El mar interior



El mar interior; Philip Hoare; Ático de los libros; 318 pág.

Venía Philip Hoare de lograr un éxito internacional titulado Leviatán donde enfocaba a las ballenas para analizarlas desde casi cualquier perspectiva. En aquel volumen, Hoare iba distinguiendo especies como quien no quiere la cosa, intercalando una leyenda aquí, una anécdota personal allá, las toneladas de pescado capaces de ingerir el cachalote o el rorcual, episodios de Moby Dick... y su hábil desarrollo acababa configurando una obra amena y didáctica que alternaba análisis de manual zoológico con instantes de poesía.
Idéntico modelo ha seguido para El mar interior, si bien su objeto de estudio, los océanos y los mares, se dejan abrazar menos que los gigantes mamíferos de modo que el resultado es más etéreo, menos impactante, aunque se lee con la misma agradable desenvoltura. Ofrecer una idea del mar -así, a lo basto- implica, en el mejor de los casos, hipotecarse al lirismo. De todas formas, Hoare ha aplicado su anterior método de alternancia (análisis naturalista -historia recopilada- vivencia personal) para ofrecer un popurrí muy llevadero en el que se fija con particular mimo en la fauna más excéntrica o poseedora de peculiaridades singularmente memorables. Todo esto impulsado por una voz narrativa sosegada que coquetea con el aire zen que Peter Mathiessen elevó a las cumbres más altas en El leopardo de las nieves. El resultado es un libro pausadamente informativo aderezado con estampas entrañables y que posee el poder de contagiar al menos una pizca de la devoción del autor por la naturaleza.
La voluntad de compartir su amor ha conducido a Hoare hasta la literatura convirtiéndose en escritor de esta especie de aclamadas guías naturales mucho más eclécticas y entretenidas de lo habitual. El de Southampton pone su erudición y sus archivos al servicio de paseos o expediciones que, sin necesidad de complejidades ni extraordinarias aventuras, revelan maravillas aproximando a detalles o relatos que transforman un paisaje o un animal de aspecto rutinario en un atractivo tesoro.
Un mérito de Hoare es su capacidad para radiografiar a los objetos de estudio, aportando desde el peso de los huesos a minúsculos detalles fisiológicos o de comportamiento que permiten acceder a una veta más esencial de los ejemplares, destapando intimidades inesperadas. Otra virtud radica en lograr que este minimalismo propio de un documentalista estilizado o de un notario con cierta lírica tome de repente vuelo convirtiendo durante unos párrafos al autor en poeta. Semejante gracia es la que eleva la obra de Hoare por encima de la media de comentaristas sobre naturaleza, al aportar un relato más conmovedor y literario sin, por supuesto, abandonar la militancia ecologista, alineándose con los defensores de todos esos espacios naturales que padecen la agresión constante de los hombres, desde la sobrepesca a las extinciones masivas, aparte de los incontables agravios silenciados a la mayoría.
Pese al título, en El mar interior no se hace mucho caso a los animales marinos. Hoare atiende a la pardela, al ostrero, al cuervo, incluso al tilacino de Tasmania y otros animales de tierra o aire que de algún modo padecieron las consecuencias de los hombres y bestias que llegaron a sus territorios por mar, pero cuando apunta al océano, quienes de verdad continúan robando las líneas del británico son los cetáceos. Parece que haya ideado el libro para prolongar su romance ballenero porque, si bien en esta ocasión los delfines cobran más protagonismo, son de nuevo las ballenas las bestias imperiales que copan sus páginas, algunas recicladas de Leviatán. En compensación, el narrador ofrece preciosas imágenes de él mismo nadando con manadas de delfines e incluso con ballenas, causando no solo admiración sino una profunda envidia por todo aquello que a menudo dejamos de hacer por mero desconocimiento o miedo infundado.
La lectura, conste, se ve entorpecida en ocasiones por una corrección insuficiente aunque la armónica traducción permite arrinconar la molestia.

Por último, un ejercicio para remover, enfurecer, movilizar: leer alguno de los libros de Hoare y aprovechar un descanso para visionar el documental The Cove sobre la matanza de delfines en Japón. La rabia, impotencia y afán justiciero acaudalados podrían impulsar a algún lector a tomar la iniciativa. A saber cuál, alguna.

                                                             

La ciudad en la historia



La ciudad en la historia; Lewis Mumford; Pepitas de calabaza; 1055 pág.

