Bloody Miami



Cuando alguien dura tanto como Tom Wolfe, es posible que algunos respetuosos se cansen de serlo y en vistas de que el viejo no palma, se animen a enterrarlo en vida, como ha ocurrido tras la publicación de Bloody Miami. Que si ya no es lo que era, que si se repite, que si blablablá.
Es cierto que a sus 82 años, Wolfe ha vuelto a los enfrentamientos raciales y de clase, la madre de tantas de sus historias. Es un obseso de la estratificación social, así que ve en el racismo y el clasismo el origen, o el modelo, de casi todas las cosas. El campo es tan vasto que para qué moverse de ahí. Fiel o terco o pesado, pero insistiendo en la misma base, el de Virginia se fue a Miami a radiografiar sobre el terreno las claves de la ciudad, y al hacer su magia para convertir la investigación en novela, de ese gorro con el que se toca le salió un policía cubano emparedado entre dos de las comunidades cruciales.
Limitarse a cumplir estupendamente con su oficio abocará a Néstor Camacho a un infierno, y el cuerpo de policía contribuirá a que queme mejor. A través del drama de Néstor afloran los juegos de poder en aquella ciudad, la única de América y quizá del mundo en la que una población emigrante se ha hecho dueña del territorio en una sola generación. Su historia sirve para mostrar los hilos de toda la sociedad, desde el barrio herméticamente cubano del protagonista a los apartamentos de ultralujo costeados por multimillonarios rusos que han hallado en el mercado del arte un modo de apuntalar su fortuna.
Para desarrollar la novela, Wolfe se apoya en tres pilares que perforan Miami desde distintos ángulos. Néstor, poli de portentosa musculatura, 22 años, que se verá proyectado a una fama indeseable; su novia Magdalena, que tras abandonarle accederá a las fiestas de la élite anglosajona; John Smith, periodista joven y culto capaz de hurgar donde otros no (la juventud) alterando incluso los callados pactos de no agresión que existen entre el propietario del Miami Herald para el que trabaja y los potentados de la ciudad.
Cubanos, afroamericanos -o sea negros, como el propio Jefe negro de policía observa-, blancos anglosajones y haitianos van a verse unidos en una intriga apasionante tanto por el argumento como por la maestría narrativa que el viejo Wolfe conserva.
Hay un lastre intermitente, eso sí. Para Wolfe debe ser algo así como marca de la casa, o quizá desee homenajearse a sí mismo, pero a estas alturas ese esfuerzo -porque a menudo se le ve esforzado- por incrustar onomatopeyas y rimbombancias gráficas que añadan vistosidad a la página queda un poco desfasado. Hoy, ese recurso se antoja innecesario, aún más cuando la historia es tan buena que las alharacas más bien despistan, el artificio aparece como lo que es, y sobra hasta el punto de que Wolfe pasa varios tramos sin recurrir a ellos, como si él mismo se hubiera agotado del ruido que hace.
Se diría que el empleo de la técnica queda varias veces como fuera de lugar, más o menos como si un señor octogenario tratara de estar en la onda calzando snakes tricolores mientras masca chicle y conduce un triciclo con una gorra de rapero. Es decir, el mismo recurso que le hizo ser vanguardia, da hoy a Wolfe un toque de antigüedad.
Pero es lo único, porque todo lo demás... he mirado varias veces la solapa del libro para releer su fecha de nacimiento y mirar su fotografía tratando de reconfirmar que este hombre tiene 82 años. Y es que Bloody Miami posee una audacia, potencia y vitalidad, un vocabulario, unas descripciones de la devoción sexual y el pensamiento voraz... De hecho, el arranque es desbocado, a la antigua usanza del propio Wolfe, y solo después de un buen rato frena al jovencito que le cabalga dentro para neutralizar ese efectismo onomatopéyico y exhortativo para dejar que la narración fluya menos estrepitosa por los meandros de su magnífica construcción.
La expresividad de unos diálogos que resumen la psicología de las distintas comunidades; el baile de acentos, tonos, jerga, como claves para el encasillamiento y la seducción; las primorosas descripciones que transmiten la atmósfera perfecta de un lugar y los sentimientos que ésta provoca en los personajes; o los continuos y contradictorios conflictos morales de los protagonistas enganchan enganchan enganchan a la novela (como diría él), con ese adolescente haitiano que quiere “ser” como los negros afroamericanos decepcionando profundamente a su padre; o el Jefe de policía negro que debe revolverse contra su comunidad por una cuestión de honor cuando a nadie le importa eso; o el doctor en pornografía atrapado en lo mismo que cura; y las redes de dependencia económica y de prestigio que se tejen en Miami... Wolfe presenta, vuelve a presentar, en fin, el gran y corrupto espectáculo de una ciudad.
Incide tanto en la idea de la corrupción y la decadencia imperantes que en algún momento se le va la mano. Su facilidad para la astracanada realista -aunque parezca que no, es realista- y a exprimir la paranoia de sus personajes hasta límites casi rusos, hace que ofrezca escenas sobrecargadas que pueden saturar. En cualquier caso, el arte, el periodismo, la política, la ley... todos reciben lo suyo, y a mansalva, y si sobra algo se le perdona.

Después de semejante despliegue, el final se antoja un poco abrupto si bien no deja de resultar una anécdota en esta obra que supera las 600 páginas. Como Cormac McCarthy, Philip Roth, o Peter Mathiessen, Tom Wolfe viene a demostrar qué magníficos, ágiles y brillantes podemos ser incluso más allá de los 80.  

Territorio Moa : Dia 7




La incursión en Rotorúa ofreció la posibilidad de sondear a fondo la relación de los maorís con el moa. Además de descubrir que en las escuelas maorís se enseña el español como tercera lengua -después del maorí y el inglés-, la escultura, el tatuaje y los géiseres de esa geografía volcánica sirvieron para despedir la investigación de un modo bien colorido. Las ideas recabadas ya están tomando forma de novela.

Territorio Moa : Día 6




 Cruzando el estrecho de Cook, la pista del moa sigue en la isla norte. La ayuda de Alan Tennyson en   el impresionante museo Te Papa de Wellington me va a permitir un instante de gran felicidad... gracias a un ¿simple? hueso.

Maracaná, el más grande, aunque sea mentira

Este juego que no existe a no ser en el pensamiento y no tiene otro resultado más allá que la obra de arte”. Gilles Deleuze analizando Alicia en el país de las maravillas.



Algunos aún defienden que Maracaná es el estadio más grande del mundo, y aunque físicamente es mentira en el fondo quizá sea verdad. Río de Janeiro ha llevado la pasión por el fútbol aún más lejos, que ya es decir. Tiene cuatro equipos en la primera división brasileña y siguiendo la historia de cada uno se puede intuir muy bien el alma de la ciudad. Playa, música y favelas giran al ritmo de una bola cuya influencia va a cambiar la cara de la metrópoli: hoy, los cariocas trabajan pensando en el Año Grande de 2014, cuando Río acoja el Mundial. Luego vendrán los Juegos. Ah, el deporte. Tan sano. La cocaína y las granadas ya están padeciendo el poder de las pelotas, con todas esas inmobiliarias aspirando a derruir favelas con vistas al mar; con miles de policías ofreciendo pactos a narcos, o deteniéndolos. Y ahí, observando, un puñado de escritores que aún no saben si entusiasmarse o qué, pero apuntan, apuntan, apuntan, “que algo saldrá”.

