Clubes de Lectura


Hay libros que son arriesgados desde el título. Titular a tu obra Clubes de Lectura, aunque señale perfectamente el contenido a tratar, resulta de lo más temerario. En esas tres palabras hay una apariencia de formalidad y didactismo que de entrada casan mal con la aventura lectora. Además, la portada casi anuncia un texto academicista, una especie de lección. De todas formas, la idea Clubes de Lectura es tan amplia que también provoca una cierta curiosidad ver cómo habrá solucionado su autor, Óscar Carreño, la manera de explicarla.
Y cuando empiezas a leer puedes reprocharte fácilmente haber sido víctima de eso que al fin y al cabo tanto molesta: el prejuicio. Porque este libro es un bombón de creatividad que utiliza la experiencia adquirida después de muchos años leyendo y escuchando a lectores que hablan de sus lecturas. Una pieza casi delicada que ofrece no sólo un planteamiento ágil, divertido, original e interesante sino que por momentos es capaz, incluso, de emocionar.
Al fin y al cabo, es la emoción la que reúne a toda esa gente en bibliotecas, escuelas, salas o bares con el objetivo de contrastar impresiones sobre libros. Y en horarios no siempre fáciles. Carreño tiene bien claro que los Clubes son destilerías de emociones, de ahí que conceda importancia capital a la presentación que Jordi Cervera hizo de su Muerte en seis veinticinco, una novela negra para la que contó con el apoyo del ex jugador de baloncesto profesional Ferran Martínez y que concluyó con un lanzamiento a canasta desde la línea de 6,25 por parte del propio autor. Y encima, la metió.
En ese acierto, Carreño resume las ilusiones, expectativas y premios que puede concentrar una sencilla tarde de cháchara literaria bien conducida. Cómo una ficción puede proyectarse sobre un escenario real. Cómo se puede absorber la atención de unos lectores tan comprometidos con los protagonistas de cualquier novela que sean capaces de recrear en la realidad la excitación de la lectura y hacer que lo inventado suceda... “de verdad”.
La empatía que los chavales del público sintieron hacia Cervera en el instante del lanzamiento influyó con seguridad en su interés por la obra. Y, tomando como referente aquel día memorable, lo que Carreño hace en este libro sobre Clubes es proporcionar una suerte de experiencia que va más allá de la mera exposición. Escribe un texto que estimula desde su propia estructura inquieta, basculando de la forma narrativa clásica a las ilustraciones que sirven para aclarar un concepto; incluyendo fragmentos literales de novelas, microcapítulos resueltos con una o dos frases y arrebatos de cierto vanguardismo que resultan bien gráficos y por eso útiles para explicar ideas determinadas.
La forma del propio libro es así una invitación a la lectura, una propuesta. Que pivota siempre, eso sí, entorno a las figuras protagonistas de los Clubes: libro, lector y conductor. Pero ese atrevimiento formal no llegaría a ningún lado de no apoyarse en contenidos y conclusiones penetrantes realizadas desde una perspectiva que en realidad es de privilegio, porque realmente reúne a los principales factores del juego literario. Un juego que, para funcionar, exige honestidad.
Por eso que, además del homenaje que Carreño hace a varios autores que han significado algo distinto para él -Calvino, Cortázar, Bellow-; y además de recordar que fueron las bibliotecas públicas las que impulsaron el fenómenos de los clubes aquí; y de señalar cuánto puede ayudar un buen conductor a reinterpretar obras que en una primera lectura parecieron despreciables, además de todo eso -que es lo que más o menos se espera de un libro titulado así-, Carreño analiza los debates de los lectores de Club para extraer conclusiones valiosísimas desde un punto de vista, atención, prácticamente científico.
Un ejemplo estupendo: tras observar hacia dónde se orientan las conversaciones cuando el libro abordado en cualquier Club es un best seller o bien una “roca” literaria, Carreño concluye que: “Ante el comentario de libros del tipo best seller la dinámica de la sesión se aleja relativamente rápido del centro del texto para exteriorizarse en debates alrededor del género, en sus virtudes y defectos (...) Cuando se aborda en un club de lectura una de estas rocas literarias, rocas que se levantan para formar cimas de la literatura, observaremos un movimiento, una dinámica de las sesiones antagónica a la descrita anteriormente para los best seller. Ahora se traza un movimiento centrípeto que absorbe las corrientes del debate hacia el centro del texto”.
Magistral, ¿no? Quizás ese termómetro sea el idóneo para distinguir unas obras de otras, ahora que algunos insisten en confundir fronteras y Carlos Ruiz Zafón se atreve a preguntar qué tienen las novelas de Coetzee que no tengan las suyas. (Una respuesta objetiva sería, pues: Que las de Coetzee tienen lectores que terminan hablando de ellas, de las novelas).
Carreño vuelve a demostrar su carácter y sus fundamentos socioliterarios cuando por ejemplo critica a las campañas publicitarias que alientan el uso del préstamo bibliotecario para inflar unos números políticamente rentables, sin contemplar si esos libros prestados se llegaron a leer o no. A la vez que aplaude, como ya lo hiciera Rubén Darío, la creación de los clubes de lectura como una extensión democrática de aquellas charlas elitistamente artísticas que durante mucho tiempo estuvieron reservadas a la burguesía.
Sirviéndose de dos lectores que actúan como auténticos personajes, Carreño también plantea los valores de un buen conductor de Club, destaca las cualidades necesarias para integrar todas las opiniones de los cluberos manteniendo el ritmo y el interés de la charla, y termina destacando el valor de la comunidad física, tangible, que terminan formando los lectores. De hecho, Carreño toma claro partido por la intensidad y calidad de los clubes presenciales frente a los intercambios internautas. Y de nuevo basa su postura en la experiencia, presentando un caso paradigmático que desenmascara una de las fachadas de la posmodernidad, viniendo a sugerir que, pese al empuje de los e-readers y otros adelantos tecnológicos, el papel va a seguir manteniendo muy alto su poder de seducción.
Un logro enorme de este libro es que, cuando terminas, el título que te pareció arriesgado, ahora trae sugerencias. Otro triunfo es que después de leerlo sólo quieres leer más.

