A propósito del complejo de casinos y otras cosas que un magnate de Las Vegas va a construir en España, recupero aquí buena parte del texto que escribí sobre Macao en mi libro Los mares de Wang. Además, un par de comentarios:
1. el empresario que ha elegido España para su nuevo complejo, llega aquí tras ver abortado una parte del proyecto precisamente en Macao, otra de las grandes capitales mundiales del juego;
2. además de todas las leyes "particulares" que parece exigir este hombre para levantar su complejo, estaría bien tener en cuenta que ese sitio multiplicará el número de prostitutas por metro cuadrado de un modo fabuloso. Cada uno que permita lo que quiera pero si los que reparten las licencias son gobiernos declaradamente cristianos... ¿qué crédito van a tener cuando carguen contra el aborto, los matrimonios homosexuales y lo demás?
3. el argumento para aceptar el proyecto es que dará puestos de trabajo. Una de las claves del desempleo, y de las dificultades para salir de él, es que España no ha apostado por crear una base sólida mucho más allá de los servicios. Convertidos en un país de camareros, un gobierno tras otro repite que va a invertir en I+D (Investigación y Desarrollo) mientras nuestros lumbreras emigran a países donde de verdad sus ideas se retribuyan. Tras haber reconocido que el modelo no es el mejor y que hay que cambiar los hábitos, entre los primeros movimientos del nuevo gobierno se cuentan invitaciones a seguir construyendo donde no se debería; paralizar todos los proyectos de energías renovables; y divulgar que vamos a tener el casino más grande de Europa.
Os dejo con el texto.
Macao,
más allá de Las Vegas
«El paso por la terminal del ferry que
conecta Hong Kong a Macao es fulgurante. Sacar el billete; recorrer pasillos
encerados entre oscuros cristales reflectantes que crean una futurista cortina
mural; hacer una cola que progresa rápido; embarcar; zarpar. Los haliscafos
parten tal como se llenan, en breves intervalos. La terminal está diseñada para
un tráfico anual de quince millones de pasajeros. Hay barcos en los que todos
los pasajeros van con la intención de jugar.
Poco después de una hora
atracamos sobre la excrecencia de tierra con forma de lengua de perro en la
ribera sureste del Río de las Perlas. En el autobús al centro, tras un parque
de cartón piedra y múltiples anuncios de casinos, se alinean las casas bajas típicas
de barrio suburbial marítimo, con las paredes bufadas y grandes manchas de
humedad. Llueve un poco así que todo parece más sórdido. Hace calor. En algunas
calles vuelan bolsas o papeles rodeados de basura. En el centro, cuesta ver
transeúntes. Es una impresión deprimente, después de Hong Kong. Como si la
energía se hubiera volatilizado. Como retroceder a una época demasiado
primitiva. De vez en cuando aparecen edificios de estilo portugués».
Estas fueron las primeras palabras que
dediqué a Macao durante mi viaje por la costa sur de China, entre el invierno y
la primavera del 2006. Llegué a la ciudad exhausto por la velocidad y
magnificiencia de
Hong Kong y no fue fácil digerir el regreso a aquel tempo de
sosiego que tan poco tenía que ver con la más bien rutilante idea con la que la
leyenda adornaba a Macao.
Encontré un hostal atendido por un hombre
joven con algún tipo de retraso mental. Su anciano jefe le regañó por
entregarme una llave incorrecta y por escribir mal la factura antes de
conducirme al cuarto a través de un pasillo plagado de lamparones.
Caminé
un par de horas por la ciudad desangelada, entre tranvías, empedrados idénticos
a la Baixa lisboeta y rótulos en chino y portugués, interiorizando aquel
descomunal salto a la calma. Se escuchaba tañir las campanas. La iglesia de
Nuestra Señora del Santísimo Rosario mantenía la temperatura de intemperie, esa
calda pringosa que embota la cabeza cociéndolo todo. Numerosas figuras traídas
de Goa, en India, formaban parte de un Tesouro
de Arte Sacra que enorgullecía a los cristianos herederos de las iglesias y
monasterios tan frecuentes en las colinas de Macao.
El cristianismo, cualquier religión, quedaba
relegada en Macao por El Auténtico Tesoro del juego. Y si había algún dios, un
nombre inevitable presente en cada casa, ése era el de Stanley Ho. En aquella
ciudad, Confucio sonaba a protohistoria, y que cuando los macaneses recordaban
su filosófica proclama «es perderse a sí mismo jugar con las cosas», de
inmediato reconocían que bueno, sí, ellos eran unos perdidos de primer nivel,
«qué le vamos a hacer».