Ahora que en otras partes del planeta a algunos escritores les ha dado por recuperar esencias griegas y escribir, por ejemplo, de correr (Murakami, Echenoz), los brasileños continúan con su fútbol de siempre reverenciando a cronistas estilo Nélson Rodrigues, aquel antológico hipermiope que escribiera: “En fútbol, el peor ciego es el que sólo ve la bola”. Con esta frase, Rodrigues hace pensar en bastantes escritores que al escribir sólo han visto escritores y recuerda que el fútbol contiene tanto mundo como todo lo demás.
Aquí, el fútbol va a servir para hablar de Río de Janeiro, la metrópoli deportiva, con ese paseo marítimo que ofrece uno de los mayores espectáculos de ombligos sobre asfalto. Pasear con el torso desnudo y las manos vacías es un ritual carioca. Los estómagos, fileteados o no, se muestran sin vergüenza. Pasa gente haciendo footing, en bici o monopatín, y el número de pectorales y bíceps llamativos sugiere la popularización del desayuno a base de anabolizantes. Las playas de Río son una tribuna de cuerpos que marchan al unísono, a veces casi marciales, preparándose para afrontar los grandes partidos que se juegan de noche en las discos, los bares, las terrazas.
A lo largo del paseo hay tatamis de musculación, barras de gimnasia, masajistas variopintos y redes, montones de redes, sobre todo de fútbol pero también de voleibol, donde se juega en tanga o slip. En Río da la sensación de que mucha gente no sabe ir con ropa encima y por eso cuando se la ponen, a menudo tiende a ser fea.
El carioca se desnuda para exponerse al sol y al mar bravo tras una vida en la playa asumiendo que si debía elegir entre disfrutar los elementos y la vergüenza, no había color. Pero no siempre fue así. Hace un siglo, Río no quería saberse tropical y se esforzaba por vestir y actuar a la europea, signo de civilización. Por eso se aficionó al fútbol, aquel deporte de ingleses que de pronto prendió en los clubes de remo desplazando a unos cuantos regatistas de las barcas al esférico. Además, se podía jugar en la arena, ni siquiera había que alejarse del mar.

El mar. “En el mar estaba escrita una ciudad”, afirma aún Carlos Drumond d’Andrade, hecho estatua en el paseo, de cara a la inmensidad atlántica y a los jóvenes negros que se pasan un balón intentando que no caiga al suelo. Dos de ellos llevan camisetas del Flamengo. Es media mañana de un día laboral, ¿qué hacen jugando a fútbol? “De cada cuatro detenidos, uno lleva camiseta del Flamengo”, es una cantinela repetida en la ciudad. Un diputado planteó prohibir enfundarse camisetas de equipos en la calle para no estigmatizar a las hinchadas. El caso es que si bien el Flamengo nació de un elitista club de remo, hoy es icono de desfavorecidos, ariete del lumpen, ilusionador de vidas difíciles. Sus cánticos son los más fieros e intimidadores y los acompañan con una coreografía inspirada en los musulmanes partidarios del Ayatolá Jomeini. Los rivales dicen que lo mejor de las victorias del Flamengo es que los índices de criminalidad descienden en la ciudad.

El Flamengo arrastra más fans que nadie en Río, las tardes de partido los bares se abarrotan, las terrazas se alargan por la acera y se escuchan como nunca los uuuy y los gol. También por eso, y por el éxito del equipo en las favelas, Madonna se puso una camiseta rojinegra cuando actuó en Río.
Aunque no haya estadísticas, Flamengo posee una afición muy negra, porque abundan los negros pobres. El mito del Brasil multirracial se estrella contra la realidad cotidiana. Siendo cierta la mixtura, los negros aquí también llevan las de perder. La penúltima polémica señala que entre el regimiento de periodistas que cubrió el Mundial de Sudáfrica, sólo uno era negro. Y continúa advirtiendo que en el video promocional del Mundial 2014 no aparece un solo negro. Ni siquiera Pelé, Ronaldinho o el músico y ex ministro Gilberto Gil. Pero sí, conste, el escritor Paulo Coelho. Entre unos 500 diputados, uno -sí: uno- es negro. Incluso en Salvador de Bahía –donde se calcula un 85% de población negra-, “cuando vas a los restaurantes caros no ves clientes negros”, asegura Antonio Martínez Luciano, director del Instituto Cervantes de Río.
La historia de Carlos Alberto es ejemplar. Ocurrió en 1912. Aunque Fluminense, primer gran club de Río impulsado por la nobleza urbana, se había negado al principio a aceptar jugadores no blancos, los resultados persuadieron a los directivos de cambiar la política, y ficharon al mulato Carlos Alberto. En el primer partido, un aficionado le increpó por su color. Para evitar el llamativo contraste de su piel con el de los otros diez compañeros, en el siguiente match Carlos Alberto se emblanqueció la cara con pó-de-arroz (polvo de arroz). Cuando comenzó a sudar, el pó-de-arroz fue desprendiéndose, moteando a Carlos Alberto en plan cebra así que la afición contraria comenzó a gritarle “pó-de-arroz, pó-de-arroz, pó-de-arroz”, firmando una gloriosa página de la ignominia futbolística.
Casi treinta años después, Stefan Zweig, impresionado por la belleza y las posibilidades de Brasil, escribiría un libro de referencia sobre el país en el que, sin embargo, deslizaba alguna opinión poco acertada: “La nación brasileña descansa desde hace siglos exclusivamente sobre el principio de la mezcla libre y sin trabas, de la igualdad absoluta de negros y blancos, morenos y amarillos”.
Enamorado de Río, se le nubló el criterio hasta el punto de convencerse de que los individuos alrededor no necesitaban “tensiones violentas y vehementes ni éxitos visibles y aprovechables para estar satisfechos. No es casualidad que el deporte, que en última instancia es la pasión mutua de la superación, no alcanzó en ese clima –que induce más a la tranquilidad y el goce cómodo- la preponderancia absurda a la que se debe en buena parte el embrutecimiento y la desespiritualización de nuestra juventud” (europea).
Ay, si Zweig hubiera visto este verano las bicicletas portadoras de pósters electorales con los rostros de los candidatos Bebeto y Romario, los excracks reciclados para la política... Si supiera que Romario es a Río de Janeiro lo que Arnold Schawrzenager a Los Ángeles... La varita del fútbol brasileño convierte a jugadores en políticos, en poetas. Romario vuelve a funcionar como ejemplo. El llamado latifundista del área sigue demostrando destreza y criterio fuera del césped, y por eso cuando Pelé arremetió contra él –Pelé es el oligarca omnipresente y por eso no demasiado querido-, Romario respondió: “Pelé callado es un poeta”. Y la intelectualidad carioca se derritió, claro. ¡Poeta! ¡Tú sí que eras, eres, poeta! ¡Viva Romario! Entonces uno se pregunta cómo ser escritor en un lugar donde todos suspiran por un sueldo dando chutes e incluso los futbolistas son poetas. Pero, ¿por qué? ¿Por qué ellos son poetas?
Porque, al margen de ganar, los brasileños siempre quisieron dejar claro que lo que de verdad les gustaba era el juego. Hacerlo divertido y plástico, como un baile encantador. Hermoso. Brasil, patria de O jogo bonito, donde la capoeira y la samba se bailan con botas de tacos pivotando sobre un balón, y hay líricos del taconazo (Sócrates, ¡Sócrates! se llamaba aquel virtuoso), magos (Pelé), jugadores capaces de emular a dibujos animados (Romario), de marcar de chilena un gol decisivo en el último segundo (Rivaldo) o de inventar, inventar, inventar (Ronaldinho).
Ese delirio juguetón, aderezado con algo de la clásica pillería carioca, desgajó al fútbol brasileño “del ordenado original fútbol británico para volverse la danza llena de sorpresas irracionales y variaciones dionisíacas que es”, escribió Gilberto Freyre en el prefacio a El negro en el fútbol brasileño de Mário Filho.
Brasil parece poseer los royalties del denominado fútbol-arte”, ha observado la escritora Claudia Mattos, autora de Cem anos de paixao, crucial para entender Río a través del fútbol.
-La identidad de Río se entiende mejor a través de sus clubes -dice Claudia, fumando en la calle porque en ningún lugar, ni siquiera en los que están al aire libre, dejan fumar-. Y esta identidad ha influido mucho en la de Brasil en general.
-El fútbol es un sello propio de Brasil -dice Fernando Molica, periodista y escritor-. Brasil representa al Tercer Mundo en la élite... a través del fútbol. En Sudáfrica, en Tailandia, en Marruecos, puedes ver a chicos con la camiseta de Brasil. Es el sello de que esto lo hacemos bien. Bueno, es un orgullo.
Mário Filho afirmó que aquí el juego debe ser florido para apreciarse, y por eso ha caído mal el giro resultadista de los últimos años, con planteamientos aburridamente defensivos que han igualado a la selección nacional con la mayoría del resto del mundo.

