> Maracaná, el más grande, aunque sea mentira | Gabi Martínez

Maracaná, el más grande, aunque sea mentira

Este juego que no existe a no ser en el pensamiento y no tiene otro resultado más allá que la obra de arte”. Gilles Deleuze analizando Alicia en el país de las maravillas.



Algunos aún defienden que Maracaná es el estadio más grande del mundo, y aunque físicamente es mentira en el fondo quizá sea verdad. Río de Janeiro ha llevado la pasión por el fútbol aún más lejos, que ya es decir. Tiene cuatro equipos en la primera división brasileña y siguiendo la historia de cada uno se puede intuir muy bien el alma de la ciudad. Playa, música y favelas giran al ritmo de una bola cuya influencia va a cambiar la cara de la metrópoli: hoy, los cariocas trabajan pensando en el Año Grande de 2014, cuando Río acoja el Mundial. Luego vendrán los Juegos. Ah, el deporte. Tan sano. La cocaína y las granadas ya están padeciendo el poder de las pelotas, con todas esas inmobiliarias aspirando a derruir favelas con vistas al mar; con miles de policías ofreciendo pactos a narcos, o deteniéndolos. Y ahí, observando, un puñado de escritores que aún no saben si entusiasmarse o qué, pero apuntan, apuntan, apuntan, “que algo saldrá”.

Ahora que en otras partes del planeta a algunos escritores les ha dado por recuperar esencias griegas y escribir, por ejemplo, de correr (Murakami, Echenoz), los brasileños continúan con su fútbol de siempre reverenciando a cronistas estilo Nélson Rodrigues, aquel antológico hipermiope que escribiera: “En fútbol, el peor ciego es el que sólo ve la bola”. Con esta frase, Rodrigues hace pensar en bastantes escritores que al escribir sólo han visto escritores y recuerda que el fútbol contiene tanto mundo como todo lo demás.
Aquí, el fútbol va a servir para hablar de Río de Janeiro, la metrópoli deportiva, con ese paseo marítimo que ofrece uno de los mayores espectáculos de ombligos sobre asfalto. Pasear con el torso desnudo y las manos vacías es un ritual carioca. Los estómagos, fileteados o no, se muestran sin vergüenza. Pasa gente haciendo footing, en bici o monopatín, y el número de pectorales y bíceps llamativos sugiere la popularización del desayuno a base de anabolizantes. Las playas de Río son una tribuna de cuerpos que marchan al unísono, a veces casi marciales, preparándose para afrontar los grandes partidos que se juegan de noche en las discos, los bares, las terrazas.
A lo largo del paseo hay tatamis de musculación, barras de gimnasia, masajistas variopintos y redes, montones de redes, sobre todo de fútbol pero también de voleibol, donde se juega en tanga o slip. En Río da la sensación de que mucha gente no sabe ir con ropa encima y por eso cuando se la ponen, a menudo tiende a ser fea.
El carioca se desnuda para exponerse al sol y al mar bravo tras una vida en la playa asumiendo que si debía elegir entre disfrutar los elementos y la vergüenza, no había color. Pero no siempre fue así. Hace un siglo, Río no quería saberse tropical y se esforzaba por vestir y actuar a la europea, signo de civilización. Por eso se aficionó al fútbol, aquel deporte de ingleses que de pronto prendió en los clubes de remo desplazando a unos cuantos regatistas de las barcas al esférico. Además, se podía jugar en la arena, ni siquiera había que alejarse del mar.

El mar. “En el mar estaba escrita una ciudad”, afirma aún Carlos Drumond d’Andrade, hecho estatua en el paseo, de cara a la inmensidad atlántica y a los jóvenes negros que se pasan un balón intentando que no caiga al suelo. Dos de ellos llevan camisetas del Flamengo. Es media mañana de un día laboral, ¿qué hacen jugando a fútbol? “De cada cuatro detenidos, uno lleva camiseta del Flamengo”, es una cantinela repetida en la ciudad. Un diputado planteó prohibir enfundarse camisetas de equipos en la calle para no estigmatizar a las hinchadas. El caso es que si bien el Flamengo nació de un elitista club de remo, hoy es icono de desfavorecidos, ariete del lumpen, ilusionador de vidas difíciles. Sus cánticos son los más fieros e intimidadores y los acompañan con una coreografía inspirada en los musulmanes partidarios del Ayatolá Jomeini. Los rivales dicen que lo mejor de las victorias del Flamengo es que los índices de criminalidad descienden en la ciudad.

