los sentimientos ambivalentes, a menudo contradictorios, que nos suelen producir tantas cosas.
De todos modos, no es raro que la galesa adopte una posición y la defienda de un modo más bien artificial con tal de lograr un impacto. Pero su subjetividad es fascinante y, si bien uno puede discrepar rabiosamente con ella, las provocaciones están tan bien hechas, las propuestas estimulan tanto, que prima la satisfacción.
Y así, literariamente pletórica, la autora entra en la década de los ochenta decidida a reflejar las neurosis de su época a través de los lugares. Por eso extraña que nada menos que un australiano –con los guantazos (de seda) que les dio- definiera a Morris como una “Mary Poppins literaria”, y que ella consintiera la etiqueta sin rechistar. Quizás admita coincidencias entre la Poppins y la evidente coquetería que señala a su obra, generosa en cabriolas y presuntas salidas por peteneras que terminan deslizando una imagen estupenda y clave para entender el mensaje, y no olvidarlo. Porque lo que destaca a Morris del gran grupo de colegas viajeros, además de su gran capacidad analítica y su sutil arrogancia, es la imaginación, esa forma de alentar con giros inesperados textos que al fin y al cabo son de no ficción.
En la lista de “lo irritante” podría destacar su facilidad para soltar sentencias y vaticinios que la historia ha desmentido, aparte de permitirse en ocasiones la contagiosa veleidad de dar por sentado el fin de épocas en las que, en breve, tú no estarás. En el último tramo es cuando atiende un poco más a Europa, de forma muy somera, y a esos textos les suele faltar la fuerza y penetración de las espléndidas piezas que dedica a Sydney, Suráfrica o Toronto, por ejemplo.
Lo mejor es que al final se tiene la certidumbre de haberse asomado a una biografía apasionante echando un vistazo a algunas ventanas del último mundo, además de haber asistido a cómo perfecciona su estilo una autora que, cuando fue hombre, se casó con una ceilandesa y tuvo cinco hijos, grupo familiar que ha mantenido tras el cambio de sexo. Y es que Morris es alguien que ha vivido realmente “distinto”. La mujer que ha considerado India “el país más prodigioso”; a Londres, “la ciudad de ciudades”; la que al abordar un nuevo destino su pregunta tipo era “¿a quién he de compadecer?”; y la que se definió como “pagana panteísta” y “pacifista/anarquista”. La ciudad a la que cada década volvió y nunca salió decepcionada fue Nueva York.
Ahora, le inquieta cómo conciliar los aires globalizadores con el cuidado de las identidades minoritarias. La de Gales, por ejemplo. Y le perturba la confusión de la que ha resultado una forma de guerra, el terrorismo, que ha traído nuevos miedos a la palabra “viaje”. Sea como sea, está satisfecha se haber dejado testimonio de una época que no fue especialmente mala para el mundo y concluyó a la par que su historia como reportera: cubrió la retirada británica de Hong Kong. El fin del imperio. Una despedida apoteósica para una vida de palco.