El país imaginado de Eduardo Berti


El país imaginado, Eduardo Berti, Impedimenta, 235, pág.

Hubo un tiempo en el que sublimar el amor romántico era más o menos natural entre los narradores. Además de los supersticiosos y los místicos, multitud de personas regidas por férreos códigos morales creían en espíritus integralmente puros y por eso dignos de adoración. Los siglos fueron matizando la perfección de los ídolos, a los que con los años se ha ido concediendo la posibilidad de desmandarse, al menos un poco, de modo que, hoy, incluso a los enamorados, fans y religiosos se les supone capaces de comprender que sus “amados” también tienen defectos.
Sabemos que no es así, que venerar a menudo implica ceguera y atontamiento, pero como la literatura del siglo XXI descree en general de lo perfecto y lo sublime, resulta muy difícil hallar historias con protagonistas tan pero tan enamoradas como la inventada por Eduardo Berti.
Esto quiere decir que El país imaginado era desde el origen un importante desafío, así como lo de ubicar la trama en la China de principios del siglo XX, si bien en este caso la fecha y el emplazamiento debían contribuir a hacer más creíbles las emociones de la protagonista, criada en un entorno donde la magia y lo angelical aún parecían posibles. Además, aquella China ofrecía un contrapunto delicado a la agresiva cultura occidental, convencida de haber superado ciertas mieles de artificio y por eso extremadamente dispuesta a burlarse de cualquier sentimiento sin mácula.
Berti cuenta la historia de una joven que se embelesa con la belleza de otra, Xiaomei, y cómo cultiva su fascinación y la protege y la silencia compartiéndola de manera sutil con la propia Xiaomei. Amor puro. Sin atisbos de deseo carnal, al menos no expresado, porque esta novela habla de cómo colma la compañía del ser amado. Sin más.
En un lector con demasiados años de corrupción en sus ojos (como yo) es inevitable imaginar que la narradora aspira a llevar al límite su pasión acostándose con Xiaomei pero Berti diluye estupendamente esta frontera, sin pronunciarse, permitiendo que cada uno piense lo que quiera.
Lo innegable es que la historia sirve para penetrar en un universo donde los matrimonios se pactan al margen del amor, revelando cómo los “condenados” especulan sobre las parejas que les tocaron y, por lo tanto, sobre sus destinos. Hay una aceptación cultural, una resignación extendida, que a su vez estimula las fantasías sobre otras vidas posibles, incluidas las de fantasmas. Así, se dialoga con muertos y hay vivos que desposan a cadáveres, realidades que aquí suenan muy excéntricas pero allá formaron otra parte de la vida a lo largo de siglos. Y de este modo se va imponiendo la evidencia de que todo es intercambiable, incluso la vida y la muerte, y de que estamos a merced de hilos muy finos que bien pocas veces se mueven de acuerdo con nuestra voluntad.
En ese contexto, la obsesión es una especie de refugio, un lugar propio donde las leyes del exterior se mantienen ahí afuera, incapaces de moderar nuestra incandescencia, nuestra pureza, quizás. Y desde este punto se plantea un mundo dividido entre los que creen y los que no. En fantasmas, en amor o en lo que sea: “Lo que a mí siempre me cautivó –dice la narradora- fue esa división tajante entre quienes creen en fantasmas y quienes no. Un término medio es o parece imposible, así como no existe alternativa entre estar vivo o muerto... salvo ser un fantasma, precisamente”.
El país imaginado es un libro delicado que regala un poso de vida sutil, avanzando entre supersticiones y obligaciones que a fin de cuentas terminarán señalando el absurdo de la cultura (que no es sino otro brazo en el que apoyarse para domeñar el desasosiego, resultando con frecuencia tan inválido como cualquier otro). Es un libro que, pareciendo dar poco, da lo suficiente. No impresiona, no entusiasma pero funciona como una suerte de arrullo. Está bien. Su mayor handicap –y mérito- es que realmente parece pertenecer a otro lugar y otro tiempo.
 

