Los privilegios de Jonathan Dee


Los privilegios; Jonathan Dee; Anagrama; 326 pág.



Llegan Los privilegios con cierta pompa y adjetivos estimulantes de autores tan buenos como Richard Ford o Jonathan Franzen, que además no suelen fingir a la hora de aplaudir algo. Guardianes de su crédito más allá de los textos que escriben, F&F consolidan así su fama de garantes de la literatura de primera “presentando” a un Jonathan Dee que con este libro ingresa en el club de los mejores diseccionadores de la familia USA contemporánea.

Dee divide en cuatro momentos la evolución de una pareja un poco precoz en todo y tocada por la facilidad del dinero. Cuatro instantes en la vida de un matrimonio con notables ambiciones, don de gentes, auténtico amor mutuo y envidiable destreza para acumular dinero. Lo más parecido a la pareja perfecta moderna que se haya escrito últimamente, si bien escrutándola desde el interior con una penetración que permite entender y casi compartir algunas motivaciones políticamente muy incorrectas pero que explican cómo engañar al sistema y por qué unos acumulan millones de dólares y otros no.

La historia empieza en la boda de Cynthia y Adam, jovencísimos veintañeros que se convierten en los primeros en casarse de su grupo de amigos. La fiesta derrocha el afán trangresor de la mayoría de invitados jóvenes, acentuado por el ineludible sentimiento de que ese día todos, no sólo los novios, están dando EL PASO hacia ese cambio decisivo del que tanto habían escuchado hablar. En el futuro, hasta podrán situar en un lugar y momento concreto la fecha en la que todo, de alguna forma, empezó a ser diferente.

En el siguiente acto, Adam y Cynthia ya son padres. Poseedores de una considerable fortuna gracias a las habilidades inversoras de Adam y al sostén que supone el segundo marido de la madre de Cynthia, desean sin embargo llegar aún más arriba. Aspiran a lograr un estatus y unos ingresos que les permita desentenderse de cualquier cálculo futuro y garantizar para siempre la comodidad de los suyos. Se trata de una pareja feliz, lo bastante simpática, movida por sentimientos bondadosos que se evidencian desde donaciones a organismos benéficos a su trato con amigos y vecinos. Su fe, eso sí, pivota entorno al dinero, y por eso cuando su hijo Jonas les pregunte por su pasado, cuando Jonas desee saber de dónde viene su familia, quiénes son, los padres descubrirán que no tienen mucha idea. Entonces, el niño intentará crearse una tradición propia practicando sus propias ceremonias para así ir creando, al menos, un pasado. Por eso, el Jonas adolescente se atrincherará en las viejas músicas convencido de que las actuales no pueden rivalizar con aquellas virguerías, e instalado en esas ideas se va a cuestionar profundamente hasta qué punto el dinero puede mejorar el mundo, y de algún modo va a desdeñar ese universo de enormes facilidades, de privilegios, en el que vive.

Adam y Cynthia representan de manera radical -que no malévola- las últimas ambiciones del hombre y la mujer arquetípicos del siglo XXI. Él, preocupado por juntar un dinero que dé cada vez más sosiego al núcleo familiar -con la particularidad de que su listón del sosiego está muy muy alto- y enrrabietado con un sistema que permite que algunos ultrarricos campen a sus anchas semiolvidados de la cantidad de millones que manejan. Ultrarricos que desde luego no son más listos que él. Y se lo va a demostrar. Como se demostrará a sí mismo que puede conseguir lo que desee, mujeres también, cuando le plazca. Adam hace de su vida un reto constante aunque, contra lo que pueda parecer, se rige por un estrictísimo código moral que no es difícil de asimilar e incluso, como se dijo antes, compartir. Incluso su mafiosa relación con Devon -un espabilado pimpollo marginal- emitirá ondas de empatía a cualquier revolucionario, y en según qué episodios puede hacer pensar en el tándem protagonista de la memorable serie televisiva Breaking bad.

Por otro lado, Cynthia es una madre atenta a sus hijos, obsesionada con la edad, y que mantiene una relación complicada con su hermanastra y aquella parte de la familia. A diferencia de su marido, a Cynthia no se le da tan bien olvidar avanzando con la mirada fija en el futuro, y por eso a veces sufre bajones algo acusados. Pero sabe cómo enfrentarlos.

Lo mejor de Cynthia y Adam es su vínculo de acero, realmente ejemplar si obedecemos a lo que nos han dicho que debería ser una pareja. Ambos se necesitan y se apoyan con toda la fuerza del amor y los intereses comunes. Cuando sepan que su hija April se está drogando, sabrán contemporizar, se revelarán educadores considerablemente hábiles... sin detenerse a valorar demasiado la carga con la que sus hijos están encajando esa vida tan estupenda que en apariencia les están regalando.

Los dos "momentos" finales aluden a las distintas dificultades que el matrimonio y sus hijos ya adultos deberán superar. Dificultades como la posible bancarrota o la muerte. Dee ahonda en los distintos intereses de padres e hijos centrándose al final en cómo reaccionan los chicos a las comodidades que les rodean, en cómo pugnan por buscar su propia salida, y en si lo consiguen o no. El lector deberá decidir hasta qué punto entiende, asume, desprecia, envidia... esta forma de vivir. Toda una invitación.