La fiesta de vivir

 
 El viaje europeo desde una comodidad más bien burguesa tiene representantes tan significativos como Lawrence Durrell (Las islas griegas) o Sándor Márai (Confesiones de un burgués), si bien el retratista de lugares más soberbio y sistemático quizás haya sido Josep Pla. Sus Cartas de Italia son una cumbre del género, el producto más destilado de un trotamundeo memorable. Pla llegó a Génova como periodista y, entre idas y venidas, residió en Italia cinco años, sublimando su decantación mediterránea. “Mientras el mundo exista, el viaje a Italia será una de las obras más nobles que el hombre podrá llevar a cabo”. El libro es, por supuesto, luminoso. Pocos escritores han festejado la vida como Pla. Desde el uso del tomate para condimentar pastas –“no hay espíritu posible, ni poesía imaginable sin una determinada cantidad de spaghetti”- a la preeminencia familiar de la Mamma en aquel paraíso de piedras -“la arquitectura es lo que engrandece, agiganta a Italia”-, todo lo aborda el catalán con su refinado puntillismo irónico, alternando comentarios de antropólogo con sentencias filosóficas, de sociólogo o populares. Pla fue un sabio y un observador renacentista, así que en Italia se encontró en su salsa, animado por un conocimiento profundo de los creadores –Miguel Ángel, Buonarrotti, pero también D’Annunzio o Manzoni, y Piero della Francesca o Gozzoli. Aparte de los Médicis, cómo no-, a quienes hizo desfilar muy naturales ante las iglesias, los campaniles, pinturas o palacios que valoraba con divertida erudición y apoyándose en antiguos visitantes, en Stendhal o Valéry, pero singularmente en Goethe y Vasari, cuyo libro Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos le acompañó todo el viaje. Y como Pla posee el don de los más grandes, la sencillez, todos esos nombres hermosean la lectura que presenta a Albi, a la Florencia por la que Pla siente debilidad, llega a la límpida Toscana, a Siena –“el cielo aquí continúa estando en la tierra”-... Mientras, el autor no escatima placeres. Bebe vinos de Barolo o Valpolicella, se entusiasma con Venecia, se regala el mejor café de Europa en terrazas amalfitanas y estudia los diversos tipos de macarrones antes de imprimir la estampa de los olivares en Brindisi. Se ocupa de Italia casi entera, excepto Roma, limitada a dispersas alusiones. El efecto último es de un perfecto equilibrio entre la vida de la calle, los paisajes naturales y los espacios intervenidos –maravillosamente- por el hombre. De cada lugar se guarda una esencia, como un perfume, y un puñado de lúcidas reflexiones, a menudo bien graciosas, que hablan de una imaginación literaria superior. Perugia, mirador de Umbría; los coraleros de Torre del Greco; el ganduleo en plan forestiere por una Bari “donde no hay nada que ver”... todo es simplemente inolvidable, tan magnífico en su naturalidad que eleva el mito de Italia aún más. Por eso cabe aclamar a Pla cómo él aclamó a los artistas venecianos, porque comparte la cualidad de haber firmado una obra en la que no hay “nada sometido a un convencionalismo escolar”. Cartas de Italia, en fin, supone un hito en la vastísima obra de uno de los viajeros literariamente más prolíficos y geniales que haya dado España.

Os diré de dónde


Tras la publicación de País de sombras, en España ha podido leerse y escucharse que nada en la trayectoria de Peter Mathiessen hacía prever que fuera capaz de una obra tan magnífica. Algunos se preguntan de dónde habrá salido semejante inspiración. Para los que sigan a Mathiessen –tanto por sus libros de viajes como de ficción- y conozcan a otros grandes novelistas que también fueron viajeros –Stevenson, Mark Twain, Melville, Steinbeck, Stendhal, Conrad...-, esta pregunta sonará extraña. De todas formas, es lógico que aquí muchos esperen poco de algunos autores extraordinarios que permanecen semienterrados a causa del género que trabajan, sometidos (antes) al Reinado de la Novela Histórica o (ahora) al Imperio de la Negra.
La de viajes, como la vinculada al periodismo, son literaturas con dificultades en este país. La semilla de ambas está en la crónica, un ejercicio que exige algún dinero y tiempo para moverse e investigar; además de cierta libertad de expresión no siempre acorde con los intereses empresariales de los media. El estado de nuestra crónica confirma que la combinación Dinero + Tiempo + Libertad no atraviesa su mejor momento. Y con una semilla marchita se antoja iluso esperar frutos apetecibles. 
Juan José Millás, uno de los escasos referentes de periodismo literario autóctono, me dijo este verano: “En España no hay gente de mi edad haciendo reportaje. Al menos yo no conozco a nadie. Aquí se considera que es un género de juventud y esto hace que un tipo de 60 años que escriba reportajes suene a fracasado cuando resulta que precisamente éste es un género de madurez”.
De todas formas, a finales de 2010 hubo señales de que un cambio es posible. Parece evidente que el público está prefiriendo las narraciones de primera mano contadas con calidad y detalle y por eso el presidente de la agencia Efe, Alex Grijelmo, ha indicado que el periodismo escrito sólo podrá resistir los embates de los medios audiovisuales apoyándose en la crónica.
Una llamada tardía, pero llamada al fin, que casi coincide con la presentación que tendrá lugar en los próximos meses de una línea de libros de periodismo literario en la que la editorial Alfaguara lleva trabajando tres años. ¿Ha llegado el momento de crear una auténtica cantera? ¿De espolear a nuestros futuros Tom Wolfes y Kapuscinskys?
De todas formas, hablábamos de Mathiessen y del viaje, esa Madre de Todas las Crónicas tan incompatible con la medida periodística y en general tan poco defendida y divulgada. Hoy que los países se miden por su capacidad para atraer turistas es normal que varios excelentes libros de viajes, alejados tanto del panfleto promocional como del estridente espectáculo, sean arrinconados o, como mucho, promocionados en función de los halagos que dediquen al territorio descrito. Pero los escritores “de viajes” no abandonan. Las satisfacciones son demasiado grandes. Cada día en ruta aprenden algún nombre, comprenden in situ la grandeza de dos o diez adjetivos y observan comportamientos de lo más dispares mientras van asimilando recovecos y profundidades nuevas del ser humano y su entorno, siempre atentos a lo minúsculo, al gesto y la diferencia. El viaje. Ése es el lugar de donde viene Mathiessen. 
Aunque si algo distingue a los viajeros medulares como él es la conquista de una independencia atípica que permite disfrutar de otro ritmo vital, uno que sintetiza todos los ritmos vividos -en África, en los territorios indios o en NY- hasta convertirse en una cadencia de poso universal destilada de las metrópolis pero también de las aldeas y de la gran naturaleza. De ahí viene Mathiessen. De un lugar donde la paciencia parece escrita con palabras tan distintas que ha invertido treinta años en completar esta obra fundamental. Viene de los cayos y los campos que le regalaron formidables cosechas de sustantivos, y de charlar y disputar con extraños. Viene de sentir el desierto y el huracán en la piel y el corazón. ¿Y qué ha traído? Más allá de cosmos nuevos y vanguardias deslumbrantes, en País de sombras el octogenario Mathiessen nos ha mostrado qué significa en esencia viajar al espacio, cualquier espacio, exterior. 