Victus, ¿propaganda política?


La voz, la voz... Qué bien elegida esa voz narradora que tanto está dando que hablar, básicamente porque hasta ahora Albert Sánchez Piñol había escrito en catalán y para Victus se decantó por el castellano.
Pero antes de comentar esa voz más allá de la lengua en la que se expresa, señalar la curiosidad de que dos de los novelistas barceloneses más interesantes de los últimos años optaran, a la edad de cuarentaytantos, por escribir historias ubicadas en el siglo XVIII y protagonizadas por individuos que se llaman Martín (uno) y Martí (el otro), ambos de modestos orígenes pero que gracias a su ingenio y creatividad sobreviven entre reyes, generales, obispos y otra gente poderosa haciendo gala de una elástica picardía que con frecuencia se resuelve en escenas de envidiable sentido del humor.
Uno de esos novelistas es, era, Francisco Casavella, quien en Lo que sé de los vampiros (Destino) actualizó el espíritu de Quijote y Sancho valiéndose de un buscavidas profesional y un caricaturista (Martín de Viloalle) cuyas tribulaciones por las cortes europeas impulsaban todo el tiempo a pensar en realidades mucho más cercanas y actuales hasta el punto de intuir que la obra de Casavella proponía un esquinado retrato de la sociedad sobre todo catalana, y una denuncia del clasismo dominante aquí, además de un homenaje a todos los que crean por placer e instinto olvidados de halagos, ovaciones o premios. La novela ganó el Nadal y aunque su repercusión fue más que discreta, esta obra se sitúa sin duda entre las más significativas de nuestra historia literaria reciente.
El otro escritor es, claro, Sánchez Piñol. Tras la imponente La pell freda, se esperaba casi con hambre su siguiente novela y quizá por eso Pandora al Congo, siendo bien amena, adolece de una tensión excesiva, de una exigencia del autor para consigo mismo, como si hubiera tratado de hacer la Gran Novela imponiéndose un rigor o unas cimas o a saber qué que terminó perjudicando el resultado final.