Hay camisetas por todas partes. Molica viste una antigua de Uruguay, en honor al Loco Abreu, actual delantero del Botafogo. Molica sufre incondicionalmente a este club impulsado por una élite sin poder económico pero de gran influencia social. Se supone que Botafogo arrastra a bastante artista, pensadores y así. Dicen que Botafogo requiere un entusiasmo quijotesco, que sus fans en realidad disfrutan de las derrotas, y viendo a Molica comentar un partido de su equipo cualquiera diría que es cierto.
Comiendo con Molica en una terraza del centro, pasa por la calle Ruy Castro, el biógrafo de Garrincha (y Carmen Miranda). Se saludan, hacen pronósticos para los partidos que vienen. Luego vamos a la vecina librería Folhas Secas. En la legendaria calle Ouvridor, se especializa en historia, música y fútbol. La dirige Rodrigo, que hoy está de aniversario, así que el grupo de chorinho que toca en medio de la calle cerrada al tráfico, le dedica un cumpleaños feliz que suena distinto, delicadamente tropical.
-Mira, el Loco Abreu-, dice Molica cabeceando hacia un chico con greñas largas, como el Loco auténtico. Es una fiebre. Si uno lleva el pelo largo, le apodan Loco Abreu. Si rizado, y es chiquitín, le gritan “¡Ey, Romario!”. Si es calvo y barrigón, el saludo consiste en “Hola, Mr. Ronaldo”.
El carioca bromea mucho, también para despistar las amenazas que se ciernen.
-No, no, no. Basta ya de seguir con eso –dice Molica-. Río es mucho más que favelas. No se puede seguir escribiendo sólo de delincuencia.
Pero es difícil sustraerse a los helicópteros azabache que aletean todo el día sobre morros donde por ejemplo la semana pasada varios asaltantes secuestraron a huéspedes de un hotel. Y es que la geografía de Río –desde Leblon a Flamengo, pasando por Ipanema, Copacabana y Botafogo- parece diseñada por un exigente esteta pirrado por escenarios de pavor, con los morros caóticamente miserables tendiendo su sombra sobre el llano en orden. El imperial Hotel Sheraton recortado contra la favela más emblemática de Leblon, al borde del mar, resume los contrastes que caracterizan a esta ciudad. Es cotidiano el contacto entre la creciente burguesía y los miles de pobres, muchos de ellos profesores, gente con estudios pero sin dinero.
Rubem Fonseca escribió bastante sobre intrigas y zafarranchos en Copacabana; la última literatura ha apuntado aún más por la línea delincuente; y con las incursiones cinematográficas de Ciudad de Dios y Tropa de élite –estos días se estrena su segunda parte-, Río ha asentado su mala fama de cara al exterior. Le cuesta proyectarse más allá de la obvia criminalidad, pese a que la metrópoli ofrece historias insólitas fruto de esta chocante, extrema convivencia. Por eso el escritor Marcelo Moutinho rastreó las favelas en busca de escritores y va a publicar un libro con narraciones de esos anónimos que a veces hablan simplemente de familia, amistad, amor.
De todos modos, es tan difícil esquivar la miseria como el fútbol, y ambas se juntan ahora para reformar la ciudad. La organización del Mundial y la Olimpiada han azuzado al gobierno a proponer a los habitantes de algunas favelas que se desplacen a viviendas de protección oficial. Casi nadie acepta. ¿Por qué?

Gracias a Ricardo Beliel subo hasta Dos Prazeres, una favela no pacificada. De hecho, Dos Prazeres acoge a varios narcos huidos de favelas que han logrado una relativa tranquilidad. Puro territorio comanche. El laberinto de chabolas trepa por una colina casi vertical. Las casas se sostienen con cimientos lamentables, a menudo se ven los restos de una casa despeñada. Hace unos meses, 34 personas murieron enterradas por deslizamientos en favelas y la municipalidad halló el argumento definitivo para incrementar la presión.
-Quieren sacarnos de aquí y llevarnos a sus viviendas del interior. ¿Para qué? Para levantar hoteles y apartamentos. Se mueren por tener estas vistas...-, dice Elisa Rosa Brandâo, de la asociación vecinal que hoy organiza la feijoada popular que está permitiendo subir a amigos y vecinos del barrio limítrofe a apoyar su causa.
En la cima del morro se disputa un torneo de fútbol en campo de tierra. Bajo una estructura de cemento comemos la feijoada. Las vistas de Río son asombrosas, emocionantes. Sentado sobre una baranda que da al abismo, un adolescente observa el partido. Lleva un cinturón con dos revólveres de culata plateada que refulgen al sol. Los narcos comen como si estuvieran castigados, todos de cara al fútbol, todos negros. Contra una columna descansa un rifle con mira telescópica. En distintas esquinas de la favela hay chicos que blanden walkie talkies.
-Desde abril de este año aumentó la presión para echarnos-, dice Flavio, líder de la asociación-. Dejó de pasar el bus comunitario. Nos paran los proyectos de huerta biológica, de pintar las casas. El prefecto cerró la guardería. Sólo ha pasado dos veces por aquí, en helicóptero.
-El único poder público presente en la comunidad es el poder policial-, añade Elisa.
-Esta favela existe desde 1945. Mira qué vistas. Y nos quieren llevar a un trozo de tierra feo, sin nada.
Los niños menean cometas con destreza genial. “Sirven para hacer señales. Y para introducir droga en las cárceles”, observa un experto. Hay un sorprendente minipuesto de libros, todos sobre anarquismo.
-No nos van a echar-, sentencia Flavio.
Hay un grito feroz en el campo. Han marcado gol.

Para los escritores debe ser difícil alejarse del imán de esta violencia. Los dorados 60’s y 70’s que atrajeron a Delon o a Aznavour forman parte de un ayer tan lejano como esa Europa, ese occidente que algunas élites intentan recuperar, y será por eso que, según una opinión extendida entre la gente de letras, los suplementos literarios y las escasas revistas brasileñas del sector prestan mucha más atención a los autores de fuera que a los locales.
Y eso que la iniciativa propia ha aportado satisfacciones. “Argumento fue la primera librería de América en poner café en el interior”, dice Laura Gasparian, hija de la fundadora. La propia Gasparian viajó a Nueva York a ver librerías con café, y descubrió que “ni siquiera allí existían. En ese momento, Barnes & Noble estaba pensando en abrir una”.
Varias librerías de la cadena Da Travessa incorporan igualmente café-restaurante, y en las estanterías pueden hallarse títulos de Milton Hatoun, Joao Ubaldo Ribeiro, Clarice Lispector, la colección Amores Expressos, que puso a viajar a los escritores brasileños por el mundo, Luiz Ruffato, desde luego que Paulo Coelho y, cómo no, el enorme Euclides da Cunha, el autor del impresionante Los sertones que nació en la provincia de Río. Un tema que cuenta con fieles seguidores es el de la emigración portuguesa a Brasil, y ahí es inevitable pensar en el Vasco de Gama, club fundado con esa emigración que habitaba los suburbios de tierra adentro y, sin embargo, demostró cómo integrarse en aquella ciudad tan marítima.
De todos modos, la atención hoy la capitaliza el Fluminense, el club más antiguo de la ciudad, representante de un esnobismo decadente, un vestigio de la ciudad antigua, un monumento a otra época, según Claudia Mattos. Juega contra Sâo Paulo en Maracaná. La hinchada tricolor entra en el estadio cantando el himno y se sitúa en la segnda gradería porque la primera está en obras, empieza el maquillaje para el Mundial. “Han destinado más dinero para la reforma de Maracaná que los romanos para la del Coliseo. La corrupción no se para en este país”, se quejan Moutinho, Mattos, Molica.
En la media parte, un octogenario en pantalón corto comienza a darle toques a un balón y así permanece, más de quince minutos, hasta que se reanuda el juego. Este señor se gana la vida así. Un superviviente, como el limpiabotas que viste con traje o el barrandero bailarín. Supervivientes creativos que imprimen enorme carácter a una ciudad, un país, dispuesto a jugar, que se atreve a todo. Ha habido una falta a favor de Sâo Paulo. El portero comienza a correr, planta el balón.
-¿Va a chutar?-, pregunto a Jander, mi ilustrado anfitrión, que pese a ser de Flamengo está haciendo el esfuerzo de acompañarme.
-Es Rogerio Cani, el portero que marca más goles del mundo.
Rogerio chuta. Lo crean o no, marca gol.