En cuanto a los cristianos más piadosos, se
comentaba que el triunfo de los casinos les permitía mantener muy vigente el
bíblico sambenito de «Gomorra china» aplicado a su ciudad, aunque esto no les
impedía pasarlo bastante bien. La mayoría de población vivía al margen de
religiones, igual que millones de chinos, pudiendo concentrarse en la felicidad
terrenal. Por eso sabían jugar a fondo.
Cuando el reportero finlandés
Aleko Lilius pisó Macao dijo haber tenido «la impresión de abrir un libro de
Stevenson», conectando de inmediato con el espíritu romántico de un cantón
famoso por haber sido madriguera de piratas, misioneros, opiómanos, jugadores
empedernidos, y por haber dado lugar a aventuras que incluían la administración
de tesoros y la destrucción moral y física de personas.
La
cuestión era que Lilius pisó Macao a principios del siglo XX. Después de casi cien años, la piratería se había transformado en un
concepto más vulgar mientras que la ciudad parecía físicamente encallada entre
dos tiempos. Por eso, al principio Macao me intimidó. Al visualizar su
geografía pensé que me hallaba en una jaula de ludópatas bastante
despreocupados de estéticas pero empeñados en preservar su antiguo carácter de
fortaleza, hasta el punto de que para abandonar el territorio había que
traspasar las llamadas Portas do Cerco. También pensé en una ciudad agazapada,
a la espera de algo.
***
Macao recibe su nombre de la diosa A-Ma,
patrona de marinos a la que los pescadores de Fukien rogaban por que las
tempestades –tan habituales entre mayo y setiembre– no se los tragasen. La
virulencia de las lluvias en los mares del Este y del Sur convertían en una
insignificante anécdota el chirimiri que acompañó mi ascenso a la sede de la Sociedad
de Jesús en el Monte Fortaleza, «la Acrópolis de Macao». Un chino eructó
ruidosamente sin perder la sonrisa ante el flash, que se disparó por la escasa
luz, como un aviso del fin de lluvia.
Oleadas de turistas remontaban la cuesta del
monte donde en el siglo XVI se demostró «que China no era impenetrable» (Álvaro
de Melo Machado). Los registros oficiales chinos no reconocían la presencia
extranjera hasta 1550, fijando la portuguesa en 1557. Además de predicar, los
portugueses barrieron a bastantes piratas de la costa, y el Imperio del Medio
les premió con un pedazo de tierra que en 1887 se ampliaría a pesar de los
chinos, a quienes los conflictos del opio obligaron a ratificar por contrato la
ocupación de las vecinas islas de Verde, Taipa y Coloane. El resultado desde el
Monte era un grumo de casas bajas y achacosas recubiertas de óxido, con
ventanas destartaladas y, en multitud de azoteas, techumbres provisionales en
general compuestas por hules musgosos y toldos que se empezaban a desmembrar.
El aspecto aéreo de Macao poseía un dramatismo exento de belleza, de modo que
la saudade con la que al principio asocié aquel paisaje se trocó en un
sentimiento menos complaciente, más feo. La ruinosa decadencia de la ciudad
arquitectónicamente moribunda despedía algo bruto.
Si era cierto que los apostadores de casino
gastaban tres veces más en Macao que en Las Vegas, ¿dónde estaba el dinero del
juego? ¿Cómo lo despilfarraban?
A media
tarde, macaneses de ojos rasgados con corbata de
pajarita y paraguas tomaban café o limonada en terrazas mientras leían. Los
tenderos aún dormitaban en sus mostradores con el televisor anunciando casinos
y carreras de caballos. Tras los umbrales se veían mesas donde se jugaba al mahjong o al tai-sin, un entretenimiento de dados local. Bicicletas de paseo
rodaban sobre los adoquines del Largo do Senado entre fachadas del siglo XIX
portugués, sin humedades y pintadas en colores cálidos. Personas bajas y
robustas con gorras de béisbol y coletas malayas hacían pensar en Sandokán, en
filibusteros o en el multitudinario contingente filipino.
«No
conocemos una nación hasta que conocemos sus formas de placer, igual que no
conocemos a un hombre hasta que descubrimos cómo pasa su tiempo de ocio», había
escrito el formidable Lin Yutang en su My country and my people, donde también
señaló que si los chinos en política eran ridículos y en sociedad infantiles,
en el ocio no tenían rival: fabricaban cajas de papel, resolvían complicados
puzzles, asistían a luchas de gallos, cotilleaban sobre espíritus,
peregrinaban, tomaban afrodisíacos, fumaban opio, hacían competiciones de
linternas.
Uut, Danny, Engga y Aries eran emigrantes
indonesias que se habían conocido trabajando en discotecas y casinos. Todas
disfrutaban de su día de fiesta, menos Uut, que si bien estaba libre en el hotel donde preparaba habitaciones, por la
noche debía acudir a una barra de discoteca. Varias habían trabajado en Hong
Kong.