De todas formas, leída Victus, se antoja que ese proceso fue útil para sacudirse el peso de la fama y los qué-dirán, recuperando sensaciones de libertad anteriores al pelotazo que supuso La pell freda, si bien con un plus: el de la veteranía de lo vivido –que seguro que fue mucho-. Se diría que Sánchez Piñol se hizo aún más consciente de que había que restarle gravedad al mundo y contarlo sin todo ese maquillaje con el que a menudo se asocia a lo literario. Y allá fue. De un modo bastante extremo, además.
Por si fuera poco, enfrentando el episodio más crucial de la historia catalana, el asedio de trece meses al que fue sometida Barcelona hasta la derrota del 11 de septiembre de 1714, poniendo personas reales y material histórico verificable al servicio de su imaginación. De entrada, el narrador, Martí Zuviría, cae fatal. Este individuo -que existió de verdad, aunque su personalidad literaria sea obra del autor-, se expresa como un majadero, maltrata ignominiosamente a la austriaca que tiene a sueldo para que transcriba su biografía y no tarda en revelarse un traidor a casi cualquier causa que no sea la de salvar el pellejo y pasarlo bien, mostrándose capaz de saltarse convenciones en apariencia sacrosantas e incluso de dañar a otros sin sufrir especial arrepentimiento. Se presenta a un egoísta superdescreído con muy pocos tapujos.
Pero hay que tener en cuenta que el narrador es él mismo, Martí Zuviría. Él es quien descubre con detalle sus mezquindades, engaños, su embrutecimiento paulatino. Y es que, el Zuviría narrador es un nonagenario que se encuentra en un punto desde el que juzga su trayectoria sin rubores ni cortapisas morales. ¿Cómo llegó a moldear ese carácter tan implacable y rudo? Para eso hay que leer la novela. Aprendiz casi involuntario del mítico ingeniero militar Sebastien Bauvan, Martí se convierte desde bien joven en uno de los escasos expertos mundiales en el arte de defender y expugnar fortalezas. Esta habilidad le permite codearse con generales, aristócratas y gobernantes de postín de varios ejércitos (porque no tiene inconveniente en cambiar de bando según sople el viento, y como sus servicios son codiciados...). Es tan oportunista y su moral tan laxa que sus reacciones sorprenden con frecuencia por lo zafio o improcedente o inesperado, y en numerosas ocasiones da pie a situaciones entre estrambóticas y caricaturescas que son divertidas incluso en la crueldad.
El maestrazgo de Vauban le hace amar, eso sí, el arte de la guerra, y a él se entrega, a la belleza de las Trincheras de Ataque y de los muros defensivos. Por eso, pronto revela un vocabulario mucho más rico y amplio y técnico e ilustrado de lo que al principio podía esperarse, aunque la educación no le priva de los continuos sarcasmos deslenguados, conduciendo la narración por unas claves coloquiales que le dan un aire muy mundano, a la vez que muy honesto porque está claro que quien habla lo hace desde la mayor sinceridad. Algunos críticos han visto en esta voz una especie de facilidad o de falta de tensión, llegando a preguntarse si un libro así podía considerarse literatura. La respuesta se encuentra en las propias páginas de Victus, donde Martí debate con un colega madrileño sobre “la razón de ser literato”. Según su interlocutor, esta razón es “transmitir altos pensamientos y hacerlo con un estilo que eleve el idioma. Ahí tienes la alternativa: páginas llenas de garrotazos y cuchufletas. ¿Es a eso a lo que debe dedicarse el arte en forma escrita?”. Es decir, que Sánchez Piñol sabía muy bien lo que hacía eligiendo al procaz Martí Zuviría, por supuesto que intuía por dónde iban a salirle algunos críticos, y pese a ellos, y pese a los que abominan de que Martí hable en español, toma la determinación de seguir este camino. Y este par de decisiones (el tono y la lengua) son tan necesarias para el libro que casi no deberíamos hablar de valentía sino de inexorabilidad. Sánchez Piñol ha logrado la libertad de espíritu suficiente para situarse más allá del runrún público y, así, decidir lo mejor para la obra al margen de políticos y esteticienes.
Al contrario de su Pandora al Congo, Victus posee una verdad intrínseca, una convencida soltura que, sumada a la innegable inventiva del catalán, la eleva a un lugar mucho más alto y hermoso.
Y ahora, al meollo: ¿por qué es esta voz tan adecuada para la historia? Porque el narrador es alguien que habiendo intimado y trabajado con españoles, franceses y catalanes, ha asistido a cómo todo este juego de banderas se hacía siempre desde arriba, desde unas tribunas confortables donde los acomodados disponían a su antojo de miles de ciudadanos con tal de mantener sus privilegios. Y el ejemplo más vil y doloroso de esto lo dan los propios catalanes bienestantes –los “felpudos rojos”-, quienes hasta el final intentan desvincularse de la voluntad –suicida, todo hay que decirlo- de un pueblo que por fin ha encontrado algo en lo que creer: la defensa de Barcelona. En los momentos más críticos, vemos a los felpudos rojos maniobrando en contra de los intereses de Barcelona, al fin y al cabo saben que si hacen lo que deben –entregar la ciudad-, sus pudientes enemigos franceses y españoles velarán por que sus vidas continúen siendo igual de onerosas.
¿Qué más da, así, una derrota?
