Dos libros japoneses



Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial en Japón han dado pie a una literatura tan potente y desgarrada como la experiencia de los propios japoneses. El arpa birmana, de Michio Takeyama, y Hogueras en la llanura, de Shohei Ooka, son dos cimas novelísticas que reflejan la barbarie, sobre todo, de un gobierno japonés que no sólo abocó a su gente a la masacre sino que despreció a los que estaban arriesgando su vida por el país. Descubrir que el mismo país que te ha inculcado ideales de lealtad y honor, el mismo que se rige por sólidos códigos de respeto y solidaridad, no sólo les abandonaba sino que les expulsaba cuando sus prestaciones militares ya no eran suficientes, fue un golpe moral de una magnitud abrumadora. Y en ese golpe se centraron Takeyama y Ooka para reflexionar sobre cómo algunos hombres lo enfrentaron.
Ayer tuve el privilegio de introducir la charla que dio sobre ambas novelas su traductor, Fernando Rodríguez-Izquierdo Gavala, que también ha traducido a autores como Kenzaburo Oé, Haruki Murakami, Natsume Soseki…
Como apertura yo había escrito unas líneas que finalmente me sirvieron más que nada para improvisar un arranque con sentido. Esas líneas venían a decir que ambas novelas poseen tonos muy diferentes, como sus propios títulos indican. Mientras Takeyama remite a la música, a la salvación de algún modo a través de ella, Ooka acude a la imagen del humo de las hogueras que los filipinos encienden básicamente para señalar la posición de japoneses, y así matarlos. El punto de partida de ambos libros es tan parecido como distante porque al enfrentar el abandono y la decepción, uno se agarra a la esperanzadora música mientras el otro se disipa en el desconcertante humo. Uno habla de posible redención, el otro de locura. Takeyama, de enterrar a tus muertos. Ooka, de comértelos.



La naturaleza es una presencia constante en ambos libros, si bien cobra una dimensión más imponente en la novela de Ooka, donde el soldado enfermo Tamura vaga como el pequeño ser vivo que es, escuchando el llamado de la vida en bruto en cada cuenca, valle, zarzal... recordatorio de los orígenes salvajes de la humanidad.

Sí, qué insignificantes somos. Para la naturaleza y el gobierno. Qué poco importan nuestras vidas. De todas formas, cuando la nación te llama para protegerla, son mayoría los que tienden a la acción, a defender ideas y territorios impulsada por el ardor de unos gritos... que en realidad dan otros. Y cuando esa mayoría descubre hasta donde la empujaron, cuando adquiere conciencia del error o, al menos, de que en algún momento la engañaron, de que se le ocultó información... ¿cómo reacciona?

En Birmania, Mizushima es un soldado que toca el arpa y, alertado por la barbarie de lo que le rodea, se alejará del ejército convirtiéndose en bonzo en país extranjero. Un monje. ¿Por qué? Para acometer una labor que a nadie importa: enterrar a los japoneses muertos en territorio ajeno. Lo adopta como misión vital. Y esta imagen se complementa perfecta con la del soldado Tamura, quien escupido del ejército a la selva filipina por padecer una enfermedad que le inhabilita para el combate, llegará a observar cómo la Cruz Roja estadounidense recoge a los heridos japoneses para curarlos. Heridos que fueron desechados por su propio ejército, el japonés.

La incomprensión y la rabia o el sentimiento de injusticia o engaño se ciernen sobre ambos libros, poniendo en jaque la forma de pensar y, por ende, de actuar, de un país. Y expresa la enorme confusión de esos hombres marioneta a los que se ejecutará si desertan, que han sido concienciados para suicidarse antes de entregarse al enemigo. Que se entregue una granada a los hombres en peor estado para que decidan ellos mismos su final, resulta estremecedoramente significativo. Antes morir que experimentar la vergüenza de la derrota, ésa es la consigna. Al respecto, las cifras de soldados japoneses hechos prisioneros durante la Guerra Mundial son estremecedoramente bajas comparadas con las de sus rivales. Volver derrotado, sin haber dado hasta la última gota de sangre por tu patria, se consideraría una humillación.

