Butcher's crossing


Butcher's Crossing; John Williams; Lumen; 358 pág. 

Stoner es uno de los libros que siempre me acompañarán. Creo que en él, John Williams aprehendió el pulso del tiempo. Esa historia parece avanzar con la plácida inexorabilidad de un corazón sano. Cada palabra, cada frase, bombea como si formara parte de una rutina pero sabemos que esa palabra, esa frase, son fundamentales. Un paso. Luego otro. Una lentitud que fascina, porque ni siquiera es lenta. El sosiego de la narración, la calma con la que el protagonista va puliendo su carácter sin estridencias, tratando de acomodarse a la cotidianeidad al margen de golpes de efecto... el modo como Williams logra hacer de una vida común y muy discreta un universo de sutilezas e intensidad... la manera como nos enerva desde esa misma calma, rogando por que Stoner reaccione, y cuando lo hace, a su forma tan cuidadosa, nos alegra y exalta con envidiable elegancia. En Stoner, Williams presentó a un hombre que salía adelante adaptándose a las circunstancias tratando, sobre todo, de no herir y continuar pegado a sus libros, al mundo que le refugiaba. Despejaba el rencor, intentaba conciliar, respetar, capeaba las desgracias, intentaba no torturarse. Y en esa lucha diaria por seguir a lo suyo -no aspiraba a ser feliz, comprendía la quimera de ese hito-, defendiendo de alguna manera su calma, Stoner emerge como un personaje legendario pese -y gracias- a su constancia en esquivar cualquier épica.

Por eso, leer Butcher's Crossing, una novela anterior de Williams, adquirió para mí la categoría de necesidad. En esa obra buscaba los orígenes de Stoner, alguna pista, además de otra historia homogénea y perdurable, aun sabiendo que Stoner suponía una cima, y como tal, difícil de superar. Butcher's Crossing es un western ubicado en el siglo XIX. Cuenta la peripecia de un joven graduado en Harvard que desea romper con su entorno intelectual y exponerse físicamente enfrentando a la naturaleza. Por eso acude a la localidad que da título a la novela, donde conoce a un cazador de búfalos que lo recluta para ir en busca de una manada casi mítica junto a un desollador y un ayudante fiel.
El equipo emprende una expedición en la que los límites morales de cada uno van a aflorar de forma límpida, recortados nítidamente contra un entorno de pureza inmisericorde que les va a recordar su insignificancia, y los peligros de la ambición. De todos modos, estas lecciones se deslizan poco a poco. El paisaje impone siempre su criterio, determina las acciones. El paisaje es la presencia omnipotente y decisiva, su magnitud, su apartamiento de cualquier civilización, introducen a una nueva dimensión del tiempo. Los hombres deben someterse al peregrino latido de las jornadas. El sol. La luna. Un paso. Luego, otro. Días que se desgranan en praderas inmensas que alfombran cadáveres de búfalos, o la nieve. Paréntesis existenciales en los que los hombres se centran en matar búfalos y en proteger sus propias vidas. Sus actos, sus pensamientos, al aparecer aislados en aquella vastedad, adquieren otra grandeza. La capacidad de Williams para domar el tiempo y destilar a la vez su contenido es insólita. De ahí la paz de sus relatos, que avanzan con firmeza paquidérmica.
En este libro, Williams opta por una épica evidente. La vida y la muerte, sea de hombres o animales, centran el curso de la historia de modo que las situaciones son extremas, la tensión es obligada. Y, sin embargo, la cadencia de la prosa parece atemperar los hechos. Se antojan tan naturales, tan lógicos, que al comprenderlos y a veces casi vaticinarlos, el dolor, el miedo o el desconcierto parecen amortiguados... pero no es verdad, sino todo lo contrario, porque al haber comprendido tan bien las consecuencias de aquellas acciones, imágenes y significados anclan en algún lugar profundo dispuestos a permanecer y, quizás, a iluminarnos en el futuro.
Hoy, varias semanas después de leer Butcher's Crossing, continúo recordando episodios, a menudo con muchos matices. Hay momentos memorables que podrían resumirse en una escena o en una foto, por el simbolismo. Me acaricia aún el refinamiento de sus violencias, de sus tensiones. Admiro la libertad que emanan dos de los protagonistas. Y en esa forma de transmitir desaliento o ilusiones a fuerza de inspirada calma, reconozco muy bien al autor de Stoner. “La callada y lenta fluidez de la escena tenía absorto a Andrews”, escribe en este libro el de Texas acercándonos a su propia poética, tan atenta a la transitoriedad de las pasiones y la esperanza. Una poética que deja libros que no solamente recuerdas al cabo de los años sino que puedes reconstruir sus escenas, aún influido por su significado.