El Flamengo arrastra más fans que nadie en Río, las tardes de partido los bares se abarrotan, las terrazas se alargan por la acera y se escuchan como nunca los uuuy y los gol. También por eso, y por el éxito del equipo en las favelas, Madonna se puso una camiseta rojinegra cuando actuó en Río.
Aunque no haya estadísticas, Flamengo posee una afición muy negra, porque abundan los negros pobres. El mito del Brasil multirracial se estrella contra la realidad cotidiana. Siendo cierta la mixtura, los negros aquí también llevan las de perder. La penúltima polémica señala que entre el regimiento de periodistas que cubrió el Mundial de Sudáfrica, sólo uno era negro. Y continúa advirtiendo que en el video promocional del Mundial 2014 no aparece un solo negro. Ni siquiera Pelé, Ronaldinho o el músico y ex ministro Gilberto Gil. Pero sí, conste, el escritor Paulo Coelho. Entre unos 500 diputados, uno -sí: uno- es negro. Incluso en Salvador de Bahía –donde se calcula un 85% de población negra-, “cuando vas a los restaurantes caros no ves clientes negros”, asegura Antonio Martínez Luciano, director del Instituto Cervantes de Río.
La historia de Carlos Alberto es ejemplar. Ocurrió en 1912. Aunque Fluminense, primer gran club de Río impulsado por la nobleza urbana, se había negado al principio a aceptar jugadores no blancos, los resultados persuadieron a los directivos de cambiar la política, y ficharon al mulato Carlos Alberto. En el primer partido, un aficionado le increpó por su color. Para evitar el llamativo contraste de su piel con el de los otros diez compañeros, en el siguiente match Carlos Alberto se emblanqueció la cara con pó-de-arroz (polvo de arroz). Cuando comenzó a sudar, el pó-de-arroz fue desprendiéndose, moteando a Carlos Alberto en plan cebra así que la afición contraria comenzó a gritarle “pó-de-arroz, pó-de-arroz, pó-de-arroz”, firmando una gloriosa página de la ignominia futbolística.
Casi treinta años después, Stefan Zweig, impresionado por la belleza y las posibilidades de Brasil, escribiría un libro de referencia sobre el país en el que, sin embargo, deslizaba alguna opinión poco acertada: “La nación brasileña descansa desde hace siglos exclusivamente sobre el principio de la mezcla libre y sin trabas, de la igualdad absoluta de negros y blancos, morenos y amarillos”.
Enamorado de Río, se le nubló el criterio hasta el punto de convencerse de que los individuos alrededor no necesitaban “tensiones violentas y vehementes ni éxitos visibles y aprovechables para estar satisfechos. No es casualidad que el deporte, que en última instancia es la pasión mutua de la superación, no alcanzó en ese clima –que induce más a la tranquilidad y el goce cómodo- la preponderancia absurda a la que se debe en buena parte el embrutecimiento y la desespiritualización de nuestra juventud” (europea).
Ay, si Zweig hubiera visto este verano las bicicletas portadoras de pósters electorales con los rostros de los candidatos Bebeto y Romario, los excracks reciclados para la política... Si supiera que Romario es a Río de Janeiro lo que Arnold Schawrzenager a Los Ángeles... La varita del fútbol brasileño convierte a jugadores en políticos, en poetas. Romario vuelve a funcionar como ejemplo. El llamado latifundista del área sigue demostrando destreza y criterio fuera del césped, y por eso cuando Pelé arremetió contra él –Pelé es el oligarca omnipresente y por eso no demasiado querido-, Romario respondió: “Pelé callado es un poeta”. Y la intelectualidad carioca se derritió, claro. ¡Poeta! ¡Tú sí que eras, eres, poeta! ¡Viva Romario! Entonces uno se pregunta cómo ser escritor en un lugar donde todos suspiran por un sueldo dando chutes e incluso los futbolistas son poetas. Pero, ¿por qué? ¿Por qué ellos son poetas?
Porque, al margen de ganar, los brasileños siempre quisieron dejar claro que lo que de verdad les gustaba era el juego. Hacerlo divertido y plástico, como un baile encantador. Hermoso. Brasil, patria de O jogo bonito, donde la capoeira y la samba se bailan con botas de tacos pivotando sobre un balón, y hay líricos del taconazo (Sócrates, ¡Sócrates! se llamaba aquel virtuoso), magos (Pelé), jugadores capaces de emular a dibujos animados (Romario), de marcar de chilena un gol decisivo en el último segundo (Rivaldo) o de inventar, inventar, inventar (Ronaldinho).
Ese delirio juguetón, aderezado con algo de la clásica pillería carioca, desgajó al fútbol brasileño “del ordenado original fútbol británico para volverse la danza llena de sorpresas irracionales y variaciones dionisíacas que es”, escribió Gilberto Freyre en el prefacio a El negro en el fútbol brasileño de Mário Filho.
Brasil parece poseer los royalties del denominado fútbol-arte”, ha observado la escritora Claudia Mattos, autora de Cem anos de paixao, crucial para entender Río a través del fútbol.
-La identidad de Río se entiende mejor a través de sus clubes -dice Claudia, fumando en la calle porque en ningún lugar, ni siquiera en los que están al aire libre, dejan fumar-. Y esta identidad ha influido mucho en la de Brasil en general.
-El fútbol es un sello propio de Brasil -dice Fernando Molica, periodista y escritor-. Brasil representa al Tercer Mundo en la élite... a través del fútbol. En Sudáfrica, en Tailandia, en Marruecos, puedes ver a chicos con la camiseta de Brasil. Es el sello de que esto lo hacemos bien. Bueno, es un orgullo.
Mário Filho afirmó que aquí el juego debe ser florido para apreciarse, y por eso ha caído mal el giro resultadista de los últimos años, con planteamientos aburridamente defensivos que han igualado a la selección nacional con la mayoría del resto del mundo.