Las paradojas, ese rasgo tan japonés, emergen una vez tras otra, alcanzando su cenit en la antológica novela de un Ooka que, para mí, es autor fundamental, porque este libro, junto con otros de Dino Buzatti, Joseph Conrad y Norman Mailer, resultó decisivo a la hora de imaginar mi propia novela Sudd. Libros que manifiestan magistralmente la desesperanza y la decepción ante un mundo que un día nos dijeron que debía ser de otra manera.
En el caso de Ooka, hay imágenes del todo reveladoras, como la del soldado Tamura sorprendiéndose cuando un compañero le presta su hombro para que se apoye y pueda seguir avanzando en lugar de abandonarle en la carretera. Le sorprende porque lo normal es el abandono... pese a que esa misma sociedad le educó en la fuerza del colectivo, en la solidaridad.

Lo más llamativo es que, pese a la evidente traición, los soldados japoneses se sienten impulsados a obedecer a sus superiores. La contienda interior es apabullante. Aquí se habla de esto. En El arpa birmana, Mizushima se sacudirá la presión hasta romper con la norma para convertirse en monje. En Hogueras en la llanura, Tamura no halla respuestas suficientes, no tiene nada, ni siquiera comida, sólo su enfermedad, y mientras asume el abandono, mientras descubre las miserias de los hombres, desciende a los infiernos hasta que su cabeza estalla, incapaz de absorber tanta mentira, injusticia, barbarie. Hogueras en la llanura es una novela terrible e iluminadora.

La religión será en ambos casos una posibilidad de esperanza. El budismo servirá bien a Mizushima, convertido a la práctica religiosa. El cristianismo no bastará a Tamura. Quedará tan solo como un camino que quizás, alguna vez... pero encontrar a decenas de cadáveres descompuestos a las puertas de una iglesia será una imagen lo bastante explícita para desmoronar cualquier ilusión. O descubrir que el resplandor de la cruz que divisa a distancia entre la maleza desaparece cuando llegas a su lado.

Al final, bombean preguntas comunes. ¿Por quién y para qué luchas? ¿No deberíamos reducir nuestra codicia, vivir de otra manera?

Y no puedes evitar preguntarte por la soledad inmensa a la que pueden conducir unos códigos de conducta y honor demasiado contradictorios. Unos códigos sobre los que no dejo de preguntarme, aún más desde que yo mismo viajara a Tokio recientemente.

Sobre el impacto que recibí de aquella civilización escribí un reportaje que se publicará en el magazine de La Vanguardia dentro de un mes, más o menos. Un reportaje que puede ofrecer una idea sobre cómo serían Mizushima y Tamura hoy.



*Añadir que el acto lo organizaba la Fundación Mapfre, y entre los asistentes estaba el historiador Carlos Martínez Shaw, un referente de muchas lecturas al que no conocía en persona y ha resultado tan estupendo como sus libros. Conversamos con amigos -uno de ellos Ignacio González Casanovas, quien hizo posible el encuentro-, sobre la desolada tierra australiana, que Martínez Shaw ha pisado varias veces, y sobre su pronto viaje a Bolivia. Hablamos del mundo, en fin, y al final todos deseábamos, creo, volver a viajar.

Kony nos vigilaba en el Nilo



La curiosidad de un puñado de famosos que atienden a avisos de injusticias -en este caso, la organización Invisible Childrens fue quien dio el grito-, ha permitido divulgar a millones de personas las carnicerías que desde hace décadas ejecuta el “señor de la guerra” entre Uganda y Sudán.
Cuando en 2002 viajé a lo largo del Nilo en compañía del director de cine Agustín Villaronga, la traductora Yolanda y el guía John, Kony ya era famoso. Y su anarquía, uno de nuestros mayores miedos.
Ahora, al leer la noticia de que Kony se ha convertido en trending topic en Twitter me doy cuenta de que hace exactamente diez años yo estaba regresando de África. Diez años que trabajo en un libro sobre el río Nilo. Y de que fue hablando sobre Kony cuando John dijo ese “Nada es tan peligroso como te cuentan”, que más tarde serviría para promocionar mi novela Sudd.
Por entonces, John creía que Kony no iba a detener nuestro camino hacia el norte. Pasaron muchas cosas, todas se explican en el libro que espero acabar algún día. De cualquier modo, creo que es el momento adecuado para dar luz a un par de fragmentos de ese libro en gestación. Ahí van.


