Kapitoil, Teddy Wayne, Blackie Books, 324 pág.
De
entre las últimas aproximaciones al mundo financiero desde la novela, una de
las más convincentes es Union Atlantic (Salamandra), de Adam Haslett.
Asombra el conocimiento de las fluctuaciones bursátiles, del juego especulativo
o de la jerga profesional, la fenomenal ilustración de Haslett sobre ese tema
que a los escritores suele asustar por ajeno, intrincado y espinoso. Ambiciosa
y estupendamente ejecutada, Union Atlantic plantea disyuntivas morales
de un modo original y es difícil hallar una obra equiparable en los últimos
años.
De
todas formas, Haslett es un autor maduro que llega a esa novela tras una
plausible –aunque tampoco demasiado larga, conste- trayectoria. Adentrarse en
las complejidades del mercado global parece una empresa reservada a escritores
más bien curtidos y por eso sorprende aún más que alguien aún más joven que
Haslett, Teddy Wayne, haya resuelto tan notablemente el desafío de encarar ese
universo en su novela Kapitoil.
La
historia pivota entorno a Karim Issar, un chaval qatarí con superlativo talento
matemático que trabaja desde no hace mucho para una gran compañía de Nueva
York. Karim es exótico desde el minuto uno, porque es musulmán y porque
decodifica los hechos de una manera bastante científica. A veces, desprende una
auténtica sensación de robot.
Como al
principio no se relaciona demasiado con sus compañeros y trabaja
desorbitadamente, desarrolla un programa, Kapitoil, que permite predecir de
forma muy certera las oscilaciones del precio del petróleo en un futuro
inmediato. Su jefe le sonríe, le promociona, le promete cascadas de dólares si
continúa en esa línea. O sea que Karim triunfa donde un porcentaje elevadísimo
de ciudadanos del mundo desea triunfar, si bien su padre, que continúa en
Qatar, se muestra cada vez más molesto con el deslumbramiento de su hijo por
aquella cultura en las antípodas de su imaginario.
El
gancho diferenciador de Kapitoil es la voz narrativa. Ese genio que habla y se
mueve como si fuera un poco tonto ante las fauces de Wall Street, tiene un no
sé qué entrañable. Su acérrimo apego a la verdad, su intento de mantener la
integridad pese a las tentaciones constantes, su férrea moral excéntrica, le
vincula a héroes de cuento casi infantil, a la juventud más pura, más digna, a
lo mejor de las personas... (una sinceridad que parece evaporada de la juventud
occidental, quizás aquí nuestros jóvenes hayan empezado a asumir la mentira
desde la infancia).
El caso
es que la autenticidad de Karim hace pensar de algún modo en la del Holden
Caulfield de El guardián entre el centeno. Karim es extranjero,
correcto, no miente, se lo cree todo, intenta no fumar ni beber... mientras que
Holden es un hijo de su tierra, prodigioso provocador que suelta unas bolas
descomunales y desconfía de los adultos, y fuma y bebe y lo que haga falta...
pero ambos coinciden en pretender un mundo mejor, ayudan a los demás, sobre
todo a quienes creen que lo merecen, aspiran a que la gente no se ponga triste
alrededor, y tienen hermanos pequeños que no viven con ellos.
El
suspense creciente también juega a favor de la historia, si bien la voz tan
maquinal de Karim le lleva en ocasiones a discurrir de un modo poco creíble,
forzado, porque la tensión de ciertas coyunturas y las emociones que derivan,
casan mal con la presunta frialdad de un chico que atraviesa una etapa
explosiva... y se entrega a ella.
De
cualquier forma, son pasajes muy concretos que no impiden hacer creíble a la
voz, lo suficientemente sólida y homogénea y coherente a lo largo del resto de
la novela. Que esa voz se mantenga en su sitio aguantando las embestidas del
exterior, cobra aún mayor sentido cuando se observa que todo apuntaba a
consumar una crítica aún más contundente de lo esperado a la voracidad del
sistema económico (y mucho más) estadounidense.
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