–En Macao es más fácil el trabajo y tiene un
alma más amistosa.
–…aunque es más sucia…
–…la comida es peor…
Todas vestían zapatillas de suela gruesa
recién compradas y pantalones cargo rajados de acuerdo con las normas
raperas. Me invitaron a cenar en su casa. Compraron bolsas de patatas fritas,
chucherías y bocadillos de pechuga de pollo en mi honor, indiferentes a la
gripe aviar.
Farolas de mínima intensidad alumbraban
edificios de ventanas protegidas por barrotes y vallas metálicas creando un
efecto de empalizada frecuente en las fachadas de una ciudad que parecía haber
heredado el espíritu defensivo implantado por las numerosísimas fortalezas,
como San Tiago da Barra, San Francisco, el fuerte de San Pedro, el Baluarte da
Muralla y otros bastiones militares que ampararon la expansión de la fe
cristiana en la zona.
En la escalera de la vivienda colgaban cables
por los muros decapados a la luz de bombillas sueltas. Nos descalzamos al
entrar. El piso resultó un pequeño cuadrado, que servía de salón. A los lados
había una cocina diminuta, un lavabo con goteras en la cisterna y tres
habitaciones que daban al cuadrado central donde dos camas en L ejercían
diurnamente de sofá encarado al televisor. La ropa
lavada colgaba junto a una ventana abierta abarrotada como una celda.
–Es que está lloviendo todo el
tiempo y la ropa no se acaba de secar.
Allí vivían ocho mujeres. En aquel momento
faltaban dos.
–Hemos mejorado desde el tiempo en que los
pescadores montaban habitaciones sobre estacas –dijo Uut.
Cenamos una olla de spaghetti con salchichas
mientras Danny contaba cómo su marido la obligó a marchar al extranjero. Tenía
cuatro hijos, mediaba los treinta años y no pensaba regresar a Indonesia, no
especificó por qué.
–Creo en una cosa –dijo–. Por eso
voy cada domingo a misa, aunque mis padres eran musulmanes. A Dios le pido
suerte, para cuando apuesto en el casino.
Danny jugaba una vez por semana: la de su
noche libre. De modo que esa madrugada tocaba apostar. De las ochocientos
patacas que ganaba al mes (unos cien dólares),
cuatrocientas se las jugaba.
Al final de la película
que vimos esa noche sacaron paquetes de cigarrillos finos e insertaron
videoclips de Inul, la más famosa cantante indonesia. La admiraban por cómo
había salido de su barrio miserable y por cómo movía el culo en esos
espectáculos de Bollywood que encantan a los asiáticos.
–¿Vosotras sabéis moveros así?
La pantalla se difuminaba tras la humareda de
nuestros cigarros.
–¿Y tú?
Me incorporé entre ovaciones y aplausos y
bailé de un modo híbrido al ritmo pop de Inul, enseguida secundado por Engga y
el par de chicas sin nombre.
Cerca
de la medianoche, salí con Danny y Engga para acompañar a Uut a DD, la
discoteca donde trabajaba. Situada en una esquina estratégica, DD absorbía a
cientos de jugadores en tránsito. Tras despedir a Uut, emprendimos «la Senda de
los Patacas» (nombre de la moneda macanesa), un recorrido que cubría una
fenomenal cantidad de casinos en poquísimos metros cuadrados.
Danny eligió el Sand, abierto hacía poco con
capital estadounidense. Taxis y aparcacoches pululaban por la entrada
reverberante del edificio de varios pisos. Desde que en el 2001 se liberalizó
el juego, los empresarios de Las Vegas habían empezado a aterrizar en la nueva
veta china importando novedades tan extrañas a la tradición macanesa como las
actuaciones en directo.
La noche del Sand, un par de atléticos negros
y una china quebradiza saltaban cantando hip hop en un escenario enfrentado a
las ruletas. En la barra lateral, hombres solos alternaban vistazos al show y a
sus bebidas. La zona de juego se extendía como un enorme prado enmoquetado
lleno de mesas con croupiers. Camareros
en uniformes nuevos de mangas demasiado grandes ofrecían refrescos gratis que
mis amigas indonesias aceptaron mientras gastaban un puñado de patacas en las
relucientes tragamonedas.
Quizá fuera la extrema higiene o la impolutez
del mobiliario y los trajes que olían a estreno, pero en el espacio había algo
tan intocado y a la vez artificial que causaba aprensión. Quizá por eso estaba
semidesierto. Los ceños fruncidos en las mesas o los gestos de fastidio
parecían más calculados que fruto de una emoción auténtica. Danny se jugó la
cantidad habitual en el black jack y perdió.