En el agua: llanura Kyoga 

Míster Vil y Yolanda recitan los diez primeros números en swahili. Se corrigen uno a otro, pero poco, porque tienen buena memoria. Los pasajeros del matatu les miran sonriendo. Yolanda también dice safari y simba, que significan viaje y león. El D.V. Parrot’s Concise Swahili and English Dictionary es un útil apreciable en Uganda, aunque siga resultando insuficiente para explicar según qué realidades: nuestro próximo safari apiña a 23 personas en el matatu.
— Mi récord es 31-, dice John, que está leyendo The New Vision, un periódico en inglés. La portada difunde que el padre de Kony ha muerto. Kony es el líder del LRA, esa guerrilla en horas bajas a la que Sudán está retirando el apoyo. Kony tiene fama de carnicero. Es fácil imaginar su rabia contagiada a las hordas que vagabundean por las sabanas del norte, entregadas al saqueo y las refriegas asesinas.
— La cosa se puede poner fea—, digo.
— Bah, nada es tan peligroso como te cuentan —responde John—.
Luego llegas allí y no pasa nada. Tengo un amigo en Arua que nos ayudará a movernos por el norte. Míster Vil lee con atención The New Vision, los ojos muy abiertos, el gesto algo torcido, fruncimientos en la frente.
Yolanda sigue recitando en swahili. Por las ventanillas entran rachas de viento caliente y polvo. Cada vez somos más. Unos se sientan sobre otros, se acoplan como pueden. Los que se conocen amagan darse la mano pero sólo rozan las yemas de los dedos, muy suave, y a veces dicen eeeeehhhh.
Las mangas ajamonadas bailotean en los hombros de las señoras de estética colonial. Algunos estampados de flores incorporan pigmentos áureos que envuelven a las mujeres en centellas, como si fueran hadas o unas brujas de postín.
La señora más arrugada del matatu me acaba de coger varios pelos del brazo, los estira con delicadeza y todo el mundo alrededor empieza a reír y a contarse el descaro de la vieja. Los de los asientos delanteros giran la cara riendo. La señora me sigue tirando del pelo. Me mira un segundo. Y tira más fuerte. John observa la escena por encima del periódico, tan sonriente como Yolanda y Míster Vil. Supongo que la atracción por lo latino es grande en una región donde hasta hace pocos años lo más raro era un chino o un británico. La señora me acaricia el antebrazo y cabecea. Sí, señora, soy un blanco peludo. Las más jóvenes cuchichean de una oreja a otra, agazapadas, repasándome con reojos. Muchas sostienen en el regazo a niños mofletudos que alargan las manos para también tocarme el pelo. Qué espectáculo. El futuro y la democracia han traído hombres morenos velludos a Uganda.