Ahora que los escaparates abarrotados de libros y los adjetivos laudatorios que tantas veces se revelaron falsos o gratuitos dificultan más que nunca elegir una lectura fiable, La ciudad en la historia de Lewis Mumford ofrece al menos la garantía de seguir en el candelero medio siglo después de su publicación. Para mí es una obra magna, capital, imprescindible, pero esto son adjetivos y acabo de restarles crédito.
En cualquier caso, en pocos libros de ensayo late el espectáculo de la Historia con una fuerza tan absorbente. Un despliegue de inteligencia analítica para enmarcar. 1055 páginas de una sabiduría crítica que, como no pretende neutralidad, tampoco escatima varapalos u ovaciones en función del tipo de ciudades escrutadas. Opiniones que siempre se lanzan desde el estudio de los distintos modelos, y de sus consecuencias objetivas. Implacable con los contaminadores, propulsor de los diseños más respetuosos con el medio ambiente y la felicidad individual, Mumford amortiza sin complejos la perspectiva que le ofrecen milenios de historia humana.
El libro arranca señalando la inclinación de las personas a almacenar y asentarse. A partir de ahí, traza un recorrido de los asentamientos que abarca desde la caverna hasta Gaudí o el Empire State y durante el que expone cómo se va depurando la idea de arquitectura y ordenación urbana. Mumford llama la atención sobre la influencia de la religión a la hora de decidir enclaves, cómo el realce de la mujer inauguró espacios, o las supersticiones terminaron por “ordenar” sus propios rincones. Resulta apasionante avanzar por la Historia observando cómo la humanidad ha ido adaptando los lugares físicos a sus límites morales. Por eso, este libro antropológicamente delicioso aporta un caudal de datos razonados y descripciones objetivas que ayudan a entender un poco mejor por qué somos quienes somos y vivimos donde vivimos. Por ejemplo, aquí se habla de la pérdida de influencia de los ancianos en las urbes y de la estructura psíquica paranoide que se transmite a través de la ciudad amurallada, que no es más que la expresión colectiva de una personalidad que carga una coraza demasiado pesada.
De algún modo, Mumford nos dice que las paranoias individuales de unos cuantos megalómanos han repercutido en el diseño de la mayoría de ciudades, inoculando sus privadas perturbaciones, cuando no demencias, al conjunto de la población a través de la estructura. Entrar en los pasadizos, murallas, callejuelas, avenidas o parques de una ciudad equivale a transitar el laberinto de una mente humana, por lo general no exactamente saludable. “Sus estructuras reflejan los defectos de su personalidad, de sus métodos segmentados de pensamiento”, escribe Mumford, aludiendo a los que las idearon.
Amparado por su propia meticulosa prospección, que le concede osadía, Mumford desmonta lugares comunes como el dicho clásico que define a la evolución de las sociedades humanas como una constante lucha de todos contra todos, viniendo a sugerir que Hobbes era un cuentista y demostrando que eso de que “la guerra es tan antigua como la humanidad” es una mentira azuzada por grupos de poder interesados en matanzas que dirigen ellos.
Éste es un libro, en fin, que induce a dar batalla, y otra espoleta son esas polémicas sentencias que en ocasiones se encadenan a pasmoso ritmo -”Hay una evolución por atrofia”, “El poder y el control se ennoblecieron en la justicia”-, torpedeando la línea de flotación de los engranajes civilizados actuales, si bien esta ofensiva más radical la lanza después de cientos de páginas, confiando en que el lector le avale tras haber demostrado su amplísimo conocimiento de los orígenes, incluido cómo se forjaron esos sistemas que han dado forma a unas ciudades primero, metrópolis después, en los que siempre se ha priorizado el estatus y la intimidación al auténtico bienestar de toda la comunidad.
Otra prueba de que éste es un libro para la revuelta. Mumford no hace concesiones, ni siquiera a “la actividad gregaria del paseo”, y aún más contundente se muestra ante “el ruido de las máquinas” que durante mucho tiempo los mandamases no intentaron rebajar porque a través del estruendo manifestaban su poder.
Es en este ruidoso tramo, el de los dos últimos siglos, donde el libro adquiere una intensidad aún mayor, por la cercanía temporal y porque es cuando la urbes se magnifican y algunos arquitectos procuran pensar ciudades más dignas. Mumford introduce entonces sus propias sugerencias, como la necesidad de usar la basura como abono agrícola, (hay que valorar que el libro lo publicó en 1961, sin multitudinarias campañas de reciclaje a la vista). También denuncia las ciudades subterráneas, la vida encapsulada en los suburbios, cómo la ciudad mecánica añade pasividad y docilidad en nuestras vidas hasta disponernos a aceptar sin más todos esos servicios y productos metropolitanos que son simples subproductos de la congestión. Indicando que, al aceptarlos, acrecentamos esa misma congestión, y no es casualidad que por nuestras ciudades pululen más de doscientas sustancias tóxicas a diario.
Pero al margen de esta vertiente pseudoapocalíptica, Mumford se lanza a construir proponiendo la instauración de nuevos modelos urbanos de autocontrol orgánico, con autonomía para sostenerse; o señalando modelos de flexibilidad para adaptar la ciudad al paisaje y el clima poniendo como “nobles ejemplos” de diseño cívico a Amsterdam, Francfort y Estocolmo. Estas, entre otras aportaciones. Y aquí su enorme valor. No podía ser de otra manera. Si no, cómo se habría atrevido a escribir un libro basado en negativas. Cualquier pensador, y Mumford lo es, debe entender que no puede levantar nada lo bastante útil basándose en la sistemática destrucción y por eso, porque su aspiración final es servir a su comunidad, el autor señala modelos para prosperar.
Según Mumford, el planeta no ha experimentado ningún adelanto significativo en lo que respecta a distribución del amontonamiento de seres humanos desde el siglo XVII. Es rotundo, no divaga. Con frecuencia, su lenguaje adopta un aire de voz en off legendaria (“viveros humanos crearon una raza de seres defectuosos”) que cala épicamente y confiere una atmósfera casi novelesca a varios fragmentos de esta narración en realidad tan ensayística.
Cuando aborda los destrozos que están causando las ciudades modernas impulsadas por la pura inercia de tres siglos de expansión, Mumford se muestra feroz desde su magnífico raciocinio. Alinea las críticas, una tras otra, como descargas de artillería incesante, poniendo en la picota a este sistema hipócrita y saturado de contradicciones gobernado por una gestión mentirosa que avalan ciudadanos ignorantes o -aún peor- conformistas que han entrado en el juego de la profecía que anuncia una especie de debacle o de fin del mundo contra la que nadie puede hacer nada. Para estas víctimas anticipadas, Mumford tiene una respuesta sencilla: las profecías tienden a autojustificarse. Cuanto más se cree en ellas, mejor actúan. O sea que si creemos que nos vamos a hundir, nos hundiremos.