(Artículo publicado hace dos años en la revista Qué leer). 


Matate, amor de Ariana Harwicz



Matate, amor; Ariana Harwicz; Lengua de Trapo; 149 pág.

Atención a Matate, amor de Ariana Harwicz, autora casi alérgica a cualquier indicio que denote lugar común y poseída por un impulso lírico inusual, por momentos asombroso. Harwicz tiene dotes de poeta y de ahí la enorme intensidad de las páginas que ha escrito, probablemente resultado de una formación artística vinculada al cine y el teatro que la lleva a comprimir los mensajes en corto espacio. También como Carman, Harwicz parte de una idea-fuerza fácilmente resumible: una madre se encuentra ejerciendo de tal pero odiando su nueva condición. No soporta ver a su bebé, ni a su marido... y sin embargo, la belleza que ambos le dan, y el cariño, les hace necesitarlos. Pero no resiste esa dependencia, ni las rutinas y el destino prescrito a los que parece condenarle la nueva vida. Matate, amor es un libro furioso que sacude los cimientos morales sin disimulo, más bien al contrario: exhibiendo el rechazo, buscando la confrontación.
Plantea lo cotidiano con palabras furibundamente expresivas, oscilando entre el desprecio y la indiferencia. La autora propone entrar en la cabeza de una mujer enrrabietada con su rol hogareño para entender su ira, su opresión, y los motivos por los que le cuesta tanto actuar (reaccionar) como cada día imagina (y su imaginación es bestial).

Harwicz es brillante de un modo tan sostenido que el libro merece una lectura sosegada, incluso con descansos, para asimilar tanto la chispa como las ideas y la violencia que reparte. La importancia de cada frase, la densidad del contenido, hace que la narración peligre a veces, y en ocasiones el hilo se pierde un poco tapado por las frases despampanantes o por los golpes imprevistos a nuestro mundo más familiar, convencional. Aun así, la narración mantiene bastante bien el tipo. No es un libro redondo, aparte de ser sin duda para lectores exigentes y curiosos, pero sin duda es la presentación de una autora, como poco, carismática.  

Limónov de Emmanuel Carrère

Limónov; Emmanuel Carrère; Anagrama; 396 pág.

Hay peripecias vitales muy útiles para resumir nuestra controvertida y agitada actualidad. Historias que reúnen tantos indicadores de nuestra grandeza y miseria que se elevan por encima de las demás, refulgiendo como símbolos. Símbolos no se sabe muy bien de qué, de algo etéreo pero indudablemente “real” y que en cualquier caso reconocemos como auténtico porque forma parte de este tiempo.
Recientemente, el cine ha ofrecido el extraño caso de Sixto Rodríguez, cantautor excepcional que pasó desapercibido en los USA pero se convirtió en mito para millones de sudafricanos... aunque él no se enteró hasta después de demasiados años. La pasmosa historia de Jordi Magraner hizo que yo mismo viajara al Hindu Kush pakistaní siguiendo el rastro de un hombre con una trayectoria y ambiciones que elevó la idea de ruptura y renovación a esa cumbre con la que tantos hemos soñado. Y fue precisamente al saber que en Francia vinculaban el impacto de Magraner con el de Limónov cuando decidí asomarme a este libro. Otro buen motivo fue que su autor es Emmanuel Carrère.
“Limónov no es un personaje de ficción. Existe y yo lo conozco”, advierte Carrère antes de adentrarnos en un relato tan extraño que, como el de Rodríguez o Magraner, podría parecer inventado.
Así, el escritor parisino presenta a un joven ajedrecista con evidente talento para la poesía y la pelea que sobrevive de manera más bien clandestina en la Unión Soviética antes de exiliarse a Nueva York, donde fue vagabundo y mayordomo de un millonario. Después, le veremos aterrizar en una Francia que lo encumbró literariamente, fascinada con unos modos pendenciero-estrafalarios que reflejaría en una prosa a la altura. Disparará junto a Karadzic en la guerra de los Balcanes. Y se manifestará junto a Kasparov (el ex campeón del mundo de ajedrez) como militante del partido político que plantó cierta cara a Putin. Militante y algo así como guardaespaldas de Kasparov.
Siguiendo su itinerario se obtiene un fresco de la Rusia reciente que, sumado al imperdible El tigre de John Vaillant, aporta las impresiones más vivas y penetrantes que en los últimos años se hayan hecho sobre aquella colosal región. Curioso: un hombre y un animal para explicar un país. Y desde el periodismo literario. Ni ensayos ni novelas. Vivencias en primera persona. Triunfos de lo real.
Los valores de este peculiar “fresco ruso” pasan por la plenitud creativa de un Carrère que, privilegiado conocedor de aquella idiosincrasia gracias a otros libros que ha escrito sobre el territorio y a la biblioteca especializada que poseía su madre, experta en la URSS que llegó a ser flagelada por el rotativo Pravda cuando hace ya unos cuantos años pronosticó la caída del Imperio, se lanza tras el rastro de un Limónov al que él mismo veneró muy pronto, imantado por el aura de talentosa rebeldía e incluso de peligro que siempre lo envolvió.
Tras exponer las razones de su fascinación, Carrère emprende una búsqueda en la que va a reflexionar sobre su investigado, va a implicarse, a especular, opinará, recurrirá a libros y diarios de Limónov y recreará escenas que quizá nunca se dieron -al menos algunas hacen sospechar que tienen un pico de ficción-, pero que están contadas tan bien y encajan de manera tan redonda con el carácter del personaje, que da igual: te las crees.
Un éxito de la narración es haber logrado plasmar la importantísima distancia que hay entre la opinión (furibunda, implacable) de un hombre y su forma a menudo paradójicamente generosa de actuar. Carrère distingue la furia, los deseos aniquiladores que con frecuencia se instalan en las cabezas, de los hechos que finalmente se ejecutan. Muestra la rabia en estado puro y la forma destilada en la que ésta sale al exterior, y en ese ejercicio el francés se revela plausible heredero de la propia literatura rusa, en concreto del flanco más Dostoievski.
Limónov es un especialista en tocar fondo si bien siempre lucha por distinguirse, y como en la decadente URSS de su juventud la poesía era el equivalente del rap, utiliza los poemas para proyectar su personalidad y sus protestas. Una consecuencia de este inusual cóctel de poetas delincuentes (o casi) será ver cómo un malhechor -uno de verdad- pide que le firme unos poemas para su novia.
Con ídolos tan exóticos como Gaddafi o Charles Manson, de los que Limónov guarda fotos que a veces hasta cuelga en las paredes de sus casas, Limónov no resulta simpático, aunque su inteligencia social, el orgullo y la arrogante desenvoltura que le caracterizan, y sus ideas arriesgadas y originales, invitan a mirar alrededor con una perspicacia distinta... a veces no tan descabellada... sus puntos de vista radicalmente estimulantes sacuden algo que quizá era necesario sacudir... y el hecho de que no sólo sus teorías sino también sus acciones impelan a replantearnos valores que podían parecer sólidos provoca un sentimiento que, como mínimo, se emparenta con la gratitud.
Aquí el mérito es del escritor, claro, que por cierto no entra en escena hasta la página 173. Entonces, Carrère detalla algo más su proceso investigador y señala por ejemplo la chispa que le hizo salir en busca del ruso: las imágenes en el reportaje Serbian Epics que mostraban a Limónov como una especie de iluminado chusquero desprovisto del glamour y el romanticismo con el que hasta aquel momento lo había asociado Carrère. Ahí vio la historia de una caída, o de algo parecido. Y fue a por ella.
“Pienso que en su filosofía -escribe Carrère-, matar a un hombre cuerpo a cuerpo es como que te den por el culo: algo que se debe probar al menos una vez”. El francés ha escrito la historia de alguien dispuesto a probar “al menos una vez” muchas más cosas que la mayoría. Por eso, ha obtenido un perfil de una complejidad apasionante, de una versatilidad asombrosa. Y desde luego que contradictorio, excepto en su búsqueda de una belleza o una potencia que le reportara alguna clase de calma.
“Soy consciente de que todo esto es complicado -reconocerá Carrère, aludiendo tanto a Limónov como a esa Rusia caótica que de algún modo se refleja en el protagonista-: escribo este libro para esclarecer este tipo de complicaciones”. Y de paso, el escritor echa una especie de mano a su madre rindiendo algo así como un homenaje a la mujer que ha recibido tantas críticas no sólo del lado ruso sino también de todos aquellos occidentales que cargaron contra ella cuando indicó que el verdadero rupturista, el hombre que pretendió cambiar en serio el signo de la política rusa fue Yeltsin, nada de Gorbachov. De esto también se habla en el libro.
Hacia el final aparece una profesora rusa que dice: “Verá, he conocido a escritores, y sobre todo escritores rusos. Los he conocido a todos. Y el único hombre bueno, bueno de verdad, era Limónov”.
Una reflexión que proyecta de nuevo a ese momento de Searching for the Sugar Man en el que el productor de rutilantes estrellas de la música asegura que para él, sin duda, el mejor de todos los músicos con los que trató en su larga larga carrera, el más brillante y conmovedor fue Sixto Rodríguez. Un hombre entregado de verdad a la música, cuyas creaciones se situaban en algún lugar superior. Un profeta, llega a decir el productor. Limónov, autor de El poeta ruso prefiere a los negrazos (título sugerido por su editor, conste), compartiría ese podio en el limbo de los creadores más o menos arrinconados. Estaría ahí por más motivos que los literarios, quizá, pero estaría.