Regresamos a la avenida siguiendo una línea
de hoteles y casinos. Danny dijo que Uut, Engga y ella tenían problemas con una
compañera del piso y proyectaban mudarse en cuanto lograran una noche de
suerte. Hacia las cuatro de la madrugada despedí a las chicas incurriendo en un
entramado de desoladas callejas interiores. Pese al silencio y a las leyendas
de piratería y tríadas, caminé tranquilo. Cuatro hombres jugaban en una mesa sobre
la acera ajenos a la llovizna. Varias prostitutas me abordaron en los
alrededores del hostal. Al primer «no», sonreían retirándose a su esquina tan
sombría como las esquinas sombrías del Bairro Alto de Lisboa a finales de los
noventa. Me saludó el recepcionista nocturno. En el sofá del vestíbulo dormía
el retrasado mental.
***
Macao avanzaba a costa del mar. Docenas de
barcos volcaban millones de toneladas de tierra para ganar superficies donde
implantar nuevos casinos. En los últimos treinta años, Macao casi había
duplicado sus medidas aumentando la población hasta en un trescientos por
ciento debido a la confluencia de dos factores: 1) la fiebre por el juego de
unos chinos que en su país lo tenían prohibido; 2) gracias a la licencia para
gestionar los derechos del juego que Stanley Ho consiguió tras hacer de
intermediario con los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Sus
contactos en Pekín siempre fueron bastante buenos: cuando los Guardias Rojos
entraron en Macao, arrasaron el Senado y las estatuas pero no tocaron los
casinos.
A sus 85 años, Staleny Ho ya poseía ocho
casinos con cinco mil empleados y daba trabajo a al menos cuarenta y cinco mil
personas, con las que había levantado una estación de teledifusión, un puerto
de aguas profundas e intervenía en el estiramiento de la fachada marina
justificándose aún más como Padrino de la
Montecarlo de Oriente. Aunque tenía otros apodos. Rey de los Casinos era el más popular.
–No me gusta que me llamen Rey de los Casinos –le había dicho al
periodista Albino Ribeiro Cardoso–. En primer lugar porque un rey de los
casinos debe saber jugar.
Él no jugaba. No leía. No bebía. No fumaba.
Además de su esposa Clementina Leitao, tenía tres mujeres, trece hijos e
inversiones en países tan distintos como Australia, Tailandia, China, Estados
Unidos, España, Canadá, Singapur o Portugal que le habían permitido situar a
tres casinos de Macao entre los diez mejores del mundo, según anunciaba el
periódico de la mañana.
Todos hablaban de Stanley Ho. Todos sabían
quién era Stanley Ho. La mayoría apreciaba y sin duda respetaba a Stanley Ho
porque él representaba el éxito de un tipo de moral exclusivamente macanesa,
demostrando que el mito de la ciudad instalada en sus
propias leyes pervivía.
El novelista John Lanchester había perfilado
al todopoderoso Stanley Ho a través de su personaje de novela Wo Man-Lee, si
bien a éste lo ubicaba en Hong Kong. «Es el propietario de la mayoría de los
periódicos de la colonia –había escrito Manchester–. Todos chinos,
evidentemente. No toma partido; es demasiado listo para eso. Algunos son
probritánicos, y otros todo lo contrario. Y todos han salido de la lotería
ilegal ésa (...) Con toda la mafia metida hasta el cuello, ni que decir tiene.
No te creas que ganan tanto dinero con los periódicos como con las drogas y las
chicas, pero no es una mala fuente de dinero contante y sonante (...) Se supone
que se dedica a la construcción y al periodismo. Nosotros le hemos desafiado
unas cuantas veces, y no hace falta decir que salimos perdiendo. Es difícil
competir con una oferta en la que al comprador le preocupa despertarse sin
brazos o sin piernas».
–A Ho le han amenazado mil veces las mafias
rivales –había explicado en Guangzhou un hombre que prefirió el anonimato–.
Pero a ver quién le toca. Ni los de Fu Tak se han atrevido con él. Y el tío se
pasea por ahí y se va a las carreras de caballos sin guardaespaldas. O eso
dicen.
–¿Le gustan los caballos?
–Le encantan: controla cada apuesta en los
hipódromos. En Macao todos son sus empleados, incluso el gobernador. De vez en
cuando, el señor Ho viene por aquí a cazar patos.
Hizo una mueca y por eso pregunté:
–¿Lo de cazar patos es una metáfora o algo
así?
–Oh, no, no. El señor Ho caza patos. Así se
distrae. Uno necesita relajarse, por mucho poder que tenga. Y el del viejo es
cada vez más grande. Sabe conseguir dinero contante y lo que aquí denominamos
beneficios alternativos.
¿Por ejemplo? Se rumoreaba que los partidos
socialistas de Portugal y Francia recibían dinero de los derechos del juego
macanés y que, a cambio, la ciudad recibía algún tipo de «beneficio
alternativo».