Nilo


“Nunca escribiría sobre el Nilo, sobra material”, me dijo un escritor que desde luego ignoraba la poca literatura publicada en los últimos 40 años sobre el recorrido completo del río más largo del mundo. Es cierto que Turner recupera ahora La guerra del Nilo. Crónica de la reconquista del Sudán, firmada por Winston S. Churchill, que participó en aquella contienda como subteniente de la caballería británica. Pero es un clásico. La guerra en Sudán y las memorables narraciones de Burton, Baker o Stanley han parecido liquidar el Expediente Nilo para la moderna causa letraherida, y la moda está en bajarse el Nilo Azul –Javier Reverte, Virginia Morell- y reivindicarlo como “el verdadero” porque aporta más caudal. Quizá por todo esto, y por Gordon y la Biblioteca de Alejandría, y por Durrell y por Kapuscinski, quizá por todo, viajé al Lago Victoria en su orilla de Uganda para emprender el descenso del mito en versión XXI, leyendo y recordando historias hermosas que, sin embargo, sonaban algo caducas. 



Como los mitos ya no son lo que eran y todo parece estar hecho, visto, alcanzado, hay lugares fantásticos que se arrinconan y medio olvidan porque su épica atañe, se cree, al pasado. Antártida, Himalaya, la cara oculta de la Luna y el Nilo han sido, aún son, los grandes mitos geográficos del planeta, destacando el del río por ser el que reúne más leyendas en menos espacio, o al menos eso afirma Alan Moorehead, autor de El Nilo Blanco, del que pueden encontrarse añejísimas ediciones en la biblioteca del Museo de Uganda, en Kampala.
Es una biblioteca pequeña, un cuarto grande, y al lado de la fotocopiadora hay dos armarios de madera, las puertas de cristal cerradas con llave protegiendo libros de lomo borroso, algunos raídos y semidesencuadernados hasta precisar de cordeles que los aten para evitar la descomposición.
Son ediciones primigenias de A través del oscuro continente, de Stanley, del diario de Speke, descubridor de las fuentes oficiales del Nilo, en Jinja, y hay títulos evocadores tipo Emin Pasha en África Central, Cómo encontré a Livingstone, del propio Stanley, Los comedores de hombres de Tsavo o Sudán salvaje, además de otros textos sobre el Nilo no muy conocidos –For away up the Nile, de J.G. Millis; El Nilo Blanco de F. Werne- y clásicos como El Nilo de Emil Ludwig.
Mariposas de colores chillones descansan en el marco de retratos de exploradores bigotudos o sobre las butacas verdes reforzadas con chinchetas.
También hay libros que aluden a Los árboles indígenas del protectorado de Uganda, a La historia del ferrocarril en Uganda y Kenia y está Mi viaje africano, de Winston Churchill, aunque la obra más popular del corresponsal de prensa que terminó liderando a un pueblo es La guerra del Nilo, la veo en distintas ediciones, aquí el trato a Churchill es deferente, quizá porque llamó a Uganda “la perla de África”.