De ahí que asistamos a episodios incomprensibles hasta encender la sangre, como la retirada de Mataró ordenada por un político con demasiados intereses, cuando de haber ejecutado un ataque sorpresa a la ciudad, la suerte del asedio podía haber cambiado. La cuestión es que el orgullo de los barceloneses que siempre se sintieron fuera de las decisiones y las tierras que ellos mismos trabajaban, y el deseo de reivindicar algo propio por fin, arrastra a muchos felpudos rojos que, abrumados por la voluntad popular, hallan un último reducto de dignidad –¿o quizás su genuino pálpito sea el del miedo a la ciudadanía ofuscada?- que les obliga a participar en la defensa. Aquí, el mito de Casanovas se tumba porque queda retratado como un felpudo ejemplar.
Y como Martí Zuviría es testigo directo de los sinsentidos y las intrigas encadenadas que van hundiendo a Barcelona en el hoyo definitivo, como a lo largo de su vida va a presenciar la muerte, el martirio, la injusticia y el abuso en primera fila, como se va a enamorar y a formar una especie de familia compuesta por auténticos marginales –una de las familias más exóticas desde El hombre que se enamoró de la luna de Tom Spanbauer-, se va a descubrir capaz de actuar pensando en alguien más que en si mismo. Martí, como muchos otros, no va a luchar en Barcelona por él ni por una bandera, sino por amor y un sentido de la justicia, admirando a quien acabará liderando la carga final de los sitiados: Villarroel, un general que pese a haber hecho carrera en España allí no fue considerado de los suyos, entre otras cosas por haber nacido en Barcelona, mientras que los catalanes lo trataron igualmente de forastero.
Así, tenemos a dos defensores de Barcelona principales tocados profundamente por lo español pero que, ante todo, toman partido por unas personas hartas de ser pisoteadas por unos y otros y que están dispuestas a morir para que no las pisoteen más. Toman partido por los Vencidos (Victus) auténticos. Será para encajar una última derrota, sí, pero al menos llegará vestida de épica. Y por eso, después de alcanzar semejante cumbre y haber sobrevivido, el viejísimo Martí se siente con la licencia de llamar al mundo por su nombre recordándonos con su desagradable honestidad que las cosas también son así, y que hay quien las cuenta tan procazmente como él, pero que justo son esos narradores los que defienden ciudades con sus cuerpos y que, por si fuera poco, también saben transmitir magníficamente sus historias aunque las carguen con tacos y reniegos, ofreciendo verdades enormes inspiradas por la experiencia, verdades tan abrumadoras y lúcidas que acaban por imponerse –y por mucho- a la “fealdad” de ciertas palabras. Por eso, la voz de Martí es probablemente la mejor que Victus podía tener. Victus significa Vencidos, ya se ha dicho. Y ese título reivindica el orgullo de perder, la honorabilidad del enano, la puta y los miqueletes, mucho más clara, eso sí, que la de los felpudos rojos y negros, que también pierden, pero después de tretas tan arteras que su honor se pone pero que muy en entredicho.
De cualquier modo, el martirio parece conceder una gloria que borra las cabronadas que se cometieron en vida y la derrota de 1714 terminó por envolver a todos como si todos fueran iguales. Por eso, hay que agradecer a Sánchez Piñol los matices de esa derrota. Perder así es honorable, de acuerdo, pero aquí no se habla solo de política como algunos –por ejemplo Miquel Calzada, comisionado por la Generalitat para organizar los actos del 300 aniversario del 11 de septiembre - insisten en señalar abismándose en un ridículo peligroso al afirmar que “si la editorial sabe utilizar este libro, puede convertirse en un instrumento propagandístico impresionante” mientras al lado suyo, el autor habla de Tolstoi y recuerda recuerda recuerda que muchos felpudos rojos catalanes cometieron actos prácticamente de traición.
Un pero a la novela es la concatenación de situaciones extraordinarias, en ocasiones tan continuas que restan un punto de credibilidad al relato. Y las contradicciones, que a veces también aparecen en cadena. Que emerjan las contradicciones de manera natural es una de las grandes virtudes de un buen novelista. La idea es mostrar lo volubles que somos y lo expuestos que estamos a una realidad caprichosa que puede modificar nuestras posiciones de un minuto al siguiente. Vale. Por eso, por Victus desfilan numerosos personajes que van cambiando la postura, las ideas, de manera llamativa y sugerente. Pero el hecho de que esto ocurra de un modo tan sistemático denota una cierta obsesión del autor, digamos que se le ve a él empeñado en el asunto, y aunque nunca dejan de interesar los bandazos que puede dar un ser humano, en algún tramo la paradoja parece más una táctica recurrente que una necesidad del texto.
Otro pero son las páginas finales, donde el melodrama se dispara a lo Hollywood creando una cierta distorsión respecto al resto del libro, si bien la molestia no abruma y el último remate está logrado.
En este libro, Albert Sánchez Piñol se ha despeinado a voluntad, como esos cantautores que sudan y gritan y llevan el pelo a la babalá pero cuando cantan, a veces también a gritos y hasta desafinando, descubres que su desaliño no es que no te importe sino que, de no presentarse así, esas extrañamente conmovedoras, necesarias canciones, no existirían.
Con esto quiero decir que Sánchez Piñol ha escrito un libro que sonará a lo largo de los años, y que muchas gracias de parte de este lector.