Por los márgenes de la carretera circulan centenares de bicis y gente a pie. En los campos frondosos, hombres agachados balancean miniguadañas con cadencia pendular y a cada bandazo saltan despedidas numerosas briznas de hierba. Los segadores se suceden a lo largo del camino, como los vendedores de huevos, de agua o matoke que aguardan en las paradas. Los chavales cuelan sus productos por las ventanas, y se les compra sin salir del auto.
En el interior del matatu hace un calor cada vez más agobiante que contribuye a deformarnos las muecas al final de esa historia rocambolesca. Pronto será mediodía y viajamos comprimidos. Cuando el auto se detiene, nadie sabe cuándo volverá a arrancar. El chófer se apea, roza sus yemas, habla con varios hombres de manera familiar. En el interior, las pieles se van tiznando de mador. La gente permanece quieta. Pocos hablan. John pasa otra página de periódico. Bajo una ristra de imágenes, el pie de foto dice: “Mao quiere hablar de paz, Kony dice que está listo, Museveni ha puesto condiciones, Nankabirua dice que no es fácil”. El texto informa de que en los últimos tres meses 112 rebeldes han muerto en el norte de Uganda, y cientos de personas secuestradas han sido rescatadas.
Más de sesenta rifles fueron confiscados a la guerrilla, además de un lanzacohetes B-10 antitanque. Míster Vil resopla encogido contra la ventana y prueba una posición de tai chi que no logra consumar. Yolanda continúa murmurando las lecciones de swahili.
Los peinados de algunas señoras precisan escabeles para evitar que se deformen. Son peinados recios, pseudoalámbricos. De la Europa neoclásica. Los varones llevan el pelo muy corto y rizado. Muchos se afeitan la cabeza más o menos una vez a la semana.
El matatu arranca. Seguimos hacia el norte a la vera de fértiles ribazos, junto a cursos de agua bordeados por un bosque marginal que de pronto se extiende y penetra tierra adentro. Un bosque digital: a menudo toma la forma de un dedo.
— ¿Qué? ¿Qué dice el periódico?—, le pregunto a John. Su melena revolotea, cosas de la velocidad.— -La banana corre peligro de extinción —me enseña el titular—. Si se continúa comiendo a este ritmo, en dos o tres años se acabaron el plátano y el matoke.
En Uganda se come matoke porque no hay mucho más. Varios proyectos internacionales para la alimentación repiten que el momento es crítico, jamás antes fue tan desastroso. La guerra ha exacerbado el hambre. Se multiplican los vientres y caderas esteatopígicos a la vera de la jungla tropical, el paraíso de las frutas y las bestias. De la comida al alcance de la mano. Menuda contradicción”.