Macao. Aquella reserva espiritual de la
piratería había sofisticado aún más el sentido del humor local e individuos
como Pedro Lobo resultaban depurados paradigmas de la ironía autóctona. Lo
encontré tecleando un ordenador wi fi
en la Casa de Portugal de la Calçada do Monte, donde acudí a pedir información
sobre dónde podía ver de madrugada el partido de la Champions League que enfrentaba al Benfica de Lisboa con el
Barcelona.
Como la recepcionista no tenía idea, Lobo
habló desde la salita anexa:
–En el club militar, cerca del hotel Lisboa.
Pero es sólo para socios. Además, usted se encontraría en territorio enemigo,
¿no?
Lobo pronosticó un resultado negativo para el
Benfica mientras tecleaba el portátil.
–Qué pesimista-, dije.
–Es que soy muy portugués. Mire a Macao, otra
plaza perdida.
–¿A favor de quién?
Lobo desvió la mirada de la pantalla hacia
mí. Su sonrisa no parecía tal.
–No sé. No es ni china ni portuguesa, y cada
vez parece más americana.
–¿Lo dice en serio?
–Desde que han llegado casinos como el Galaxy
o el Venetian. Se están perdiendo las características locales y se impone el
culto al dinero de los casinos.
MGM
Mirage o Wynn eran otros poderosos recién llegados.
–Los casinos forman parte de su
idiosincrasia, ¿no?
–Los americanos, no.
–Pero aún les queda mucho por hacer.
–Lo harán rápido. Estamos hablando de chinos
y americanos.
–¿Y los portugueses?
–¿Los portugueses? –rió discreto,
con ganas– Somos muy buenos espectadores. Aquí se vive bien. Y hay que
reconocer que algo hemos influido en la zona: Macao ha sido cinco veces
campeona de Asia en jockey sobre patines.
Lobo sostenía la sonrisa de pacotilla
mientras se recreaba en sarcasmos e ironías a propósito de la Portugal que abandonó a mediados de los noventa. «Vine para dos
años y ya ve». Alto y recio, la camisa de cuadros bien planchada rubricaba su
papel de tesorero en la Casa de Portugal. «Pero esto lo hago por hobby, yo soy
técnico informático».
De todos modos, controlaba movimientos de
dinero que afectaban a los 774 socios de la Casa y esa tarea le había permitido
conocer bastante a fondo las vías del dinero en Macao.
Habló de cómo Macao podía descongestionar a
la saturada Hong Kong acogiendo a muchas de las empresas que empezaban a
plantearse desplazar fábricas y oficinas a Shanghai o a Australia, mucho más
baratas. Este proyecto también influía en la intención del gobierno macanés de
avanzar mar adentro para ampliar la superficie edificable, aunque gran parte
del espacio ganado al agua se destinaría a montar más casinos.
–Hay que reconocer que, sin juego, Macao no
es Macao–, dijo Lobo.
El cuarenta por ciento de los ingresos
locales provenían de la ruleta, el bacarrá y de las avalanchas de turistas. «Yo
creo que un ochenta por ciento de los que vienen lo hacen para jugar», calculó
Lobo, siempre con un porcentaje a punto.
–Y todo porque sabemos pasarlo bien. Tenemos
bares, clubes, saunas, cuidamos la cultura, la ópera china. Esto no gusta mucho
en Hong Kong. Allí tienen más dinero pero aquí hay mejor calidad de vida.
Disfrutamos de la paciencia del pobre.
Pedro Lobo no parecía muy pobre. Los zapatos
recién lustrados refulgían como las patillas de sus gafas. La conciencia de
mentira compartida subrayada por la perenne sonrisa del tesorero dotaba de una
perversa familiaridad a la conversación. Como si dos hombres escarmentados se
rieran un rato del mundo.
–Desde Hong Kong nos acusan de tener mafias,
juego, prostitución. No sé por qué arman tanto ruido. Nosotros no tenemos ni
problemas ni complejos. La prostitución siempre ha ido ligada al juego, ¿no?
Según Lobo, los macaneses preferían controlar
«las infraestructuras», su eufemismo para aludir a las mafias. La época más
sangrienta del último Macao fue consecuencia de sus problemas con Hong Kong,
cuyas tríadas pretendieron instalarse en Macao durante los años 1998 y 1999
aprovechando la devolución de la colonia a China.
–Había asesinatos todas las semanas. Un
período tenso.
Los machetes de carnicero experimentaron su
apogeo, corrían truculentas historias de despiece.
–De todos modos, esta mafia no tienen nada
que ver con la italiana. Aquí sólo se interviene en lo relativo al juego. Sólo
recuerdo un ataque en 1999 a alguien desvinculado del juego, y fue por error.