En la Barrera



El próximo lunes 12 de noviembre llegará a las librerías En la Barrera (Altaïr). Para escribirlo viajé por la Gran Barrera de Coral australiana, aunque en el libro no hablo sólo de ella. De hecho, en esas páginas hablan bastantes personas, vivas y muertas, de bastantes cosas. Teniendo en cuenta que la superficie visible de los arrecifes son cúmulos de corales vivos soportados por montañas invertidas de antepasados (muertos) que se extienden bajo el agua, creí que era oportuno mezclar las voces de unos y otros denotando que ambos forman –formamos- parte de un mismo cuerpo que viaja a través del tiempo.
Si la temperatura del planeta aumenta un par de grados, la mayor parte de la Gran Barrera perecerá, y como los corales al morir se vuelven blancos, tendremos una extensión de más de dos mil kilómetros de ese fúnebre color.
Los científicos dicen que Australia es el gran laboratorio del planeta, donde se anuncian los cambios socioclimáticos que afectarán a la Tierra. Si esto es así, la cosa pinta fea. De todos modos, Australia está reaccionando. Lo feo y la reacción forman parte de este libro en el que me he sentido con una libertad nueva y del que estoy enormemente satisfecho, la verdad. Todo empezó en el Aquarium de Barcelona, cuando mi hijo de dos años se detuvo ante una pecera donde se alertaba sobre el estado de la Barrera. Me hice varias preguntas y una de ellas fue qué mundo le quedaría a él después de mí. De modo que viajé y escribí mirando, esta vez sin duda, al futuro. Esto es un pequeño avance de opiniones que encontraréis en una obra que aunque a bote pronto pueda parecer otra cosa es intrínsecamente literaria:


Bill Bryson, escritor: “Nadie se pone de acuerdo sobre dónde empieza y dónde acaba la Gran Barrera de Coral. Es el equivalente oceánico a la selva amazónica. El ser vivo más grande de la Tierra, el único visible desde la Luna”.

Josep García, biólogo: “Las plagas está azotando fuerte en los últimos tiempos y se inventan fórmulas de lo más raras para combatirlas: hay safaris nocturnos para turistas que vienen a matar canguros. Encienden los focos de los todoterreno para deslumbrarlos y venga, a matar”.

Charles Darwin, biólogo: “La competencia no cesará hasta que alcancemos los límites extremos de la vida en las regiones árticas o en las orillas de un desierto absoluto”.

Frances Ashcroft, fisióloga: “Vivimos en un mundo de agua y la mayor parte de nuestro conocimiento está confinado en conchas situadas en profundidades al filo de continentes”.

Josep García, biólogo: “Por muy preparado que vayas, no sabes dónde estás hasta que no te enfrentas a esa inmensidad. En Australia, el espacio es otra cosa, tiene unas medidas distintas, todo se magnifica. En cuanto a los animales... buf, es un no parar. Lo curioso es que cuesta localizarlos, sabes que se ocultan cerca pero no los ves... y sin embargo no tienes sensación de peligro. Me acuerdo de que cuando al fin empecé a explorar sobre el terreno, veía pasar un animal desconocido, lo buscaba en la guía y entonces pasaban cinco más. Así varias veces, hasta que dije: mira, cierra la guía y a disfrutar”.