Hay camisetas por todas partes. Molica viste una antigua de Uruguay, en honor al Loco Abreu, actual delantero del Botafogo. Molica sufre incondicionalmente a este club impulsado por una élite sin poder económico pero de gran influencia social. Se supone que Botafogo arrastra a bastante artista, pensadores y así. Dicen que Botafogo requiere un entusiasmo quijotesco, que sus fans en realidad disfrutan de las derrotas, y viendo a Molica comentar un partido de su equipo cualquiera diría que es cierto.
Comiendo con Molica en una terraza del centro, pasa por la calle Ruy Castro, el biógrafo de Garrincha (y Carmen Miranda). Se saludan, hacen pronósticos para los partidos que vienen. Luego vamos a la vecina librería Folhas Secas. En la legendaria calle Ouvridor, se especializa en historia, música y fútbol. La dirige Rodrigo, que hoy está de aniversario, así que el grupo de chorinho que toca en medio de la calle cerrada al tráfico, le dedica un cumpleaños feliz que suena distinto, delicadamente tropical.
-Mira, el Loco Abreu-, dice Molica cabeceando hacia un chico con greñas largas, como el Loco auténtico. Es una fiebre. Si uno lleva el pelo largo, le apodan Loco Abreu. Si rizado, y es chiquitín, le gritan “¡Ey, Romario!”. Si es calvo y barrigón, el saludo consiste en “Hola, Mr. Ronaldo”.
El carioca bromea mucho, también para despistar las amenazas que se ciernen.
-No, no, no. Basta ya de seguir con eso –dice Molica-. Río es mucho más que favelas. No se puede seguir escribiendo sólo de delincuencia.
Pero es difícil sustraerse a los helicópteros azabache que aletean todo el día sobre morros donde por ejemplo la semana pasada varios asaltantes secuestraron a huéspedes de un hotel. Y es que la geografía de Río –desde Leblon a Flamengo, pasando por Ipanema, Copacabana y Botafogo- parece diseñada por un exigente esteta pirrado por escenarios de pavor, con los morros caóticamente miserables tendiendo su sombra sobre el llano en orden. El imperial Hotel Sheraton recortado contra la favela más emblemática de Leblon, al borde del mar, resume los contrastes que caracterizan a esta ciudad. Es cotidiano el contacto entre la creciente burguesía y los miles de pobres, muchos de ellos profesores, gente con estudios pero sin dinero.
Rubem Fonseca escribió bastante sobre intrigas y zafarranchos en Copacabana; la última literatura ha apuntado aún más por la línea delincuente; y con las incursiones cinematográficas de Ciudad de Dios y Tropa de élite –estos días se estrena su segunda parte-, Río ha asentado su mala fama de cara al exterior. Le cuesta proyectarse más allá de la obvia criminalidad, pese a que la metrópoli ofrece historias insólitas fruto de esta chocante, extrema convivencia. Por eso el escritor Marcelo Moutinho rastreó las favelas en busca de escritores y va a publicar un libro con narraciones de esos anónimos que a veces hablan simplemente de familia, amistad, amor.
De todos modos, es tan difícil esquivar la miseria como el fútbol, y ambas se juntan ahora para reformar la ciudad. La organización del Mundial y la Olimpiada han azuzado al gobierno a proponer a los habitantes de algunas favelas que se desplacen a viviendas de protección oficial. Casi nadie acepta. ¿Por qué?