Mumford trae la revolución desde el año 61, y es que medio siglo no es gran cosa, por no decir nada, aún menos para alguien que viene de explorar la era de las cavernas. Sabía que su mensaje perduraría. Su motor fue el de la Historia interpretada con sus propios ojos, el de la opinión fundada en el contraste, la sinceridad y el anhelo por una vida mejor en la Tierra. La moral limpia y la honradez se conservan muy bien en papel, son como un elixir de juventud, de modo que cuando alguien lea hoy este libro de un sexagenario (lo era cuando lo escribió) puede que le sorprenda cuánto comparte todavía con ese neoyorquino nacido el siglo pasado al que la muerte no ha restado vigor.  

David Foster Wallace. Biografía



Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Biografía de David Foster Wallace; D.T. Max; Debate; 447 pág.

Hace unos años mi hijo me preguntó la diferencia entre querer y gustar, y estos días he recordado su duda mientras leía el prefacio a la biografía del escritor David Foster Wallace, donde D.T. Max explica por qué decidió lanzarse a una investigación que al final le ocuparía cinco años. Max cuenta que todo empezó al acudir a un homenaje a Wallace un mes después de que apareciera ahorcado en su casa. Los presentes en el acto, que tuvo lugar en la Universidad de Nueva York donde el escritor había dado clases, hablaban de una pérdida al estilo de la de ese chico que había confesado en internet: “Estoy sorprendido por el modo en que me ha afectado la muerte de Wallace; me afecta no en plan “Oye, qué mal”, sino en plan “Vete, no quiero hablar con nadie””. Hasta entonces, Max no sabía sobre Wallace mucho más que sobre algunos otros famosos en el centro del cotilleo apasionado pero en ese lugar comprendió que se hallaba ante un fenómeno distinto. Los lectores sentían un afecto por él que trascendía, con mucho, el aprecio. De alguna forma, lo amaban.
Que Max hubiera decidido arrancar sus más de 400 páginas pulsando la tecla del afecto profundo indicaba que había reconocido lo más esencial de esta historia, que era de amor, porque ante la noticia de la muerte de Wallace yo había sentido ese mismo desamparo, y necesité evocar varios de nuestros grandes momentos juntos. Al saberlo, me sacudieron un agradecimiento y una pena superiores a los provocados por personas cercanas a los que había visto morir. Recordé la pregunta de mi pequeño, gustar o querer. Si mi tipo de afecto debía reducirse a una de esas simples palabras, yo a Foster Wallace lo había querido. Por reflejo, me pregunté qué otras muertes de escritores me habían provocado semejante impresión de pérdida, e intenté imaginar cuáles de entre los aún vivos lamentaría así, lo que supuso alinear a mis auténticos amores literarios contemporáneos. Tras el recuento, me sobraban muchos dedos. D.T Max había estimulado esa reflexión en cinco estupendas páginas de modo que me adentré en el libro creyendo en su contenido.