En cualquier caso, las consecutivas derrotas, experiencias e iluminaciones de Limónov le llevaron a un estado de conocimiento de los seres humanos, y por eso de sí mismo, que le permitieron, en palabras de Carrère, a alcanzar el nirvana. Como Rodríguez, Limónov obtuvo su premio. Ser lo bastante libre y fiel a tu propia poesía tiene, a veces, estas agradables cosas.  

Los privilegios de Jonathan Dee


Los privilegios; Jonathan Dee; Anagrama; 326 pág.



Llegan Los privilegios con cierta pompa y adjetivos estimulantes de autores tan buenos como Richard Ford o Jonathan Franzen, que además no suelen fingir a la hora de aplaudir algo. Guardianes de su crédito más allá de los textos que escriben, F&F consolidan así su fama de garantes de la literatura de primera “presentando” a un Jonathan Dee que con este libro ingresa en el club de los mejores diseccionadores de la familia USA contemporánea.

Dee divide en cuatro momentos la evolución de una pareja un poco precoz en todo y tocada por la facilidad del dinero. Cuatro instantes en la vida de un matrimonio con notables ambiciones, don de gentes, auténtico amor mutuo y envidiable destreza para acumular dinero. Lo más parecido a la pareja perfecta moderna que se haya escrito últimamente, si bien escrutándola desde el interior con una penetración que permite entender y casi compartir algunas motivaciones políticamente muy incorrectas pero que explican cómo engañar al sistema y por qué unos acumulan millones de dólares y otros no.

La historia empieza en la boda de Cynthia y Adam, jovencísimos veintañeros que se convierten en los primeros en casarse de su grupo de amigos. La fiesta derrocha el afán trangresor de la mayoría de invitados jóvenes, acentuado por el ineludible sentimiento de que ese día todos, no sólo los novios, están dando EL PASO hacia ese cambio decisivo del que tanto habían escuchado hablar. En el futuro, hasta podrán situar en un lugar y momento concreto la fecha en la que todo, de alguna forma, empezó a ser diferente.

En el siguiente acto, Adam y Cynthia ya son padres. Poseedores de una considerable fortuna gracias a las habilidades inversoras de Adam y al sostén que supone el segundo marido de la madre de Cynthia, desean sin embargo llegar aún más arriba. Aspiran a lograr un estatus y unos ingresos que les permita desentenderse de cualquier cálculo futuro y garantizar para siempre la comodidad de los suyos. Se trata de una pareja feliz, lo bastante simpática, movida por sentimientos bondadosos que se evidencian desde donaciones a organismos benéficos a su trato con amigos y vecinos. Su fe, eso sí, pivota entorno al dinero, y por eso cuando su hijo Jonas les pregunte por su pasado, cuando Jonas desee saber de dónde viene su familia, quiénes son, los padres descubrirán que no tienen mucha idea. Entonces, el niño intentará crearse una tradición propia practicando sus propias ceremonias para así ir creando, al menos, un pasado. Por eso, el Jonas adolescente se atrincherará en las viejas músicas convencido de que las actuales no pueden rivalizar con aquellas virguerías, e instalado en esas ideas se va a cuestionar profundamente hasta qué punto el dinero puede mejorar el mundo, y de algún modo va a desdeñar ese universo de enormes facilidades, de privilegios, en el que vive.

Adam y Cynthia representan de manera radical -que no malévola- las últimas ambiciones del hombre y la mujer arquetípicos del siglo XXI. Él, preocupado por juntar un dinero que dé cada vez más sosiego al núcleo familiar -con la particularidad de que su listón del sosiego está muy muy alto- y enrrabietado con un sistema que permite que algunos ultrarricos campen a sus anchas semiolvidados de la cantidad de millones que manejan. Ultrarricos que desde luego no son más listos que él. Y se lo va a demostrar. Como se demostrará a sí mismo que puede conseguir lo que desee, mujeres también, cuando le plazca. Adam hace de su vida un reto constante aunque, contra lo que pueda parecer, se rige por un estrictísimo código moral que no es difícil de asimilar e incluso, como se dijo antes, compartir. Incluso su mafiosa relación con Devon -un espabilado pimpollo marginal- emitirá ondas de empatía a cualquier revolucionario, y en según qué episodios puede hacer pensar en el tándem protagonista de la memorable serie televisiva Breaking bad.

Por otro lado, Cynthia es una madre atenta a sus hijos, obsesionada con la edad, y que mantiene una relación complicada con su hermanastra y aquella parte de la familia. A diferencia de su marido, a Cynthia no se le da tan bien olvidar avanzando con la mirada fija en el futuro, y por eso a veces sufre bajones algo acusados. Pero sabe cómo enfrentarlos.

Lo mejor de Cynthia y Adam es su vínculo de acero, realmente ejemplar si obedecemos a lo que nos han dicho que debería ser una pareja. Ambos se necesitan y se apoyan con toda la fuerza del amor y los intereses comunes. Cuando sepan que su hija April se está drogando, sabrán contemporizar, se revelarán educadores considerablemente hábiles... sin detenerse a valorar demasiado la carga con la que sus hijos están encajando esa vida tan estupenda que en apariencia les están regalando.

Los dos "momentos" finales aluden a las distintas dificultades que el matrimonio y sus hijos ya adultos deberán superar. Dificultades como la posible bancarrota o la muerte. Dee ahonda en los distintos intereses de padres e hijos centrándose al final en cómo reaccionan los chicos a las comodidades que les rodean, en cómo pugnan por buscar su propia salida, y en si lo consiguen o no. El lector deberá decidir hasta qué punto entiende, asume, desprecia, envidia... esta forma de vivir. Toda una invitación.