Gracias a Ricardo Beliel subo hasta Dos Prazeres, una favela no pacificada. De hecho, Dos Prazeres acoge a varios narcos huidos de favelas que han logrado una relativa tranquilidad. Puro territorio comanche. El laberinto de chabolas trepa por una colina casi vertical. Las casas se sostienen con cimientos lamentables, a menudo se ven los restos de una casa despeñada. Hace unos meses, 34 personas murieron enterradas por deslizamientos en favelas y la municipalidad halló el argumento definitivo para incrementar la presión.
-Quieren sacarnos de aquí y llevarnos a sus viviendas del interior. ¿Para qué? Para levantar hoteles y apartamentos. Se mueren por tener estas vistas...-, dice Elisa Rosa Brandâo, de la asociación vecinal que hoy organiza la feijoada popular que está permitiendo subir a amigos y vecinos del barrio limítrofe a apoyar su causa.
En la cima del morro se disputa un torneo de fútbol en campo de tierra. Bajo una estructura de cemento comemos la feijoada. Las vistas de Río son asombrosas, emocionantes. Sentado sobre una baranda que da al abismo, un adolescente observa el partido. Lleva un cinturón con dos revólveres de culata plateada que refulgen al sol. Los narcos comen como si estuvieran castigados, todos de cara al fútbol, todos negros. Contra una columna descansa un rifle con mira telescópica. En distintas esquinas de la favela hay chicos que blanden walkie talkies.
-Desde abril de este año aumentó la presión para echarnos-, dice Flavio, líder de la asociación-. Dejó de pasar el bus comunitario. Nos paran los proyectos de huerta biológica, de pintar las casas. El prefecto cerró la guardería. Sólo ha pasado dos veces por aquí, en helicóptero.
-El único poder público presente en la comunidad es el poder policial-, añade Elisa.
-Esta favela existe desde 1945. Mira qué vistas. Y nos quieren llevar a un trozo de tierra feo, sin nada.
Los niños menean cometas con destreza genial. “Sirven para hacer señales. Y para introducir droga en las cárceles”, observa un experto. Hay un sorprendente minipuesto de libros, todos sobre anarquismo.
-No nos van a echar-, sentencia Flavio.
Hay un grito feroz en el campo. Han marcado gol.

Para los escritores debe ser difícil alejarse del imán de esta violencia. Los dorados 60’s y 70’s que atrajeron a Delon o a Aznavour forman parte de un ayer tan lejano como esa Europa, ese occidente que algunas élites intentan recuperar, y será por eso que, según una opinión extendida entre la gente de letras, los suplementos literarios y las escasas revistas brasileñas del sector prestan mucha más atención a los autores de fuera que a los locales.
Y eso que la iniciativa propia ha aportado satisfacciones. “Argumento fue la primera librería de América en poner café en el interior”, dice Laura Gasparian, hija de la fundadora. La propia Gasparian viajó a Nueva York a ver librerías con café, y descubrió que “ni siquiera allí existían. En ese momento, Barnes & Noble estaba pensando en abrir una”.
Varias librerías de la cadena Da Travessa incorporan igualmente café-restaurante, y en las estanterías pueden hallarse títulos de Milton Hatoun, Joao Ubaldo Ribeiro, Clarice Lispector, la colección Amores Expressos, que puso a viajar a los escritores brasileños por el mundo, Luiz Ruffato, desde luego que Paulo Coelho y, cómo no, el enorme Euclides da Cunha, el autor del impresionante Los sertones que nació en la provincia de Río. Un tema que cuenta con fieles seguidores es el de la emigración portuguesa a Brasil, y ahí es inevitable pensar en el Vasco de Gama, club fundado con esa emigración que habitaba los suburbios de tierra adentro y, sin embargo, demostró cómo integrarse en aquella ciudad tan marítima.
De todos modos, la atención hoy la capitaliza el Fluminense, el club más antiguo de la ciudad, representante de un esnobismo decadente, un vestigio de la ciudad antigua, un monumento a otra época, según Claudia Mattos. Juega contra Sâo Paulo en Maracaná. La hinchada tricolor entra en el estadio cantando el himno y se sitúa en la segnda gradería porque la primera está en obras, empieza el maquillaje para el Mundial. “Han destinado más dinero para la reforma de Maracaná que los romanos para la del Coliseo. La corrupción no se para en este país”, se quejan Moutinho, Mattos, Molica.
En la media parte, un octogenario en pantalón corto comienza a darle toques a un balón y así permanece, más de quince minutos, hasta que se reanuda el juego. Este señor se gana la vida así. Un superviviente, como el limpiabotas que viste con traje o el barrandero bailarín. Supervivientes creativos que imprimen enorme carácter a una ciudad, un país, dispuesto a jugar, que se atreve a todo. Ha habido una falta a favor de Sâo Paulo. El portero comienza a correr, planta el balón.
-¿Va a chutar?-, pregunto a Jander, mi ilustrado anfitrión, que pese a ser de Flamengo está haciendo el esfuerzo de acompañarme.
-Es Rogerio Cani, el portero que marca más goles del mundo.
Rogerio chuta. Lo crean o no, marca gol.


(Artículo publicado hace dos años en la revista Qué leer). 



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