Enfermos 

En este par de armarios hay varios volúmenes formidables y por eso aún vigentes como Las Montañas de la Luna (Valdemar) y La región de los Lagos de África Central, catalogado entre los mejores libros de exploradores nunca escritos. Ambos los firma Richard Francis Burton, un señor de perfil acataléptico, en perpetuo conflicto consigo mismo y de neurología tan inusual que ideó un sistema, cuentan, para aprender idiomas en dos meses, y a su muerte sabía 29. Sus narraciones son magníficas por brutales y sinceras –la editorial Lerna tradujo algunas como Primeros pasos en el este de África- y por el estilo directo, conciso, claro, que le anima a aludir a unos porteadores negros en plan “cargadores de nacimiento como los perros son cazadores de raza” y a subrayar “el efecto pernicioso del clima” sobre los nativos y a asegurar que, en la ruta de los esclavos, “el viajero tiene que hacer sufrir si no quiere sufrir él mismo”.
A Burton le han dedicado una calle corta -incluye cibercafé y el restaurante Antonio’s-, en el céntrico barrio de Nakasero, el intrépido, erudito, implacable Burton que, como el resto de exploradores victorianos, padeció los rigores del Nilo y, además de afrontar deserciones, viajó constantemente enfermo, como su compañero Speke, que al llegar al lago Tanganika casi no lo vio porque estaba medio ciego.
En las estanterías ugandesas la mayoría de libros se leen en inglés, también en árabe, alguno hay en francés o alemán, y abundan las copias de El Alberto Nyanza, Gran Fuente del Nilo y Los tributarios del Nilo, del mercenario Samuel Baker, autodesignado Baker del Nilo después de una aventura de cinco años con su esposa Florence que le llevó hasta el canal de Suez para cumplir el sueño de pedir un tanque de Allsopp helada, su cerveza favorita, antes de ponerse a escribir unas páginas que hicieron África comprensible para el gran público restando paletadas de misterio a los enigmas que se cernían al sur de Gondokoro, por entonces el límite de lo ignoto. La narración desató la creatividad de Henri Rider Haggard, que años después ideó al héroe Allan Quatermain para Las minas del rey Salomón (Anaya).
Hoy, la guerra que vadea el norte de Uganda y aniquila el sur sudanés continúa complicando la exploración del tramo de río entre, más o menos, Nimule y Malakal, y esa privación ayuda a la escasez de relatos sobre el Nilo en los últimos decenios. El caso es que Baker franqueó Gondokoro hacia el sur, descubrió el lago Alberto, estuvo a punto de ser despiezado por hipopótamos y las pasó canutas cuando, aquejado de malaria, la quinina se le agotó. La enfermedad vincula a Baker con Ryszard Kapuscinski, a quien una malaria cerebral derrumbó en un cuarto de esta Kampala que hoy sobrevuelan los siniestros marabúes, gigantescas aves carroñeras. Mi discreta aportación al elenco de úlceras, cegueras, tuberculosis, amputaciones, etcétera que jalonan los libros del Nilo fue una disentería que me postró tres días en Arua, la fiebre, no muy lejos del Rhino Camp donde John Goddard y sus dos compañeros visitaron el mercado al que acudían centenares de individuos bonyoro, joanam, madi, alut, lugwara, acholi y moru para cambalachear más o menos como siguen haciendo.
Goddard ha escrito el último gran libro sobre el río, Por el Nilo en kayak (Plaza & Janés) con fecha de 1950. Explica el viaje desde las fuentes del Kagera hasta la desembocadura en Rashid, recorriendo un sexta parte de la circunferencia terrestre, armados con una pistola Luger, un rifle del 22, una escopeta del 12 y cámaras Ciné Special de 16 milímetros y Rectaflex.
-¿Llevas armas?-, me preguntaron al partir, y la respuesta fue no, soy buen tirador pero sospecho que matar se me da mal, ni siquiera intimidar, y mis oportunidades hubieran sido pocas en una zona donde encontré muchos hombres y niños de camuflaje empuñando kalashnikovs, bazocas y varias armas automáticas, porque si bien intenté eludir los tiroteos, los hombres armados fueron una constante en el viaje, y vi camiones herrumbrosos en el margen del camino y personas mutiladas de las que habla Kapuscinski en El emperador (Anagrama) y en Ébano (Anagrama) y a las que se refiere Bernard-Henri Lévy en sus Reflexiones sobre la guerra, el mal y el fin de la historia (Ediciones B) así que me limité a disparar una cámara Kodak chiquitina, sin pretensiones. Por el Nilo en kayak es un libro de auténticas aventuras, lleno de cocodrilos, serpientes, heridas, aves picozapato y barbos eléctricos, palmerales y bandidos, Goddard a veces abusa del ingrediente emocional pero bueno, es informativo, útil, entretiene y el viaje en sí supone un hito porque nunca antes nadie había circunnavegado el Nilo en su totalidad.