La naturalidad con la que fluye la historia es fascinante. Es cierto que “pasan” más cosas que por ejemplo en el Stoner de John Williams, pero Los privilegios comparte con esa obra la sensación de sereno discurso que fluye sin afectaciones ni espectáculo, simplemente arraigado en ideas poderosas expresadas en párrafos donde cada palabra, cada idea, afecta y aporta.

A menudo, Dee no responde a las preguntas formuladas sino que pasa directo a mostrar la consecuencia. Los saltos temporales que trasladan de un período vital a otro son el paradigma de esa técnica aplicada con frecuencia a una escala más pequeña y que es uno de los muchos “trucos” que tiene Dee para contar mucho con poco... y sin necesidad de poesía.

Estamos ante un narrador impecable que carga cada página de sentidos tranquilamente decisivos. Un narrador que ha contado la facilidad de tener dinero desde dentro y sin más dramas que los cotidianos, ofreciendo así un punto de vista sobre la gente rica que en los tiempos que corren alguien podría hasta calificar de reaccionario pero que por muchos motivos provoca, ante todo, un profundo y admirado respeto, y el agradecimiento consecuente a las grandes obras: el de creer que hoy conocemos algo mejor a otras personas.

Tesson y otros asombrosos viajeros


La vida simple; Silvayn Tesson; Alfaguara; 228 pág.


“La inmovilidad me dio lo que ya no me daba el viaje”, escribe al principio de este libro Sylvain Tesson, parisino que ya había recorrido el mundo entero en bicicleta, las estepas de Asia central a caballo o el Himalaya a pie... Así que para contrarrestar la saturación de movimiento decidió retirarse medio año a una cabaña siberiana y contemplar su propia reacción, que relataría en el diario del que ha resultado La vida simple.

El de Tesson fue un retiro amortiguado por la comodidad del siglo XXI. Lo hizo en una cabaña que fue refugio de geólogo en los ochenta y que el “investigador” civilizó aún más con un saco adecuado para dormir a menos de cuarenta bajo cero, una alfombra de fieltro, GPS... y sesenta libros muy bien escogidos entre los cuales, por cierto, no había ni uno solo de autores en lengua española (y sobre esto se hablará un poco más adelante).

Las condiciones del XXI, siendo duras, no son tan exigentes como las de anteriores eremitas y quizá sea por eso que la pompa con la que el autor va anunciando el desafío que va a acometer, que está acometiendo, se haga un poco indigesta al principio. Conocer hazañas de individuos que se expusieron a los elementos (y la soledad) con muchos menos medios y a menudo sin la intención siquiera de divulgar su hito, hace que la marcha marcial llena de trompetas y tambores con la que en las primeras páginas se hace acompañar Tesson desprenda un cierto aire de arrogancia casi antipática. También puede ser que en ese período, Tesson necesitara darse ánimos porque si no se los daba él, quién lo iba a hacer...y la forma de convencerse de que su prueba valía la pena fue elevarla a algún lugar magnífico emparentado con la leyenda. Por eso, el sobado recurso de las maravillas del bosque y la valentía que reclama la vida salvaje amenaza en el arranque con hacerse incluso desagradable por lo que tiene de utopía recurrente, aún más en la boca de alguien que parece mirar por encima del hombro a los que no emprenden retos tan estupendos.

El caso es que todo cambia cuando después de más o menos situarse en la cabaña, en la página 41, Tesson reconoce que “el eremitismo es un elitisimo”. Acepta que la vida en los bosques no es una solución a nada en el mundo que superpoblamos peligrosamente. Y ahí, yo al menos, me reconcilié con él. Se diría que él mismo se sacude la etiqueta de “special one” y, asumiendo su cierto esnobismo, comienza a encadenar frases, razonamientos, diálogos, que realmente añaden algo de verdad atractivo a los comentarios vertidos por otros “pensadores” de lo natural.

Tesson cortará leña con eficacia, comerá lo que ha pescado, hará su propio fuego, se embobará mirando nieve, un pájaro, la nada... y a través de su experiencia te hará pensar en la tierra con una cercanía inusual y, por eso, conmovedora.

Los días, además, van aportando reflexiones cada vez más agudas y nacidas de algún lugar hondo y entrañable que habrían sido imposibles de no enfrentar este “experimento”: “La soledad: lo que se pierden los otros por no estar junto al que la experimenta”.

Rousseau y la idea de aislamiento son dos constantes, dos apoyos de Tesson, quien demuestra que la literatura se afila mejor en soledad. De hecho, se recrea en esta idea, la de soledad, le busca nuevos ángulos, explora el estímulo que supone, y poco a poco se va realzando la figura de este aventurero admirador de Walt Whitman aunque bien crítico con los “sermones de contable calvinista” que daba, según él, Henry David Thoreau.