Una particularidad que reúne a bastantes lectores de Foster Wallace es creer que sabemos cantidad sobre él, porque a alguien con quien has compartido tan buenos ratos de humor, ansiedad, dolor, deporte, sexo, alguien que te habla como tú hablas -aunque lo haga con refinada técnica- y del mundo en el que tú vives, alguien con quien has compartido tanta tele y tanto cine (escribía a menudo sobre ambos) y con quien has paseado por granjas, tansatlánticos o caravanas políticas, ya lo consideras una especie de amigo, y a los amigos uno suele creer conocerlos.
Lo que más o menos hace D.T. Max en esta biografía es demostrar que no estábamos equivocados, que Wallace era y es tan amigo como pensábamos, si bien ayuda a separar de una forma más exacta al hombre de su creación. Y ese hombre sigue una peripecia complicada cuando no rocambolesca, llena de contradicciones y momentos iluminadores, propia de un personaje de Wallace, claro. Algunos han tachado de “blanca” esta biografía echando quizás en falta un poco más de mezquindad o trapos sucios entorno al protagonista. Desconozco algunas cotas de corrupción, deterioro o mala baba que pudiera alcanzar el ciudadano Wallace pero, existieran o no, el libro de D. T. Max presenta a un individuo con serios problemas mentales que le impulsan constantemente a la autodestrucción, adicto al alcohol, a un buen surtido de drogas y a casi cualquier medicamento que se le pueda cruzar mientras busca -y afortunadamente de vez en cuando halla- cierta tregua en la escritura creativa y en alguna mujer. Es un retrato donde menudean los centros de rehabilitación, las acogotantes dudas existenciales y artísticas, la ambición por conseguir una nueva narrativa que comprima el aliento de una época... porque, antes que cualquier cosa, esto es el retrato de un artista descomunal volcado en la empresa de aprehender el pálpito del siglo XXI. También es la historia de un brillante desplazado con tendencia a perder, como muchos de sus personajes. Porque, pese al cierto reconocimiento que Wallace obtuvo en vida, nunca se consideró ni remotamente colmado o reivindicado o como sea que debe sentirse alguien para que al cumplir cuarentaypico no necesite recurrir al suicidio.
La genialidad de Wallace fue su triunfo y su lacra, como suele pasar. La broma infinita, la novela que lo catapulta, sintetiza muy bien su personalidad: una obra arrolladora y mastodóntica que pivota sobre tres tipos de adicción, tan deslumbrante como farragosa o cansina pero que sin embargo guarda siempre un aliciente, esa chispa que el lector le pide a cualquier libro para continuar enganchado a él. Es un libro que me regaló uno de los instantes más imborrables de mi vida lectora cuando, al alcanzar la página 837, me pregunté por qué seguía leyendo esa historia en ocasiones inconexa sin un argumento semilógico al que agarrarme. ¿Qué seguía tirando de mí? Me gusta, respondí. Pese a las numerosas descripciones minimalistas atestadas de vocabulario ultratécnico o los arrebatos ensoñadores de algún protagonista o los episodios de un absurdo difícilmente digerible, la novela crecía a base de hallazgos tanto formales como de léxico -¡esos neologismos mnemotécnicos!- y contenido argumental incurriendo en territorios que nunca antes había visto atacar, o no desde aquel ángulo, aprendiendo sin cesar, aguardando la siguiente novedad o sorpresa o desafío, que podía venir desde cualquier lado. Por supuesto que me cansaba, arrastrado con frecuencia a espacios antipáticos, obligado a buscar en el diccionario palabras que quizá ni existían, harto de párrafos que sonaban a poco más que una invención ingeniosa, pero el conjunto poseía un sentido en el que de algún modo reconocía el mundo donde vivía. Y en esa página 837, que tengo marcada en la novela, me dije que si seguía ahí era porque Wallace me había hecho adicto. Adicto a su prosa y sus historias. Me había convertido en uno de los personajes que yo mismo estaba leyendo. Ellos eran adictos a la marihuana, el tenis, la televisión. Yo, a la literatura de Wallace. Y entendí de una forma estremecedoramente real lo que sentían los personajes a los que aquel monstruo me había enganchado.