Anna Baldellou, submarinista: “Vivir en el barco era estar en el paraíso. Me levantaba a las cinco de la mañana y pasaba todo el día en el agua. Nadé cerca de tiburones, una ilusión que tenía, y no me defraudó. Conocí a un chico increíble, no había visto a nadie tan feliz como él. Tenía tan pocos problemas que me costaba entenderlo hasta el punto de preguntarme si sería yo la que veía problemas donde no había. Me recuerdo con un collar de corales que siempre llevaba puesto”.

Jane Wooldberg, técnica en aparatos de aire acondicionado: “Lo del cambio climático no nos afecta. En Queensland tenemos agua, ríos limpios... A la gente le gusta hablar pero parece que no tenga ojos para ver la realidad, este cielo. Además, ¿sabe lo que supondría cambiar las mecánicas de producción? ¿Quién va a dejar en el paro a gente que montó su negocio de forma legal cuando nadie hablaba de ecología? ¿Cómo se justificaría eso?”.

John Berger, crítico de arte, pintor y escritor: “Hoy, en el Oeste, cuando la cultura del capitalismo ha abandonado todas sus pretensiones como tal cultura y se limita a ser simplemente una “práctica inmediata”, la fuerza del tiempo se representa en forma de un supremo aniquilador a quien nadie osa oponerse. El planeta Tierra y el universo se están agotando. El desorden aumenta con cada unidad de tiempo que pasa”.
Paul Marshall, miembro de la Australian Coral Reef Society (ACRS): “Desde el verano austral 2001-2002 nos dimos cuenta, después de sobrevolar 640 de los 2 900 arrecifes que forman la Gran Barrera y de habernos sumergido en 27 sitios, que cerca del 95 por ciento de los corales del Parque había emblanquecido”.
Edward O. Wilson, sociobiólogo: “La superficie de la Gran Barrera de Coral, el yacimiento más grande y más protegido del mundo, se redujo a la mitad entre los años 1960 y 2000. En conjunto, un quince por ciento de los arrecifes de coral del planeta han desaparecido o se han degradado de manera irreversible, y una tercera parte podría desaparecer durante los próximos treinta años si continúa la actual tendencia a la baja. Se calcula que el actual ritmo de extinción es unas cien veces superior al que había antes que los humanos aparecieran sobre la Tierra, y se cree que aumentará unas mil veces o más durante las próximas décadas. Somos el meteorito gigante de nuestros tiempos y hemos iniciado el sexto cataclismo de la historia fanerozoica. Si esta pérdida permanente no remite, pronto llegará la era eremozoica: la era de la soledad”.

Mark Carwardine, zoólogo: “La gran mayoría de las extinciones se ha producido en los últimos trescientos años. Y de las ocurridas en los últimos trescientos años, la mayor parte corresponde a los últimos cincuenta años. Y de las ocurridas en los últimos cincuenta años, casi todas han tenido lugar en los últimos diez años. Lo más pavoroso es ese índice de aceleración. Cada año echamos fuera del planeta más de mil especies diferentes de animales y plantas”.

Yasutaka Tsutsui, escritor: “Creo que el cambio climático es uno de los motivos por los que se extinguirá la humanidad. Por eso mismo he pensado en escribir algo sobre ese futuro que nos espera”.

Alan Howe, editor: “En Queensland están como una cabra. Están locos de atar. Más locos que todo un rebaño. Te gustará”.

En Madrid, la presentación será el 11 de diciembre en la librería La Central de Callao a las 19:30h. Correrá a cargo de Manuel Borja-Villel y Albert Padrol.
En Barcelona, será el 13 de diciembre en el Forum Altaïr a las 19:30h. Presentará Jacinto Antón.

Stone Arabia de Dana Spiotta


Hablar de la vida normal con normalidad embaucadora es una de las aspiraciones, creo, de un gran número de novelistas, a la vez que un coto reservado a los mejores. Y a ese podio se aúpa a partir de ya a Dana Spiotta, quien con Stone Arabia (Blackie Books) se revela como la pareja (literaria) perfecta de Jonathan Franzen. Sus libros podrían convivir, formar matrimonio. Se entienden, comparten frecuencias y una forma de mirar a la familia y su entorno inmediato que radiografía a la sociedad occidental tan esencialmente que lo difícil es no identificarse –no importa que sea de manera desigual- con casi cualquiera de sus personajes. Spiotta retrata nuestra cotidianeidad urbanita de un modo tan cercano que por momentos me ha parecido que vivía conmigo –o que era yo-. Aunque lo que contaba era la vida de su hermano Nik... y la de ella.