Tras un viaje en camión a través de una carretera abominable, la que dividía la sabana atestada de animales salvajes en libertad de los territorios ocupados por la guerrilla de Kony, alcanzamos la localidad de Packwach. La intención era continuar hacia el norte y cruzar la frontera hasta la ciudad sudanesa de Nimule. John insistía en que cruzar la frontera era factible. En Packwach descubrimos la verdad.

“El siguiente poblado es cien por cien postcavernícola, muy ajeno al ladrillo. Luego superamos nuevos controles de soldados indiferentes a nuestra raza. Quizá no hayan visto mucho más que sabana a lo largo de su vida pero sí lo suficiente para saber que hay cosas más preocupantes que el pigmento cuticular. Al menos una cosa más preocupante: la atrocidad.
Míster Vil y Yolanda se gastan alguna broma, se cuentan cualquier historia. A veces cierran los ojos y, simplemente, viajan. En el siguiente poblado, varios civiles charlan en el suelo con soldados a medio vestir. Paramos un momento que John aprovecha para fotografiar a la gente, es un tipo hiperactivo. El camión continúa.
En esta carretera hay leopardos en las copas de los árboles. Cazan de noche. Cazan antílopes, monos, hyrax, y suben las presas al árbol. Las ramas son su despensa.
—Os ha gustado la caña, ¿eh? —dice John—. La primera vez que yo la comí también fue en un camión.
Pakwach y su puente se perfilan en el llano. Una larga caravana de trailers espera a las puertas de la ciudad. Pakwach es la primera gran ciudad del Nilo Alberto.
En 1975 fue devastada por un incendio y periódicamente se realizan aclarados contra plagas que destruyen los cultivos y provocan enfermedades, como por ejemplo la plaga de las tsé tsé. Industrialmente, Pakwach y la zona oeste del Nilo son propicias para la diatomita usada en insecticidas, las fábricas cerveceras y las algodoneras. El lago Alberto se ha empezado a explorar como yacimiento petrolífero.
Nos instalamos en el hotel con billar donde el otro día encontramos al lector de la camisa rosa. Aquí también disponen las habitaciones en torno a un patio rectangular, es la fórmula nacional. En el patio charlan Humbert y Steven, dos periodistas de Radio Gulu, y otro reportero, Wad Ayo.
— ¿Habéis venido por la carretera de Karuma? —pregunta Humbert, blanco y holandés—. ¿Y no habéis visto un camión tumbado a pocos kilómetros del principio?
— Sí —digo—. En realidad he contado seis o siete camiones tumbados en total.
— Bueno, pero al primero lo saquearon ayer. Un pelotón de rebeldes lo atacó, robó todo lo que había y luego le prendió fuego.
Ayer.
— ¿A qué hora? — A las cuatro y pico.
Son las seis y media. A las cuatro y pico circulábamos por la carretera de Karuma. Dan ganas de hacer un par de cosas. De apretar los puños. De rechinar los dientes. De buscar a John y gritarle a centímetros de la cara. De momento despliego el mapa sobre el suelo del patio.
— Llegar aquí — dice Humbert poniendo el dedo en Moyo — es factible. Pero cuidado con pasar a Nimule. Ahí se vuelve a cruzar el río y empieza la vaguedad, nada es seguro.
En el patio, varias mujeres llenan un depósito con barreños de agua. Otra ha prendido la llama de una especie de calentador.
— Nosotros mañana viajamos a Nimule — añade Humbert—, pero después de que un grupo de zapadores haya peinado la pista. Nos escoltará un convoy militar, es una zona muy difícil. John irrumpe en el patio. Ha debido escuchar las últimas palabras porque se presenta diciendo que
— De todos modos, nosotros tenemos contactos, gente que nos va a facilitar el paso.
— ¿Pero has hablado con Kony?—, pregunta Humbert.
— Bueno, hemos tenido contactos.
— ¿Habéis visto a Kony? ¿Os ha asegurado algo?
— No exactamente, pero…
Humbert no responde por la boca. Basta mirar su cara. Steven sacude la cabeza. -Yo iría con mucho cuidado.
— Esa gente es muy peligrosa — insiste, subraya, repite Humbert—. Están desorganizados, en estampida, y nadie sabe lo que pueden hacer. La mayoría son Acholi, niños de entre ocho y doce años extirpados de su casa —eso ha dicho: “extirpados”—. Los militares asesinaron a sus familias y los reclutaron como armas potenciales, no tienen ideología, es tan solo un ejército bestial, pero por eso muy vulnerable cuando se le obliga a pensar. Kony lo sabe, claro, y nos ha concedido una entrevista. Nunca sale por medios de comunicación pero ahora quiere hablar. Atraviesa una situación complicada. Sudán le está retirando los apoyos.
— ¿Y más allá de la frontera con Sudán?—, pregunto.
— Uh. —Es aún más peligroso.
—¿Cuánto hace que trabajáis aquí?
Lo bastante para ser especialistas en la zona. Una chica cuelga la colada en el tendedero al final del patio.
— Yo de ti no lo haría-, dice Humbert”.

Solar


Solar; Ian McEwan; Anagrama; 352 pág.