La broma infinita es, además, una apoteósica exhibición de la capacidad para conectar significados, palabras, informaciones. Expertos en estadística y psicología afirman que desde la revolución industrial, cada generación piensa un cinco por ciento más rápido que la anterior. En el caso de Wallace no está claro el desfase de su porcentaje pero sin duda se avanzó unas cuantas generaciones a la suya, y aun sin considerarse un intelectual, alumbró ideas y, sobre todo, una forma narrativa, dignas de teóricos capitales.
La velocidad de estas sociedades cada minuto más rápidas en las que incesantes avalanchas de información saturan la realidad haciéndola hipercambiante, obsesionaba a Wallace, empeñado en indagar sobre el encaje de la literatura en un ecosistema tan aparentemente hostil. Así, trató de enmarcar el flujo de ese nuevo pensamiento ultraveloz que se distinguía por una inaudita facilidad para establecer asociaciones instantáneas y cuyos usuarios, ante la dificultad para hallar sentido en presuntas verdades o principios que poco después perderían su significación o la habrían modificado, preferían concentrar esfuerzos en entretenerse para no caer en el horror del vacío.
Ese nuevo pensamiento se alimentaba esencialmente de imágenes encadenadas, y por eso Wallace dijo o vino a decir que la televisión es comida, además de escribir numerosos y extensos artículos analizando desde series televisivas al modo como abordaban los medios de comunicación cualquier acontecimiento.
El vertiginoso flujo le impulsaba no solo a explicarse el mundo a sí mismo sino a reexplicárselo en una infinita búsqueda de orden. Pero cómo iba a ordenar aquel caos. La inclinadísima pendiente por la que se decantaba el día a día le impulsaba a menudo a apartarse de la estricta ficción y escribir periodismo literario acudiendo a “un realismo incómodo y sincero destinado a un mundo que había dejado de ser real” pero cuyo análisis le salvaba de despeñarse hacia la locura o la muerte. Aquello, la realidad, por muy extravagante que pudiera parecer, era verdad. Existía. Y si eso existía, podía existir él.
Su habilidad para normalizar el absurdo e incluso anticiparse a disparates venideros podría ilustrarse a través de su pelea a puñetazos con un vecino que maltrataba un libro en el que se defendía el postulado wittgensteniano de que el mundo no es nada más que hechos observados. Es decir, como diría Wallace, que “la cabeza de cada uno es, en cierto sentido, el mundo entero”. Curiosamente, en septiembre de 2013 corrió la noticia de que un hombre había disparado a otro en la ciudad rusa de Rostov tras discutir sobre un libro de Kant.

Y entonces, la gran cuestión: ¿Era posible la felicidad en aquella selva fulgurante donde nada parecía durar? Wallace tenía muy claro que a la felicidad se llegaba por amor y su forma ideal de materializarlo era en compañía de una mujer. D.T. Max relata la dificultad de Wallace para sostener relaciones duraderas, sus bloqueos a la hora de intimar con mujeres a las que admiraba y en consecuencia respetaba de un modo que terminaba minando la intimidad. También plasma muy bien el perjudicial exceso de teoría que Wallace vuelca en sus romances, cuando a menudo habría preferido resolver algunos encuentros del modo más básico. De hecho, hay momentos en los que Wallace se pregunta si todo lo que hace, la escritura incluida, solo persigue el objetivo de “meter mi pene en tantas vaginas como sea posible”.
Esta “confesión” llega a través de una charla con su amigo escritor Jonathan Franzen, y por impúdica que pueda antojarse no extrañará demasiado tras escrutar las opiniones de alguno de sus alter ego literarios. Y es que en la sinceridad de su exposición radicaba uno de sus valores clave, aparte de en el virtuosismo estilístico.