En familia 

En la literatura del río hay un aire familiar, porque unos escritores remiten a otros, y las citas se repiten al igual que las escenas, hay autores que parecen apellidos del Nilo, siempre presentes, en todos los libros, y Alan Moorehead ya es uno de ellos con ese El Nilo Blanco que repasa los itinerarios y personalidades de los descubridores que son leyenda, los del siglo XIX, aunque también recuerda a Ptolomeo, claro, que hace casi dos milenios apostó por las montañas del Ruwenzori como ubicación de las fuentes; y al inexcusable viaje de Herodoto, Los nueve libros de la Historia (Lumen), del 460 a.C., el primero con cara y ojos de verdadero literato, que estimuló la imaginación de sus contemporáneos presentando la pura realidad de caníbales, monstruos, salamandras y mares interiores.
Otra característica común a estos aventureros es la desconfianza de los mapas que llevan, incluso hoy su fiabilidad es relativa, aunque ya no tan escasa, supongo, como para aún secundar aquella frase de Goddard: “casi toda la información recibida sobre el Nilo de fuentes oficiales supuestamente bien informadas ha sido inexacta e indigna de confianza”.
Muchos descubridores fueron decentísimos escritores, hay diarios fenomenales que en ocasiones parecen escudos contra la muerte, al menos alargan la vida: el sitio de Gordon fue interminable; el desecho Speke logró regresar a Gran Bretaña pese al temor de morir sin poder contar su hazaña; o, sobre todo, el calvario del gobernador italiano Gessi, cuyo barco se perdió en las ciénagas del Sudd, 150 personas, un soldado se comió a su propio hijo, sobrevivieron cuatro, y uno era Gessi, ¿qué fuerza escuda al narrador? ¿El deseo de vivir para contar?
Y como el resto de familias, la del Nilo –una familia muy macho, por cierto- comparte escenarios, recuerdos y calca situaciones, véase la de las hormigas conductoras que treparon por las piernas de Goddard años antes de que invadieran los tobillos de Peter Matthiessen, autor de El árbol en que creció el hombre (Olañeta) sobre el Gran Valle del Rift, o de, y éste es el que más interesa al reportaje, Los silencios de África (Península), donde entre otras experiencias, el maestro naturalista, investigador, el enorme Matthiessen, atravesó grandes zonas del África Oriental en avioneta para contabilizar el número de elefantes y por eso sabemos que en el parque nacional de Nimule, los guerrilleros y los furtivos redujeron en poquísimo tiempo un número de 13.000 paquidermos a 300, y que el rinoceronte blanco está prácticamente extinguido. Aún pude ver elefantes cerca de las cataratas Murchison, y leones y jirafas, visiones conmovedoras por lo que tenían de crepusculares, ¿hasta cuándo resistirán?
En cuanto al exterminio de hombres, el Kapuscinski de Ébano detalla la guerra más antigua del mundo, dos millones de muertos en Sudán, y se pregunta por qué “a pesar de sus muchos años de duración –va a cumplir veinte- nunca he oído que alguien intentase escribir su historia”. Kapuscinski narra una emboscada en primera persona e introduce ampliamente al horror pero también, luego, a la belleza, ése es su arte, después de treinta años en África tiene tela que contar.