Poco después comenzó la represión policial.
Eso dijo: «represión policial».
–Se extraditó a algunos criminales a China y
fue entonces cuando las mafias cerraron acuerdos y todos salieron ganando.
Al menos no dijo «salimos».
–¿Usted juega?
–La gente de Macao juega poco. De una manera
u otra, una gran cantidad de ciudadanos trabajamos para el Estado y la ley no
permite jugar a los funcionarios. Por otra parte, hay cien mil personas
empleadas en los casinos, así que tampoco apuestan. Y un cuarto de población
tiene menos de dieciocho años. ¿Cuántos quedan? No, no. Los que juegan son los
de fuera. Por lo visto puede ser divertido.
«El día que el juego desaparezca o se reduzca
considerablemente, disminuirán también las casas de meretrices, los
restaurantes chinos, la población fluctuante, el número de casas habitadas y en
consecuencia se resentirá la vida de la colonia –había escrito un enfurruñado
Álvaro de Melo Machado en 1913, cuando ya dos tercios de los ingresos provenían
del juego y el opio, pese a estar prohibido–. Infelizmente, estamos convencidos
de que a Macao le está reservado un futuro más bien modesto».
Decadencia, lobreguez e incuria eran, según
De Melo, el signo de una Macao que había dejado marchar a Hong Kong o Shanghai
a sus sujetos más emprendedores, sumiéndose en un lamentable estado vegetativo.
Los ricos macaneses no supieron trabajar duro y se hundieron en la miseria.
Con el paso de los años, los portugueses
habían transformado la rabia impotente de De Melo en aceptación irónica, y es
que buen número de ellos mismos había sido absorbido por una dinámica mucho más
potente que sus voluntades y participaban del secreto y del dinero utilizando
la palabra «pirata» con tan graciosa familiaridad que la desvirtuaban aún más.
«La pesca es como un juego, una cuestión de
suerte... un sobresalto constante en la vida», había escrito Raul Brandâo. De
modo que los descendientes de pescadores no habían alterado su espíritu gran
cosa, al fin y al cabo. La fabricación de aquella moral muy al margen de
convenciones agrandaba el orgullo de unos macaneses que se sabían integralmente
distintos.
Por eso, durante décadas, a gran parte de los
residentes con antepasados chinos les molestó la presencia portuguesa hasta
renegar de sus símbolos, de su lengua. En la Macao del siglo XXI, quizá más de
un noventa y cinco por ciento de los cuatrocientos cincuenta mil habitantes
hablaba sólo cantonés pese a haber unos cien mil chinos con pasaporte
portugués. Lobo distinguía tres clases de portugueses: «los de Portugal, que
somos unos dos mil; los de Macao, unos cinco mil; y los chinos con pasaporte».
De todas formas, desde la integración a China, los chinos macaneses habían
comprendido que el carácter de los individuos quizá no fuera suficiente para
reivindicar las diferencias y, en un giro copernicano, empezaban a publicitar
sus vínculos con Portugal.
–Crece el sentimiento de que si somos iguales
a China, si dejamos morir la diferencia, Macao desaparece–, dijo el señor
Pascual aquella madrugada frente al televisor del Club Militar, sólo para
socios.
La tarjeta de visita que me dio Pedro Lobo
abría puertas, algunas tan reservadas como la del señor Pascual, que también
pidió que ocultara su verdadero nombre si alguna vez llegaba a escribir algo de
aquella conversación. No éramos demasiados en la sala lujosamente antigua. El
Benfica sufría ante las acometidas del Barça.
–Los jóvenes de aquí están aprendiendo
portugués. Eso es bastante extraordinario –el señor Pascual sostenía una copa
de vino con la mano colgando por fuera del sillón junto al mío–. Antes de 1999
nos veían como ocupantes colonialistas pero ahora nos aceptan porque han
descubierto que la diferencia es práctica. Todo esto es un negocio, ya sabe. Y
los chinos son los judíos de Asia. Su problema es que sólo quieren dinero.
Un hombre cuyo rostro mezclaba rasgos chinos
y occidentales criticó duramente a los defensas del Benfica levantándose del
sofá.
–Pero nos va bien. El gobierno de
Macao ha propuesto una fiesta de la lusofonía, porque también hay muchos
angoleños, mozambiqueños... Nosotros damos un sentimiento de Europa que va más
allá del bar francés de Shanghai. Algo comparable podría ser la influencia de
los alemanes en Qingdao, aunque tampoco. Su equipo nos está dando un repaso–,
dijo mirando a la tele.
El partido terminó sin goles. El señor Pascual
rogó a un camarero que me diera la dirección de un restaurante en la vecina
isla de Coloane.