Hay personas, objetos, ciudades, a las que el paso de los años sienta extrañamente bien. Algunas ya eran interesantes, o incluso atractivas, y el tiempo las ha matizado con una capa de algo vinculado a la elegancia o el saber estar o la sabiduría o la calma, algo que en cualquier caso las dota de un gancho aún más fascinante.
La literatura de Ian McEwan ha ido evolucionando así, de modo que Solar es una novela que a estas alturas le sienta muy bien a su autor. Una razón puede ser que Solar se cuente entre esos poquísimos libros que parecen escritos como el que no quiere la cosa, y a esto ayuda el refinado, a la vez que contundente, sentido del humor con el que el protagonista Michael Beard avanza entre asombrosos accidentes genitales, algún muerto, corrupción, indignidad y un casi apocalíptico análisis del mundo, ecológicamente hablando.
Como quien no quiere la cosa, Mc Ewan elige a un premio Nobel de física para desmantelar cualquier idea del mundo preconcebida, porque partiendo de situaciones más o menos cotidianas demuestra una vez tras otra tras otra tras otra lo sencillo que es que nada ocurra como esperas. Y que surjan confusiones que de tan monstruosas hasta pueden sonar divertidas. Y que una opción ante la impostura del mundo y la mala fe y la idiotez que se extienden tan campantes, es la burla sonriente.
Michael Beard es tan entrañable como mezquino, y ahí su gracia, enorme gracia, porque así somos todos. Tras estar en la cúspide del stablishment científico gracias al premio Nobel, ahora languidece y engorda apoltronado en las rentas de aquel triunfo ya remoto. La relación con su mujer prolonga el aire soso. Hasta que una serie de malentendidos y ¿desafortunados? azares le van a permitir recobrar su fama y renovar su prestigio... sin merecerlo demasiado, en realidad... y a costa de un hecho catastrófico. Pero, ¿cómo renunciar a la oportunidad? Digamos que Beard se deja llevar, como tantos, y la deriva le arrastrará hasta puertos de vario tipo, poco agradables al final. Bueno. Él lo encaja con parsimonia. Qué le vamos a hacer. El engaño forma parte del juego, pagar el pato también, y cuando el castigo remita, que no tardará en hacerlo, ya seguirá con su vida. Cono todo el mundo.
Y así va McEwan, describiendo la calma con la que engañamos y aceptamos la vergüenza sirviéndose de esta especie de antihéroe, un personaje antológico. En Solar se aporrean algunas posturas progresistas trasnochadas, se llama a los posmodernos “ideólogos con orejeras”, se afirma que  la igualdad de géneros es una quimera en cuanto que no es genéticamente posible y se mantienen diálogos de una actualidad polémica y estimulante, entre otras muchas cosas expuestas con la tranquilidad del veterano que las ha visto de muchos colores y no se corta a la hora de expresar sus opiniones. Como quien no quiere la cosa. Guantazo aquí, carcajada allá, un muerto ahora, un poema después, y la novela que crece y crece mostrándonos el mundo como es. Mostrando lo fácil y absurdo que es pasar de ser Nobel a proscrito, y cómo los mismos que te lapidaron cuando tocaba, superado un lapso de prudencial amnesia, son capaces de relanzarte al estrellato. Solar también habla de la voracidad impía de los tabloides, de su hambre de escándalo, de cómo los rumores pueden hundirte hoy y de que todo ese mundo público resulta tan falso que vale la pena reírse de él y seguir a la tuya. Y solo tuya. Al mundo, que le dén. 
McEwan, frase a frase, logra un libro de una fluidez envidiable que podría catalogarse como comedia de enredo de no ser tan dramática. Es tan interesante en la acción y en los pasajes puramente narrativos como en las ideas que desliza, y en este sentido señalar el hincapié que se hace en la necesidad de mejorar la salud del planeta, recurriendo por ejemplo a energías como la solar. De ahí el título. De ahí la teoría que cambiará el ritmo de vida de Beard.
Al final, uno desearía llegar a viejo con la soltura y el humor afiladísimo de este narrador asombroso que se mueve como nadie en el terreno de lo impensable pero factible. Y narrar historias como sin querer, pero llevando a la audiencia hasta el final, como hacía antes alguna gente reunida entorno a hogueras.  

LibrosyViajes: crítica de Sólo Para Gigantes



La aventura está servida, en un libro que mantiene desde el principio un vivo pulso narrativo y un tono poco habitual en la literatura de viajes: el del suspense.
Estamos aquí en el relato de una aventura real como la vida misma, a la que pone el guión –podría hacerse de ella una película- Gabi Martínez. Gabi es un escritor de éxito, premiado, autor de unos cuantos libros alabados por los críticos y bendecido por un montón de seguidores incondicionales. Que Alfaguara le haya hecho un hueco en su apreciada colección es un buen indicio.