El tiempo y el Chino 

Cada vez se publica más sobre Sudán, porque desde que se han descubierto fenomenales yacimientos de petróleo, algunos muy cerca del Nilo, los Estados Unidos lo han ido desvinculando del denominado Eje del Mal y quizá pronto nuevos viajeros se atrevan -o simplemente puedan- recorrer la zona sin jugarse la vida, y empaparse con esa idea del tiempo que rige en toda África y se sublima en este país descomunal y que el polaco resume así: “el tiempo funciona independiente del hombre.
Entre el hombre y el tiempo se produce un conflicto insalvable, que siempre acaba con la derrota del hombre: el tiempo lo aniquila. (...) El tiempo aparece como consecuencia de nuestros actos y desaparece si lo ignoramos o dejamos de importunarlo”.
Y así es, aún, en Sudán, donde después de triturar los nervios acomodé la cabeza al discurso del tiempo, y la fortuna, o no sé qué, me regaló una coincidencia por la que pude tomar un barco decisivo que pensé iba a perder.
El impacto de Sudán, los nubios, Jartum y Omdurman lo han reflejado viajeros recientes como Paco Nadal, en El cuerno del elefante o Virginia Morell, en El Nilo Azul, ambos para National Geographic, o Javier Reverte, quien también siguiendo el Azul llega a Jartum en Los caminos perdidos de África (Areté). Reverte abunda en asuntos históricos; tilda de “espantosos” a los Bringi, un tabaco de allí que gustó bastante a Agustín, mi compañero de mochila; y de su paso por Sudán, Reverte destaca la semana en Wadi Halfa –“todo menos pasar 24 horas en Wadi Halfa”, había escrito Enrique Meneses en África de Cairo a Cabo (Plaza & Janés)-, la ciudad de frontera donde zarpan los barcos rumbo a Egipto y estacionan los trenes y autobuses que van y vienen de Jartum.
Contra pronóstico, Reverte disfruta su estancia en el hotel Wadi el Nil –yo también me alojé ahí-, porque cada viajero es distinto, como Flaubert, dicen que en esta ciudad pensó el francés el nombre definitivo de su personaje Emma Bovary, a saber qué te sugiere cada lugar, cada individuo, por ejemplo “el Chino” Charles Gordon, el más memorable por controvertido de los europeos en Sudán, muerto en la batalla de Jartum contra el Mahdi, y que Reverte define como un hombre “entre el héroe y el clown (...) algo ridículo”, mientras que a Strachey, del grupo de Bloomsbury, le parece “regido por impulsos misteriosos que le precipitaron a una tragedia predestinada”; “quijotescamente generoso y amable, al tiempo que un especie de santo errático y decididamente un poco loco”, en opinión de Moorehead.
Y Thomas Pakenham, autor de The scramble for Africa, compara su vida con “una crucifixión”.
Gordon ocupaba bastante espacio en la biblioteca de Kampala, había títulos en plan Gordon y Sudan, de Bernard M. Allen o Too late for Gordon and Khartoum, de A. Macdonald, si bien en las indiscutibles antípodas de Reverte se sitúa la fascinación de Olivier Rolin por un Gordon al que convierte en hilo conductor de su Meroe (Anagrama). Rolin lo ve como un Don Quijote forofo de Cristo, de la grafomanía y del brandy, sumido en la eterna melancolía del “demasiado tarde”, un hombre que prefirió ser mártir a la salvación.
Meroe es una novela apegada al río y sus arquitecturas sudanesas, tiene pasajes fulgurantes aunque le lastra la espesura literaria, le sobra exhibición, pero aun así atrapa mucho esta fantasía sobre “el más remoto de todos los extrarradios del planeta” donde un señor que dice “no creo que me hubiera gustado una vida apacible” define a Sudán como “una mezcla de terror y bonachona anarquía”.