–Pronto amanecerá –dijo poniéndose la chaqueta. En el exterior refrescaba–. Se va a
encontrar a todos los jóvenes que vuelven de por ahí. Esta ciudad se acuesta
tarde.
–No parece un buen lugar para un ladrón
convencional.
Bajábamos las escaleras de un pórtico
silueteado con lucecitas de colores y guirnaldas.
–¿Por qué lo dice? –preguntó el hombre.
–La gente tiene unos horarios raros, puede
volver a casa en cualquier momento y, por si fuera poco, todas las ventanas
están enrejadas.
–Ah. Hace años se asaltaban las casas por las
ventanas y la costumbre de las verjas arraigó. Es muy fea, ¿no cree? Además,
siempre tenemos dos puertas, una de hierro y otra de madera. La idea de
fortaleza continúa muy presente en Macao.
***
Durante los días que permanecí en Macao,
Danny ganó en el casino.
–Nos mudamos el lunes –dijo comiendo
palomitas en el lago Nam Wan. Bosquecillos de árboles combados copaban los
mínimos islotes decorativos–. Estás invitado a la inauguración.
Como la niebla escamoteaba los pilares del
puente a Taipa, los coches parecían volar. La torre de telecomunicaciones
parpadeaba enigmáticamente sideral. Abandonamos aquella zona de mansiones para
volver al litoral, tan tomado por las obras que impedía disfrutar de un buen
paseo. Quizás el desaliño no concerniera sólo al ánimo constructor y guardara
alguna relación con una estrategia municipal porque la superstición aseguraba
que las obras daban suerte y, por ejemplo, y aunque Stanley Ho declaraba no
creer nada de eso, en los alrededores del casino Lisboa siempre había algo que
arreglar. Sin embargo, oponía Ho, «el interior del Lisboa es todo rojo aunque
digan que es el color que da suerte a los clientes». Sea como sea, las
supersticiones habían desgastado la pata de piedra de un león guardado en el
templo más antiguo de Macao, porque los jugadores creían en él. «No tocar»
rezaba un letrero.
Danny se mudaba con Engga y Uut, de la que
habló con cariño. Uut había tenido un fuerte desengaño amoroso que había
condicionado su carácter. Hacía siete años que no se acostaba con hombres y
Engga se había convertido en una especie de tutora.
–De tutora-, repetí.
–Algo así.
Uut ya me había expresado su intención de
marchar a Taiwán o a Estados Unidos o a Europa. Sola. No le apetecía depender
de nadie, aunque Danny y ella cruzaban demasiadas miradas cómplices.
Una tarde en la que mi móvil se quedó sin
batería fui al hotel donde trabajaba Uut para pedirle que convocara a sus amigas
con la idea de comer juntos un día. No quería comprometerla, no dar pie a
estúpidos cuchicheos, así que recorrí el hotel planta por planta preguntando a
los equipos de limpieza y camareros por ella, como si me hospedara allí. Nadie
supo indicar su sector hasta que un hombre trajeado me acompañó a una sala con
butacones de terciopelo.
–No conocemos a esa chica. ¿Está seguro de
que se llama así?
Le dije su nombre occidental, la describí.
Pero como tampoco resultó, el hombre rogó que esperara. Volvió con un catálogo
fotográfico de chicas en ropa interior, la mayoría muy jóvenes. Fui pasando
páginas, por el morbo de encontrar allí a Uut, por saber cómo iba a terminar
aquello y porque me avergonzaba devolver el catálogo de inmediato: hubiera
parecido tan idiota como fui al no sospechar que aquel salón de luces rojas era
la antesala de un megaprostíbulo.
Continué pasando páginas sin levantar la
vista porque mi aturdimiento ya debía ser lo bastante notable como para encima
subrayarlo con una mirada boba. El profesional esperó hasta la última hoja.
–No está aquí –dije entregándole el álbum.
–¿Y no le gusta ninguna?
–Desde luego que sí.
–Entonces...
–Es igual, déjelo.
–Tenemos más fotos.
–¿Más?
–Por supuesto... –el hombre empezó a girarse.
–No, no, gracias. Es usted muy amable. Buenas
tardes.
Había anochecido y, a pocos metros del hotel,
la pérgola art nouveau del casino Lisboa capitalizaba el interés
lumínico de la avenida. Decenas de rickshaws
se alineaban ante las muy transitadas puertas en una agitación poco usual a esa
hora. Me obligaron a dejar la mochilita que llevaba en el guardarropa y a
firmar un papel.
Las
paredes aterciopeladas con motivos rococó, el impecable alfombrado y las
lámparas de araña transportaban a antiguos palacios de la aristocracia europea.
En el gran salón circular del primer piso había un barullo de Bolsa acentuado
por las incesantes campanillas que daban por cerrado el tiempo de apostar.