La naturalidad con la que fluye la historia es fascinante. Es cierto que “pasan” más cosas que por ejemplo en el Stoner de John Williams, pero Los privilegios comparte con esa obra la sensación de sereno discurso que fluye sin afectaciones ni espectáculo, simplemente arraigado en ideas poderosas expresadas en párrafos donde cada palabra, cada idea, afecta y aporta.

A menudo, Dee no responde a las preguntas formuladas sino que pasa directo a mostrar la consecuencia. Los saltos temporales que trasladan de un período vital a otro son el paradigma de esa técnica aplicada con frecuencia a una escala más pequeña y que es uno de los muchos “trucos” que tiene Dee para contar mucho con poco... y sin necesidad de poesía.

Estamos ante un narrador impecable que carga cada página de sentidos tranquilamente decisivos. Un narrador que ha contado la facilidad de tener dinero desde dentro y sin más dramas que los cotidianos, ofreciendo así un punto de vista sobre la gente rica que en los tiempos que corren alguien podría hasta calificar de reaccionario pero que por muchos motivos provoca, ante todo, un profundo y admirado respeto, y el agradecimiento consecuente a las grandes obras: el de creer que hoy conocemos algo mejor a otras personas.

Tesson y otros asombrosos viajeros


La vida simple; Silvayn Tesson; Alfaguara; 228 pág.


“La inmovilidad me dio lo que ya no me daba el viaje”, escribe al principio de este libro Sylvain Tesson, parisino que ya había recorrido el mundo entero en bicicleta, las estepas de Asia central a caballo o el Himalaya a pie... Así que para contrarrestar la saturación de movimiento decidió retirarse medio año a una cabaña siberiana y contemplar su propia reacción, que relataría en el diario del que ha resultado La vida simple.

El de Tesson fue un retiro amortiguado por la comodidad del siglo XXI. Lo hizo en una cabaña que fue refugio de geólogo en los ochenta y que el “investigador” civilizó aún más con un saco adecuado para dormir a menos de cuarenta bajo cero, una alfombra de fieltro, GPS... y sesenta libros muy bien escogidos entre los cuales, por cierto, no había ni uno solo de autores en lengua española (y sobre esto se hablará un poco más adelante).

Las condiciones del XXI, siendo duras, no son tan exigentes como las de anteriores eremitas y quizá sea por eso que la pompa con la que el autor va anunciando el desafío que va a acometer, que está acometiendo, se haga un poco indigesta al principio. Conocer hazañas de individuos que se expusieron a los elementos (y la soledad) con muchos menos medios y a menudo sin la intención siquiera de divulgar su hito, hace que la marcha marcial llena de trompetas y tambores con la que en las primeras páginas se hace acompañar Tesson desprenda un cierto aire de arrogancia casi antipática. También puede ser que en ese período, Tesson necesitara darse ánimos porque si no se los daba él, quién lo iba a hacer...y la forma de convencerse de que su prueba valía la pena fue elevarla a algún lugar magnífico emparentado con la leyenda. Por eso, el sobado recurso de las maravillas del bosque y la valentía que reclama la vida salvaje amenaza en el arranque con hacerse incluso desagradable por lo que tiene de utopía recurrente, aún más en la boca de alguien que parece mirar por encima del hombro a los que no emprenden retos tan estupendos.

El caso es que todo cambia cuando después de más o menos situarse en la cabaña, en la página 41, Tesson reconoce que “el eremitismo es un elitisimo”. Acepta que la vida en los bosques no es una solución a nada en el mundo que superpoblamos peligrosamente. Y ahí, yo al menos, me reconcilié con él. Se diría que él mismo se sacude la etiqueta de “special one” y, asumiendo su cierto esnobismo, comienza a encadenar frases, razonamientos, diálogos, que realmente añaden algo de verdad atractivo a los comentarios vertidos por otros “pensadores” de lo natural.

Tesson cortará leña con eficacia, comerá lo que ha pescado, hará su propio fuego, se embobará mirando nieve, un pájaro, la nada... y a través de su experiencia te hará pensar en la tierra con una cercanía inusual y, por eso, conmovedora.

Los días, además, van aportando reflexiones cada vez más agudas y nacidas de algún lugar hondo y entrañable que habrían sido imposibles de no enfrentar este “experimento”: “La soledad: lo que se pierden los otros por no estar junto al que la experimenta”.

Rousseau y la idea de aislamiento son dos constantes, dos apoyos de Tesson, quien demuestra que la literatura se afila mejor en soledad. De hecho, se recrea en esta idea, la de soledad, le busca nuevos ángulos, explora el estímulo que supone, y poco a poco se va realzando la figura de este aventurero admirador de Walt Whitman aunque bien crítico con los “sermones de contable calvinista” que daba, según él, Henry David Thoreau.

En La vida simple, Tesson propone algunas formas de cómo vivir sin casi nada -ni siquiera personas-, a veces con un lirismo tonificante nacido de la pausa y el deseo de diversión, y de la cantidad de tiempo para imaginar e ir moldeando ideas, como por ejemplo la de la mejor alternativa actual para la revolución: “El ermitaño no pide ni da nada al Estado. Se hunde en los bosques, y de ellos saca su subsistencia. Su retiro constituye un lucro cesante para el gobierno. Llegar a ser un lucro cesante debería constituir el objetivo de los revolucionarios”.

Y, jefe de su revolución, mientras intenta retocar un poco más la imagen del ermitaño que aún cultivamos, Tesson se va dejando ir con elucubraciones algo paranoicas o repitiendo cosas que ya había registrado en su diario y a las que vuelve y vuelve y vuelve o soltando frivolidades que pueden causar desde empatía a rechazo. Porque el diario refleja cómo la cabaña va sacudiendo su cabeza, cómo a veces se obliga a seguir hablando, cómo reconoce el juego en el que él mismo se ha enfrascado, un juego que adorna sin tapujos con frases ingeniosas, extrañas, espectaculares y que en cualquier caso nos permite ser testigos de los vaivenes emocionales de alguien que lamenta la incapacidad de los ermitaños modernos para ser pioneros.

La vida simple es un libro desigual lleno de hallazgos, una idea rutilante aquí, un momento de acción pura allá, en el que puedes sentirte compartiendo un espacio imponente e inspirador con el hombre que lo habitó durante una buena temporada. Y eso, diría, es un logro.



*Terminé de leer este libro justo antes de desplazarme a Saint-Malo para asistir al festival Étonnants voyageurs, un regalo para cualquier que aprecie la literatura de viajes o aventura. Allí fue posible disfrutar de una mesa redonda compuesta por David Vann, Pete Fromm, Jim Fergus y Lance Weller, reunidos bajo el título “Escritores de la Naturaleza y los grandes espacios”. Fromm, autor de la emblemática Indian Creek, habló de cuando le enviaron a vigilar montañas y se quedó aislado siete meses, pescando salmones, cuidando el bosque. Sobre eso, no ha escrito nada. “Solo aprendí a amar ese lugar, a estar allí”, resumió.

Sí ha escrito una novela sobre el aislamiento de una familia en un medio hostil, y asegura que “la forma y la textura del paisaje da la forma de las relaciones”. Sus compañeros de mesa compartían en general la afirmación. Jim Fergus miró al pasado, como el protagonista de una de sus novelas, para recordar con una sonrisa a “aquel joven new age lleno de sueños románticos sobre la naturaleza que yo mismo era. Ese joven que fue descubriendo que el romanticismo de la naturaleza es una idea más bien idiota, sobre todo teniendo en cuenta que el paisaje es como una persona, capaz de lo que es capaz una persona, así que te puedes esperar cualquier cosa de él”. “Son los sueños de los hombres los que hacen sufrir”, remató David Vann, que al igual el resto de sus compañeros de mesa, vive en un lugar alejado muchos kilómetros del vecino más cercano.