El mar

Y de Wadi Halfa a Asuán, ya en el Egipto del legado faraónico, un alud de templos, tumbas, obeliscos, bajorrelieves y mercaderes con papiros y orillas fértiles que Jordi Clos, presidente de la fundación arqueológica creadora del Museo Egipcio de Barcelona, puede ayudar a introducir con Mi querido Nilo: ayer encontré la pirámide perdida (Península), didáctico pupurrí de vivencias y lecciones de historia, tribulaciones del arqueólogo Howard Carter incluidas. El Mil y una voces (El País Aguilar) de Jordi Esteva es un libro de entrevistas que repasa la actualidad del Magreb y salen intelectuales significativos como Sonallah Ibrahim, que fue el primer escritor censurado por Nasser. Jordi me pasó el teléfono de Sonallah y de otros amigos de El Cairo. Jordi vivió cinco años en ese cacao de ciudad.
Pero aún vamos por Asuán, aún muy al sur, y quizá sea mejor acudir a Las mil y una noches (Planeta) y navegar en el crucero con la Muerte en el Nilo (RBA) de Agatha Christie o con algo de Terenci Moix, quizá de Christian Jacq, sobre Egipto hay una barbaridad, si bien Sinuhé, el egipcio (Plaza & Janés) de Mika Waltari es el grande entre los grandes, otro de esos nombres familiares a los fans de lo nilótico. Uderzo y Goscinny encararon a Asterix y Cleopatra y Hergé lanzó a Tintín tras Los cigarros del faraón, la literatura del cómic, incluso un colaborador de Hergé, Edgar P. Jacobs publicaría luego El misterio de la Gran Pirámide.
El Cairo merece un artículo exclusivo, de Naguib Mahfuz a Nawal al-Saadawi, reivindicaciones y realidad a pelo, y como cualquier cosa que se diga sabrá a poco mejor llegar a Alejandría, donde el funcionario de Obras Públicas que vivió el último tramo de su vida encima de un burdel, con un iglesia griega en la esquina y el hospital bien al ladito, el señor Constantino Cavafis, proyectó al mundo el alma alejandrina en verso.
A Cavafis le inició en el mundo anglosajón E.M. Forster, que vivió tres años en la metrópoli empleado en la Cruz Roja y publicó una anti-guía del lugar hablando de cosas que ya no existían, como el faro o la biblioteca, pero ésta última resucitó el 16 de octubre del año pasado, ahora tiene forma de disco solar y capacidad para ocho millones de libros si bien el acento se quiere poner en el apartado informático digitalizando un millón de obras, aspira a centro terráqueo del saber ciberespacial. Fue emocionante ver el mar, al fin en Alejandría, ya tan al sur las junglas del Ecuador, los Grandes Lagos, vislumbrando la meta turquesa después de la sabana y los desiertos, y quizá sea sugestión, al final todo lo es, pero paseando por el zoco Attarin, entre libreros, y luego adentrado en el viejo barrio turco de Anfushi, ante las casas estragadas de humedad, sentí un aire familiar y me acordé de Corfú, la isla griega.
Algunos egipcios acusan a Lawrence Durrell de no haber retratado en su Cuarteto de Alejandría (Edhasa) la ciudad real sino la de su imaginación, menudo halago, menudo error, qué sino es un escritor, porque yo antes que en Durrell, paseando Alejandría pensé en Corfú y Corfú traía el nombre de Durrell y al escucharlo, al verlo, el relámpago de la evidencia alumbró aquellas dos ciudades unidas por las fachadas, por el aire, por un mismo autor. No me había ocurrido nunca pero fue un sentimiento espectacular, mera, simple felicidad, la literatura de un hombre vinculaba a lugares separados por el mar, algo daba sentido a todo, al final del río Nilo, que significa Nada, y ese algo era un espíritu omnipotente, un aliento, era esa fuerza arrolladora que, de nuevo lo comprendía, me había obligado a realizar un viaje, hoy lo veo, inolvidable.

Y, sin garantías, salta


Nadie le ha dado garantías y, sin embargo, salta. Abre y cierra las manos, para tocar nada.
Le han dicho que se va a destrozar, que habrá que recoger sus añicos, pero ahora se le impone una felicidad que, como es genuina, desprecia el futuro.
-Vuelo-, murmura.
-¡Vuelo!-, grita.
Es una caída libre de cuarenta y dos metros, debe ir por el octavo, ganando velocidad.
-Ya eres viejo para esto-, le decían.
-¿Y si te estrellas? ¿Has pensado en los años que perderás?
Deben quedar veintitrés metros hasta donde se abre la minúscula hoya en la que pretende acertar. Nunca nadie antes lo ha probado, al menos no por ese ángulo, nunca desde tan alto. Doce metros para el impacto. Cierra los ojos. ¿Qué he hecho? Falta un metro. Entonces abre los ojos para afrontar de cara el destino que buscó.