Un poeta de verdad

Hace unos días coincidí con Luis García Montero en Galicia. Él iba a leer su poesía, y a comentarla desde la tribuna que le concedía el festival Coruña Mayúscula, pero antes de aquello recordamos nuestro primer encuentro en Granada, cuando Luis vivía con su primera mujer y yo acababa de estrenarme como pasajero de avión, ya bien entrado en la veintena.
Habían pasado casi veinte años y cambiado muchas cosas desde entonces, e importantes, pero él seguía siendo poeta. De hecho, era un poeta lo bastante reconocido como para tener a dos periodistas con cámara adosados todo el tiempo porque preparaban un documental a fondo sobre él y llevaban no recuerdo si dijeron meses o incluso algún año siguiéndole adonde se dejara seguir.
Luis acaba de publicar su tercera novela, Alguien dice tu nombre, y aunque aún no la he leído sé que lo haré porque me interesa su ética y su forma de contar. De hecho, Coruña me dio la oportunidad de escucharle de nuevo físicamente cerca y, además de hablar de fútbol -también nos une una jornada de fin de Liga infausta para mi Barça, apoteósica para su Madrid, y que le dejó sudorosamente derrengado contra un árbol-, entre vestíbulos, paseos, copas de noche y su intervención, fui recogiéndole unas perlas que hoy reúno para ofrecer un perfil rudo basado en sus propias palabras. Ahí va. Con vosotros, un poeta de verdad:

“La emoción tiene que ver a veces con el sentimiento de verdad. Para eso hay que ser consciente de que el arte es un ámbito de hospitalidad”, dice Luis antes de señalar que las Cartas literarias a una mujer de Gustavo Adolfo Bécquer forman una parte fundamental de su poética, a la vez que para escribir de amor recomienda “dejar la cabeza un poco fría. Hay que tirar de oficio” si no quieres que la pasión te desvíe de la palabra o la frase más precisas.
Luis cita a otros de sus imperdibles, como Alberti o Blas de Otero, al que matiza su famosa sentencia “la poesía es un arma cargada de futuro” porque, dice Luis, “identificar la poesía con un arma me da miedo, aunque creo que la poesía sí interviene en la realidad. Y está comprometida para hablar de amor o de una huelga general. Los poetas hacen una labor a largo plazo. Ese poeta que yo soy no sería así si no hubiera leído a Neruda, Vallejo... aunque un informativo bien manipulado cree más corriente de opinión que cualquier libro de poemas.
Pero me parece importante insistir en lo profundo de nuestro trabajo a largo plazo, en la transmisión de las ideas de conciencia a conciencia”.
Tiempo atrás hubo una encarnizada polémica que dividió a los poetas españoles. A los más apegados al día a día se los llamó “de la experiencia” y los que apostaban por una fantasía menos realista fueron distinguidos como “de la diferencia”. Con distancia podría parecer casi broma pero fue una contienda ardua y visceral que dejó muchos rencores enquistados y palabras peor que feas en el aire. Debatiendo sobre sociedad, política y formas de abordar versos, los implicados se preguntaron por el sentido de los mismos.



En Coruña, Luis volvió a enfocar aquel tema: “Si la poesía se escribe para otros poetas, si se confunde calidad con dificultad, si se olvida que el poeta es un ciudadano y a uno le da por disfrazarse de profeta, la poesía deja de tener sentido.
Pero creo que en poesía se ha mantenido el compromiso ético. Y, además, la situación que vivimos está haciendo que la literatura vuelva a acercarse a la sociedad. Me parece otra buena noticia”.
Alguien preguntó por los restos de Antonio Machado. “Soy partidario de que vuelvan a España. Siento antipatía por esa zona del sur de Francia que se llenó de campos de concentración. Los franceses no se portaron bien y me gustaría ver el retorno de Machado. Pero no a Sevilla. Él no se identificaba con Sevilla. Me gustaría que lo enterraran en el cementerio civil de Madrid, junto a los grandes líderes”.
Luego, Luis recuerda un viaje de homenaje a Machado a Colliure al que también fue Ángel González, otro de los poetas que admira. Y vuelve a leer: “Las palabras conservan el calor del cuerpo que las dice”. “Hay que ponerse en duda a uno mismo”. Buen gancho para abordar el papel del pensador: “Tanto la labor intelectual como la del artista es inseparable de la conciencia crítica. La educación artística y la actitud literaria tienen como base la capacidad de imaginar que te ayuda a ponerte en el lugar del otro y buscar alternativas.
La conciencia crítica debe defender la cultura como una parte de la educación. Se está derivando todo hacia el entretenimiento, que a veces es muy zafio. Me gusta pensar como nos enseñó Camus: que el tiempo de ocio sea digno. Se trata de combatir la zafiedad y el populismo”.
Por eso se muestra preocupado por el desprestigio creciente de las humanidades y alude al libro de una pedagoga que ha estudiado esa coyuntura, vinculándola al problema económico. Según la investigadora, en el tiempo que vivimos tener éxito equivale a poseer un trabajo que permita acumular dinero. Si no, eres un fracasado. “Para hacer frente a eso -dice Luis-, la pedagoga defendía la enseñanza de la literatura como manera de educar la sensibilidad de la gente. Entre otras cosas porque la imaginación resulta imprescindible para entender el dolor de los demás”.
Eso sí, aun entendiendo que “las humanidades son una parte decisiva de la cultura democrática”, no propone que éstas disputen espacio a la ciencia. Más bien considera “tonta” esa competencia y asegura que “los humanistas muchas veces hemos metido la pata intentando disfrazar nuestro discurso de un halo científico. Es un error, porque cuando olvidamos la raíz de la mirada humanista no solo traicionamos nuestra formación sino que hacemos que se olvide la poesía de su trabajo”.

En Coruña hablamos de más cosas, claro, pero éstas son algunas.