En La vida simple, Tesson propone algunas formas de cómo vivir sin casi nada -ni siquiera personas-, a veces con un lirismo tonificante nacido de la pausa y el deseo de diversión, y de la cantidad de tiempo para imaginar e ir moldeando ideas, como por ejemplo la de la mejor alternativa actual para la revolución: “El ermitaño no pide ni da nada al Estado. Se hunde en los bosques, y de ellos saca su subsistencia. Su retiro constituye un lucro cesante para el gobierno. Llegar a ser un lucro cesante debería constituir el objetivo de los revolucionarios”.

Y, jefe de su revolución, mientras intenta retocar un poco más la imagen del ermitaño que aún cultivamos, Tesson se va dejando ir con elucubraciones algo paranoicas o repitiendo cosas que ya había registrado en su diario y a las que vuelve y vuelve y vuelve o soltando frivolidades que pueden causar desde empatía a rechazo. Porque el diario refleja cómo la cabaña va sacudiendo su cabeza, cómo a veces se obliga a seguir hablando, cómo reconoce el juego en el que él mismo se ha enfrascado, un juego que adorna sin tapujos con frases ingeniosas, extrañas, espectaculares y que en cualquier caso nos permite ser testigos de los vaivenes emocionales de alguien que lamenta la incapacidad de los ermitaños modernos para ser pioneros.

La vida simple es un libro desigual lleno de hallazgos, una idea rutilante aquí, un momento de acción pura allá, en el que puedes sentirte compartiendo un espacio imponente e inspirador con el hombre que lo habitó durante una buena temporada. Y eso, diría, es un logro.



*Terminé de leer este libro justo antes de desplazarme a Saint-Malo para asistir al festival Étonnants voyageurs, un regalo para cualquier que aprecie la literatura de viajes o aventura. Allí fue posible disfrutar de una mesa redonda compuesta por David Vann, Pete Fromm, Jim Fergus y Lance Weller, reunidos bajo el título “Escritores de la Naturaleza y los grandes espacios”. Fromm, autor de la emblemática Indian Creek, habló de cuando le enviaron a vigilar montañas y se quedó aislado siete meses, pescando salmones, cuidando el bosque. Sobre eso, no ha escrito nada. “Solo aprendí a amar ese lugar, a estar allí”, resumió.

Sí ha escrito una novela sobre el aislamiento de una familia en un medio hostil, y asegura que “la forma y la textura del paisaje da la forma de las relaciones”. Sus compañeros de mesa compartían en general la afirmación. Jim Fergus miró al pasado, como el protagonista de una de sus novelas, para recordar con una sonrisa a “aquel joven new age lleno de sueños románticos sobre la naturaleza que yo mismo era. Ese joven que fue descubriendo que el romanticismo de la naturaleza es una idea más bien idiota, sobre todo teniendo en cuenta que el paisaje es como una persona, capaz de lo que es capaz una persona, así que te puedes esperar cualquier cosa de él”. “Son los sueños de los hombres los que hacen sufrir”, remató David Vann, que al igual el resto de sus compañeros de mesa, vive en un lugar alejado muchos kilómetros del vecino más cercano.

La charla me dejó dándole vueltas a la idea de soledad, y me pregunté qué soledad es ésa que te lleva a buscar interlocutores todo el tiempo, cuando escribes. ¿Eso es soledad? ¿Ese diálogo constante? Una soledad que es enunciada con el propósito de acabar con ella, porque esperas que alguien siga tu idea... y, de algún modo, te la compre. Ensalzas la soledad para compartirla, y así la aniquilas. Imaginé un mundo lleno de gente sola que escribía sobre la soledad para después juntarse y hablar de ella.

Al salir de la sala sentí rabia por no encontrar traducciones en castellano de los libros de Fergus o Fromm. Luego, charlaría mano a mano con ellos y ambos dijeron que de momento sus libros no habían tenido suerte en España. Los leeré, lentamente, en inglés. Alrededor, lectores venían a pedirles autógrafos y miles de personas -y lo de miles no es exageración-, se desplazaban de la conferencia de un grupo de autores sudafricanos que hablaban sobre el kwaito -un nuevo movimiento musical nacido en los suburbios- hacia la conversación entre Noo Saro-Wiwa y Teju Cole, ambos de raíces nigerianas, una viviendo en Londres, el otro en Nueva York; y David Simon, tras explicar la importancia de su época como periodista de investigación para concebir The Wire, introducía a su reciente libro Baltimore y a su mini serie sobre la guerra de Irak en Generation Kill, producida junto a Ed Burns, mientras Mathias Enard comía mejillones hablando sobre Abu Dhabi y se presentaban libros titulados Rinoceronte de oro; Las noches de Vladivostok; El norte, es el este; Roellinger, el cocinero corsario; Ciudad abierta; Comer el viento en Borobudur; o Diario del Mar de Arabia.

Entre el descomunal muestrario de libros de viajes de todo el mundo expuestos en los estantes, la representación de la lengua española era lógicamente escasa. Y desde allí aún más lógico parecía que Tesson, explorador nato, prefiriera encerrarse en una cabaña a leer a escritores de las lenguas que le habían ayudado a construirse una idea del viaje.