D.T. Max presenta a un hombre bastante convencido de lo que sabe y no sabe hacer, sin reparos para asumir que tiene los gustos musicales de un adolescente o que después de dos años como profesor se aburre como una ostra en el aula, si bien su sentido de la responsabilidad le espolea a mantener el listón alto y seguir impartiendo clases que le valdrán el respeto cariñoso de sus alumnos. Él habría deseado escribir sin descanso, perfeccionar esa forma de narrar que, era muy consciente, le llevaba por un lugar no trillado y que le valió acusaciones de artificioso o exhibicionista, entre otros calificativos típicos que suelen usar los que no soportan la investigación o la prueba. Wallace, sabedor de que estaba dando rienda a una pulsión natural -¿de qué otra forma habría podido producir semejante cantidad de páginas?-, continuó a lo suyo, ambicioso como el que más, y un poco envidioso de la popularidad de por ejemplo Franzen, se desprende también de la biografía.
Fue un monstruo que sabía que lo era pero no conseguía acotar su poder, la amplitud del campo de batalla lo abrumaba al igual que él abrumaba con frecuencia a sus lectores, y las obsesiones comenzaron a imponerse en forma de repetición claustrofóbica, empujándole a un bucle agotador.
Y aquí es donde la biografía adolece de un grave tropiezo al no evaluar la importancia de los relatos de Extinción. Recuerdo que al leer ese libro pensé que Wallace debía estar pasándolo mal. Sus relatos reincidían en atmósferas asfixiantes que había descrito otras veces de un modo más ágil y certero. Los de Extinción eran relatos a menudo demasiado largos donde volvía sobre los mismos temas recreándose en lo opresivo y la debacle y la insensatez. Toda aquella depresiva exhibición la coronaba el breve relato que daba título a la obra. Extinción narra el abrasamiento de un bebé en sus propios pañales, un relato bestialmente perturbador, de un desasosiego insano, suficiente para atisbar el devastador estado espiritual de Wallace durante la escritura de aquellas piezas.
Al leer el volumen, pensé que Wallace había entrado en un callejón sin salida, que quizás incluso se estuviera aburriendo, justo lo que según la cultura que él mismo había analizado, no podía llegar a suceder jamás, al menos si pretendías seguir más o menos en órbita. Porque criticaba el reinado del entretenimiento, sí, pero reconociendo su incontestable imperio. Por otra parte, el relato del bebé hablaba de una oscuridad demasiado pavorosa que yo tampoco deseaba explorar y resolví que si Wallace seguía tan reiterativo y negro, quizás -con él, cualquier conato de ruptura tras unos textos decepcionantes siempre debía venir precedido de un “quizás”- no le volviera a leer. Pese al espléndido y terrible relato.
D.T. Max, eso sí, refleja muy bien a un Wallace condenado a la ansiedad, cuya óptima lucidez le hizo poner en la balanza hasta qué punto compensaba continuar tolerando esa descomunal insatisfacción que le había hecho plantearse varias veces el suicidio. Su tormento es visible en la biografía. Max insiste en la cotidianeidad opresiva que Wallace enfrentaba, en cómo distintas personas intentaron aliviarle, su propia recurrencia al humor para contrarrestar de alguna forma las oleadas de angustia que desvirtúan la vida alrededor, despojándola de sentido. La capitulación final.
Wallace llevó a un extremo tan literal algunas ideas románticas que muchos de nosotros cultivamos, y lo hizo con una libertad creativa tan envidiable, que resulta muy difícil no proyectarse tarde o temprano en sus escritos, sobre todo si has nacido en el último tercio del siglo XX. Esto quizá tenga que ver con el ritmo asociativo que impone su lectura, ese otro tempo al que hemos accedido. No es un autor “redondo”, ni mucho menos, sus textos no suelen ser cerrados ni perfectos, pero da algo inusual y necesario para el alma.
Como pertinaz lector de Wallace, agradezco a D.T. Max la oportunidad de haberme llevado un poco mas lejos en la íntima relación con un autor que entendió la literatura fiel a la vieja hermosa valentía, pese al dolor. También agradezco que me haya ayudado a comprender su suicidio, de manera que la muerte que un día me apenó, hoy me consuela.