Sólo para gigantes es un libro de investigación y, además, de acción. ¿Yqué investiga? Gabi Martínez investiga la vida de un personaje del que el lector seguramente no habá oído nunca hablar. Jordi Magraner, con un nombre tan catalán, era francés, al menos de adopción. Se crió, se educó y vivió en Francia la mayor parte de su vida. Y murió joven.

Rebelde, autodidacta, arrojado, movido por un espíritu científico –aunque no académico- se interesó por la biología que le fascinó desde niño y para la que tenía una singular predisposición. Apasionado, marcho al Himalaya y allí siguió la pista de la leyenda del ‘yeti’, convencido de que contenía elementos objetivos de realidad. Magraner no es que fuera un visionario, es que conocía la historia de descubrimientos en pleno siglo XX de especies animales nunca vistas por científicos y sabía que en la inmensa cordillera asiática podía perfectamente hallarse un homínido en vías de extinción, aislado y huidizo que sólo aparecería si se emprendía una búsqueda laboriosa y sistemática. Su empresa consistía en encontrar una aguja en un pajar.

La historia se corta con el asesinato de Jordi Magraner, afincado para sus estudios en un lugar remoto en Pakistán. Y tras caer en el olvido, emerge de la mano de Gabi Martínez que se siente fascinado por ella y por el personaje que la encarna.

Magraner, decidido, enérgico e intratable en muchos aspectos, proyecta su empresa con atención, establece contactos con Francia, crea sus bases de apoyo y deja mucha documentación. A través de todo ello, Gabi Martínez se abre camino. Va al encuentro de la familia que guarda cartas y documentos, se entrevista con personas que lo acompañaron en sus expediciones y busca hablar con personajes que descubre siguiendo el rastro de lo que le han contado o de lo que ha leído.

En términos cinematográficos el libro de Gabi Martínez es un docudrama. Levanta para el lector el escenario de los hechos y reconstruye en él al personaje que se perdió y a su vida de novela. Encuentra en Jordi Magraner a un hombre absolutamente excepcional, duro, a pesar de su juventud, inteligente, reservado, irascible hasta la crueldad, racional y de un saber casi enciclopédico en aquello que le interesa. Y puede rastrear su vida casi al detalle en sus andanzas en busca del esquivo yeti a través de las pistas que deja, Pero la reserva con que se mueve Magraner deja espacios oscuros que Gabi Martínez no acierta a iluminar.

Magraner es un extrajero en una región que fue idílica no hace tanto, y que vivió aislada. Los valles del Himalaya, fronterizos con Rusia, Pakistán, Afganistán, China, se habían mantenido sin cambios desde tiempos antiguos. Pero la intervención soviética primero en Afganistán y el auge de los talibanes después supuso cambios en la población y amenazas hasta hacía poco inéditas. El integrismo islamista hace de Magraner más extranjero todavía de lo que era, las operaciones de desestabilización pusieron en juego a los servicios secretos de occidente y del propio Pakistán y pusieron en su punto de mira a Magraner. Comunidades de etnias distintas que habían convivido durante siglos se vieron enfrentadas por sospechas mutuas y por una ola de intolerancia.

La muerte de Magraner recorre en segundo plano el libro de Gabi Martínez que termina con hipótesis sobre las que a día de hoy no es posible concluir. ¿Fue una acción concebida por los talibanes con apoyo de gentes que vivían próximas a él? Seguramente. La investigación oficial no prosperó y no parece que hubiera intención de que tocara fondo. La de Gabi Martínez, en cambio ha sido exhaustiva aunque ha dejado inconcluso el episodio de la muerte de Jordi Magraner sobre el que hay un muro de silencio.

Envuelta en este final de misterio la peripecia de Jordi Magraner despierta desde la primera página el interés del lector. Le descubre a un personaje fuera de lo corriente, le asoma a una aventura –la de buscar al yeti- que parece de ficción, y le transporta a un mundo, el de los valles del Himalaya con sus gentes, su compleja historia y su vida rigurosa, del que hay pocas noticias que vengan de personas establecidas en ellos y que las cuenten de primera mano.

Publicado en www.librosyviajes.blogspot.com