La charla me dejó dándole vueltas a la idea de soledad, y me pregunté qué soledad es ésa que te lleva a buscar interlocutores todo el tiempo, cuando escribes. ¿Eso es soledad? ¿Ese diálogo constante? Una soledad que es enunciada con el propósito de acabar con ella, porque esperas que alguien siga tu idea... y, de algún modo, te la compre. Ensalzas la soledad para compartirla, y así la aniquilas. Imaginé un mundo lleno de gente sola que escribía sobre la soledad para después juntarse y hablar de ella.

Al salir de la sala sentí rabia por no encontrar traducciones en castellano de los libros de Fergus o Fromm. Luego, charlaría mano a mano con ellos y ambos dijeron que de momento sus libros no habían tenido suerte en España. Los leeré, lentamente, en inglés. Alrededor, lectores venían a pedirles autógrafos y miles de personas -y lo de miles no es exageración-, se desplazaban de la conferencia de un grupo de autores sudafricanos que hablaban sobre el kwaito -un nuevo movimiento musical nacido en los suburbios- hacia la conversación entre Noo Saro-Wiwa y Teju Cole, ambos de raíces nigerianas, una viviendo en Londres, el otro en Nueva York; y David Simon, tras explicar la importancia de su época como periodista de investigación para concebir The Wire, introducía a su reciente libro Baltimore y a su mini serie sobre la guerra de Irak en Generation Kill, producida junto a Ed Burns, mientras Mathias Enard comía mejillones hablando sobre Abu Dhabi y se presentaban libros titulados Rinoceronte de oro; Las noches de Vladivostok; El norte, es el este; Roellinger, el cocinero corsario; Ciudad abierta; Comer el viento en Borobudur; o Diario del Mar de Arabia.

Entre el descomunal muestrario de libros de viajes de todo el mundo expuestos en los estantes, la representación de la lengua española era lógicamente escasa. Y desde allí aún más lógico parecía que Tesson, explorador nato, prefiriera encerrarse en una cabaña a leer a escritores de las lenguas que le habían ayudado a construirse una idea del viaje.

Caminos de Novela


Novelas y libros de viajes ya tienen su geoportal: Caminos de novela. A través de En la Barrera (Altaïr), puedes viajar de otro modo a la costa este australiana. Aún hay localizaciones por completar, estamos trabajando en ello, pero seguro que con esta muestra puedes hacerte una idea de lo que te puede ofrecer esta nueva forma de viajar. Es nuestro regalo de Sant Jordi. Mirando al futuro. El mundo de otra manera clicando en Gooltracking.

Cónsules en Boston, embajadores en Pakistán


(publicado el domingo 21 de abril en La Vanguardia)

Al cónsul español en Boston le han despedido por cerrar las oficinas del consulado poco después de que estallaran bombas en la ciudad y coincidiendo en el tiempo con la emisión de un reportaje en el que Jordi Évole exploraba el escenario de nuestros diplomáticos en el extranjero, la eficacia de sus acciones, cuánto cuesta mantenerlos... su utilidad. Esta reseñable coincidencia me anima a rescatar un caso que me quema desde hace años y al que hoy quizás alguien preste otra atención. Se trata del asesinato de Jordi Magraner en Chitral, Pakistán, el año 2002. Un crimen sin resolver por el que las autoridades españolas nunca se preocuparon pese a los requerimientos de la familia del muerto (instalada en Francia después de que, a causa de la guerra civil, los padres de Jordi se conocieran en Marruecos y terminaran recalando en un país que concedía ayudas a las familias numerosas). 
 Jordi Magraner fue un zoólogo autodidacta convencido de que en el Hindu Kush era posible encontrar 
 pistas sobre el eslabón perdido de la cadena evolutiva humana. Tras dos largas expediciones, se instaló en el valle de Chitral para profundizar en una investigación que apoyaron relevantes científicos, también desde el Instituto de Paleontología Humana de París. Su relación con aquel valle donde conviven musulmanes y la etnia pagana de los kalash duró quince años. Al principio, fue recibido como un explorador más pero tras la aparición de los talibanes, todo se complicó. Pero decidió quedarse. ¿Por qué? ¿No veía que podían matarle? ¿Era un espía? Y, encima, velaba por los paganos. 
 La historia de Magraner es la de un tránsito del paraíso al infierno, y la de alguien que pretende preservar una forma de vida pese a la hostilidad del entorno. Resulta tan significativa, tan poderosa, que dediqué tres años a investigar su muerte en aquel valle del Hindu Kush, y a escribir Sólo para gigantes, donde narro la experiencia. Las conclusiones a las que me acerqué están muy lejos de la versión que ofreció el gobierno pakistaní –“un asunto sentimental”- y que nuestra embajada aceptó sin más. Mis pesquisas apuntan a que Magraner se había convertido en un incordio para muchos, nadie sabía muy bien qué estaba haciendo allí, y tanto los talibanes como el gobierno pakistaní y algunos vecinos hambrientos y musulmanes tenían razones para quitarlo de en medio.
Cuando decidí viajar a Chitral, di el paso habitual de contactar con mi embajada para conocer la situación en la zona y porque aquellos funcionarios debían ser los mejor informados sobre el expediente Magraner. Transcribo el fragmento del libro donde se resume el “contacto”:

"El verano de 2009 realicé 27 llamadas teléfonicas a la embajada española de Pakistán. Cada una me tuvo esperando varios minutos hasta que la línea se cortaba, excepto en dos ocasiones. La segunda vez que descolgaron pude hablar con Juan José Giner, delegado en Pakistán desde hacía casi tres décadas. Giner había conocido a Jordi. No quiso hablar sobre él ni sobre su asesinato ni sobre la repatriación jamás consumada del cuerpo. Aseguró que lo que tenía que decir ya lo había recogido la prensa en su día. La prensa no había recogido prácticamente nada. 
Cuando le pedí asesoramiento para internarme en Chitral me recomendó que desistiera. Cuando semanas más tarde escribí para solicitar una entrevista con él a mi llegada a Islamabad, nadie respondió. Cuando meses más tarde pedí el nombre del embajador español en Pakistán durante el año 2002, se negaron a proporcionármelo".

Gracias a otras fuentes, localicé al embajador que buscaba, Antonio Segura Morís, que había pasado a detentar el cargo de cónsul en Shanghai. Segura daba total crédito a los informes de los servicios de inteligencia pakistaníes –cuya corrupción y ambigüedad eran bien populares- y acataba la sentencia de “homicidio”... sin culpables. Mis pesquisas apuntaban a un asesinato: es decir, una ejecución premeditada en la que participaron, además, varias personas.
El diplomático observó también que “Magraner tenía, creo recordar, la nacionalidad francesa”, lo que desmintieron el gobierno francés y la fotocopia del documento de identidad español que me mostró la familia Magraner. Ante las incertidumbres de Segura, pedí al menos una descripción de “cuáles fueron los pasos seguidos por la embajada al conocer la muerte de Magraner”. “Lamento no poder ser de más utilidad”, respondió el diplomático.
Al constatar la opacidad de la embajada y con sobrados indicios para pensar que un individuo clave en el caso -quizá uno de los asesinos- se había enrolado en el ejército afgano, contacté con el Ministerio de Defensa español para comunicar que en Kabul yo tenía un colaborador dispuesto a tirar del hilo que podía llevar hasta el principal sospechoso. En Defensa dijeron que tomaban nota sin preguntar ni cómo contactar con mi topo, y nunca más he sabido de ellos. La destitución de Pablo Sánchez-Terán en Boston es una medida lógica de un ministro que desea demostrar cuidado por sus ciudadanos en el extranjero... aunque también era casi una obligación ahora que todas las cámaras enfocan allí. A Magraner no lo enfocaba nadie y su caso ahí sigue, olvidado. Cabe recordar que la mayoría de españoles se deslizan por el mundo en silencio, y que una de las misiones de la diplomacia es ofrecernos ayuda cuando ésta se precise, haya cámaras o no... en especial si una familia lo ruega (como fue el caso)... incluso después de muertos. Un buen modo de demostrar que lo de Boston es algo más que un gesto coyuntural sería hacer las preguntas que años atrás no se hicieron, por ejemplo, sobre aquel español degollado en un cuarto donde colgaba una bandera valenciana.