Stone Arabia está narrada por Denise, mujer sin atributos destacables que se conforma más o menos con lo que la vida le va dando y admira a un hermano que en su día logró ciertos triunfos musicales pero que desde hace varios años ha optado por mantenerse al margen de la opinión de los demás, construyendo sus propias críticas y noticias –es decir, escribiéndolas él mismo en una colección de Crónicas que sólo deja leer a sus más allegados- y evolucionando musicalmente en una línea tan personal que expulsa hasta a la mayoría de sus antiguos fans. Sin importarle. El solipsismo de Nik, su indiferencia al qué dirán y su devoción irremediable por el hecho de crear y el consumo de drogas, son realidades asumidas por una Denise que conoce mejor que nadie a Nik y aun así él a menudo la sorprende. También con sus melodías y las letras de unas canciones en las que ella se reconoce y reconoce el mundo por más que otros hablen de sinsentidos.
Observándole, apoyándole, Denise se pregunta por la razón de las adicciones percibiendo que ella misma necesita necesita necesita una constante conexión con la burbuja exterior: navegar por internet, recibir llamadas, el impacto de las noticias e imágenes que se cuelan por todas partes, abrumándola, desconsolándola, pero haciendo que se identifique con personas a las que no conoce mientras busca respuestas o sabiduría o a saber qué mediante esas experiencias “distantes”.
La destreza de Spiotta para agrupar sentimientos y sensaciones y expresarlos todos del modo más reveladoramente simple es atípica y mayúscula. Posee el don de la facilidad para abrazar el día a día incluso en sus detalles más nimios, iluminando muchos de esos rincones y momentos cotidianos de apariencia trivial pero que en su mano adquieren un valor, un significado. Nos recuerda cómo nos influyen esas letras pequeñas, esos impactos de luz, esos sonidos de fondo, y cómo nuestro carácter también se forja con ellos, a la vez que expresa magistralmente esa sensación de “asfixiar lentamente el tiempo” que se apodera de tantos de nosotros cuado caemos en las redes de unas pantallas que nos colman de un aparente todo que es casi nada.
El afán por almacenar recuerdos tiene en Denise otra espoleta: comprende que envejece, su madre ha empezado a olvidar cosas y ella, aunque en menor grado, también. Y como no quiere que lo mejor –y tampoco lo peor- de la vida se borre de su memoria para siempre, y aunque ni siquiera sepa distinguir cuál es el regalo escondido, no deja de buscar historias que la emocionen y la hagan sentir y la vinculen a todo esto, a los demás.
La actualidad vertiginosa que a veces se disparata está enterrando los jóvenes años locos en los que el futuro no existía, y al tratar de preservarlos, Denise pasea por la escena punk y pop del Los Ángeles de los 80, adentrándose desde allí en las interioridades psicológicas de su hermano artista de un modo que puede recordar a algunos pasajes del Houellebecq de El mapa y el territorio, si bien se extiende hiperbólicamente al detallar el mundo creativo de Nik dedicando demasiadas páginas a enumeraciomes de grupos y tipos de música y elucubraciones discográficas que expulsan un poco de la lectura a los no iniciados semiimpacientes. Es cierto que con esto la autora desea dar volumen a la obsesión de Nik pero al recrearse en ello rompe con cierto estrépito su melodía –en realidad, como haría el propio Nik-, alejándola como mínimo –aunque sólo por momentos- de gustos más populares.
Hay en esta novela un fraseo y una naturalidad que en ocasiones también me hizo pensar en Los descendientes, una de las películas de más impactante delicadeza de los últimos años, quizá por ser –o parecer ser- tan involuntariamente intensa como la vida misma. Como cierre, ahí va un diálogo entre Ada y Nik:
“Ada: ¿Y a quién te diriges en esa canción? ¿Al mundo? ¿A ti mismo? ¿A tu hermana?
Nik: A mí solo me interesa que rime”.