Territorio Moa : Día 5

En Karamea, el guía Bill Jackson nos introduce en el bosque tropical que conocieron los moas. Ahí están los agujeros que se abrían en la tierra tragándose a los pájaros; un laberinto de cuevas subterráneas de más de 15 kilómetros; la historia del águila Haast, el único animal que se alimentaba con moas...



Territorio Moa : Dia 4

Travesía, de este a oeste, de la isla Sur neozelandesa. Desde Christchurch a Greymouth en el tren Tranzalpine. Luego hasta la ciudad costera de Westport. En ruta hacia el enclave donde se encontró una mayor cantidad de restos del moa.

Territorio Moa : Dia 3

En las inmediaciones del lago Te Anau, en la isla sur de Nueva Zelanda. Rastreando los restos arqueológicos del moa y su relación ancestral con las tribus maoríes.

Territorio Moa : Dia 2

De la isla norte de Nueva Zelanda a la isla sur. Un periplo por el  "territorio moa", los últimos refugios que habitó la que un día fué el ave más grande sobre la tierra. Gabi Martínez documenta "sobre el terreno" su próxima novela.
Al mismo tiempo, desde una cámara Samsung NX210 envía imágenes videográficas de su periplo por el otro confín del planeta. Los vídeos que aparecen en este blog  ( bajo estas líneas la segunda entrega ) han sido editados por Marc Galceran

Territorio Moa : Dia 1


"Proyecto Moa" es el periplo del autor de este blog por Nueva Zelanda siguiendo los trazos de una ave extinguida. El moa  fue el ave más grande sobre el planeta. Emparentado con el kiwi y otras aves sin capacidad de volar, el gran tamaño del moa acabó jugando en su contra, cazado por los maoríes como alimento. Gabi Martínez recorre estos días sus últimos refugios y recopila los testimonios y los documentos sobre su existencia.




Prisioneros de Zenda de Fernando Marías & Javier Olivares



Prisioneros de Zenda, Fernando Marías &  Javier Olivares, sm,  207. pág.

Leer como al principio, cuando eras un chaval y pedías a las historias emoción, intriga y aventura, acompañando el viaje incluso con ilustraciones... eso es lo que me ha permitido recuperar Prisioneros de Zenda. Hacía mucho que ante un libro no me sentía niño, disfrutando como entonces con historias... ¿cómo decirlo? Limpias. Enfocadas al hueso de la acción, capaces de ser complejamente sencillas manteniendo siempre el misterio, un misterio que trasciende cualquier actualidad porque es esencial, pertenece a esos rincones hondos que son los que nos mueven.
Tyto Alba, mi amigo ilustrador, es un incondicional de libros como Prisioneros de Zenda, porque en ellos los creadores –ilustrador y escritor- que colaboran disponen de una libertad enorme a la vez que están obligados a entenderse en cada página. En Prisioneros, el ilustrador Javier Olivares se expresa desatado, con espacio por delante y ese trazo silvestre y ese lirismo en el trazo que lleva la narración a un lugar aún más íntimo. Como además Fernando Marías ha logrado unas historias de poderoso contenido moral, el resultado es una obra inusualmente refinada con el peso de la buena literatura y el golpeo de unas imágenes a menudo perturbadoras por lo expresivas, siempre acertadas. Precisas. 
Un pirata feroz sirve a Marías para demostrar lo relativo de los arquetipos, sobre todo cuando Perrosangre topa con una bella justiciera que soporta una dañina carga de horror. La venganza y la redención impulsan a cambiar la óptica y la valoración de los actores de un modo sugerente.
El ángel de las noches muertas habla de la peregrinación de un no-muerto con un desarrollo que podría ser adaptado a cualquiera de esas teleseries que están pegando fuerte, aportando un nuevo perfil al catálogo de zombies y vampiros que se han enseñoreado de todo.
Mientras que el El preso de la cárcel del olvido es una de esas historias que hacen pensar en guiones y novelas de Guillermo Arriaga, por ejemplo, porque evidencia de manera punzante cómo un detalle, un arrebato, puede truncar el mejor plan y arrasar el futuro de alguien que en realidad siempre aspiró a la bondad, el amor.
Que el libro termine proponiendo una historia con monstruo me ha seducido aún más. En este caso, la bestia se llama Xekt. Y van a ir a buscarla, con pistolas. Y el protagonista quedará solo y aislado y herido en la montaña. Y de su espanto y tribulaciones extraerá una conclusión iluminadora, de ésas que compartes medularmente y que te llevan a cerrar el libro sonriendo con una eufórica empatía que se parece mucho a la ilusión con la que cerraste aquellos otros libros que leíste de pequeño y, de algún modo, te han llevado a ser quien eres.  
   

Rompiendo la cáscara


Hace pocas semanas terminé de escribir un libro que sin duda cierra una etapa de mi vida, la de la primera (gran) cáscara. Es una certidumbre incontestable, una sensación que por cierto expresa muy bien Michel Houellebecq en El mapa y el territorio sirviéndose de Jed Martin, un creador que, sobre todo en dos momentos de su vida, tiene la absoluta seguridad de que ha agotado una forma de mirar el mundo y necesita reenfocarse.
Una serie de azares –literales, porque ni la voluntad ni el consejo de nadie intervinieron-, me ha llevado últimamente a leer varios libros protagonizados por fotógrafos, pintores y escritores donde se reflexiona sobre cómo condujeron estos artistas sus vidas haciendo hincapié, claro, en los decisivos momentos de cambio.
Después de asomarme al relato que el escritor Paul Theroux hace de la sustanciosa amistad que mantuvo con V.S. Naipaul, retomé al propio Naipaul, a quien  por alguna circunstancia había empezado a leer dos veces pero siempre había abandonado. La lectura de ensayos y novelas de Naipaul, además de confirmar su majestuosidad literaria, me han proporcionado unos párrafos concretos que de algún modo aportan tranquilidad ante las incertidumbres futuras, y esa tranquilidad se debe a que Naipaul me ha procurado el confort de la compañía.
Esas líneas están escritas al final de una de sus novelas a modo de conclusión. En ellas, refleja con maestra exactitud la intuición que me acompañó mientras escribía el libro que he terminado:

“Ya no me preocupa, como me preocupaba cuando empecé este libro, encontrarme a los cuarenta años, al final de mi vida activa. Ya ni siquiera pienso que eso sea cierto. Ya no anhelo paisajes ideales ni deseo conocer al dios de la ciudad. No lo considero una pérdida. En su lugar, tengo la sensación de que he sobrevivido a las ataduras y me he liberado de un ciclo de acontecimientos (...)
Mi vida nunca ha estado más físicamente limitada que durante estos tres últimos años. Sin embargo, tengo la sensación de que durante este tiempo he despejado la cubierta, por decirlo así, y me he preparado para reanudar la lucha. Será la lucha de un hombre libre. En qué consistirá esa lucha no puedo decirlo (...)
Sin embargo, queda un resto de temor a la lucha. No deseo verme metido de nuevo en el ciclo del que me he liberado”.

Las alusiones a la edad de cuarenta años y a las restricciones vividas en los últimos tres se ajustan tanto a mi biografía que, al leerlas, me recorrió un escalofrío. Por el reconocimiento de mi propia historia en aquellas palabras, sí, pero también por cuánto se parecen en realidad nuestras vidas a otras, aunque hayan sido imaginadas. Y porque a los cuarenta años la literatura continúa aportando enormes alegrías y consuelos, demostrando que es una fuente tan inagotable como puedas serlo tú.