Centenares de personas jugaban o miraban a las mesas supervisadas por dos
policías elevados en peanas que destacaban como estatuas. El maestro croupier vestido de seda púrpura también
vigilaba a sus subalternos de camisa blanca y pantalones o falda negros. Tan
sólo la ropa entallada de los empleados, su corte a medida, suponía un abismo
de distinción entre el Lisboa y el Sand. Además de la calidad de las telas. El
Lisboa priorizaba la seda.
Comparado
con el del casino americano, el personal del Lisboa era más descuidado, menos
formal –bostezaba a menudo, algunos empleados se desparramaban en sillas con
las piernas bien abiertas–, pero ese mismo abandono, la naturalidad de tantos
años en el negocio, imprimía al casino un sello de Genuinamente Chino que lo
hacía tan fascinante como observar aburrirse a los croupiers más veteranos mientras arruinaban a individuos que en
minutos iban a fantasear con suicidarse.
El Lisboa poseía un diseño circular. Entorno
a las abarrotadas mesas del salón central orbitaban numerosos saloncitos donde
se apostaba fuerte en relativo recogimiento. Además, mientras que el Sand recurría
a la supuesta imparcialidad de la tecnología, en el Lisboa se solía dar juego a
mano, adaptando sólo las máquinas imprescindibles para no descolgarse de la
competencia.
La mayoría de croupiers eran chicos jóvenes, abundando las mujeres. Una de ellas
no dejaba de soplar el humo que le lanzaba un jugador. Se fumaba en extremo, y
el humo ligaba aún más la densidad aportando un plus de disipación al lugar
legendariamente turbio.
El vaivén del dinero cautivaba. Un hombre
flaco agarrotaba los dedos que doblaban las cartas mientras fumaba hablándole a
una mujer a la que nunca miró. Cuando la jugada era mala, la mayoría de veces,
lanzaba las cartas hechas un guiñapo contra el tapete o el croupier. Las barajas se renovaban a cada mano. No pasaba mucho
hasta que un empleado recogía las usadas junto a los pilotes de fichas ganados
por la banca.
A menudo había público en pie detrás de los
jugadores sentados, que quizá por eso o por superstición o por hábito, miraban
la carta recibida levantándola mínimamente
por una esquina de modo que nadie más la viera. Después fruncían el ceño
o gritaban fuerte o reían, aunque en general se expresaban con cautela,
aguardando la solución.
Los
jugadores de la única mesa en activo del salón Phoenix parecían más comedidos
de lo habitual. Eran cinco y se dividían en una especie de equipo compuesto por
tres hombres de aire filipino con el pelo recién cortado, vestidos de negro, y
sus contrincantes, dos jugadores sin duda profesionales –no sé, su forma de
fumar, de coger las cartas, de controlar la partida–. Apostaban fichas de mil
patacas. Sobre la mesa calculé dos millones.
Los filipinos bromeaban entre sí aumentando
sus pilotes hasta que llegó una mujer uniformada con placa identificativa del
casino que los observó un rato y al poco regresó acompañada por dos hombres que
sustituyeron a los profesionales. El más joven se remangó la camisa, encendió
un cigarro y soltó un as como un bofetón sobre el tapete. El otro hombre
rondaba los cincuenta, usaba traje, corbata y unos modales dignos de la
diplomacia. Entró en la partida con unos veinte mil euros en fichas. Los
filipinos aún soltaron un par de chistes. Pero cuando llegó un tercer hombre
las bromas terminaron. Aunque el recién llegado ni siquiera se sentó, su
presencia tensó la atmósfera de una forma inquietante. Deseé creer que se
trataba de Stanley Ho. Le había visto en fotos antiguas y, aunque el rostro del
recién llegado era demasiado moreno, compartía con el mito la fisonomía y el aura.
Decían que, a sus más de ochenta años, Ho emitía
un vigor imponente, tan flaco y esbelto, con sus rasgos eurasiáticos. Que hacía
pensar en caballeros. Quizá tuviera que ver su afición al baile, a nadar
treinta minutos cada día, dormir al menos ocho horas, beber zumos de naranja o
que se le considerara uno de los hombres mejor vestidos de Asia.
El probable Stanley Ho conversó con la mujer
de la placa sin prestar atención a la partida. Que tres filipinos hicieran
saltar la banca no iba a incomodar a un hombre que había superado el fracaso de
un hipódromo en Teherán –cuando cayó el Sha se prohibieron las carreras de
caballos– o de un casino en Karachi –poco antes de inaugurarlo, el primer
ministro que le consiguió la licencia fue ejecutado–.
«No tengo ni la menor idea del dinero que
tengo –había declarado Stanley Ho–. La única cosa que le puedo decir es que no
pienso que quiera más. Sin embargo, como sabe, a veces una persona no lo puede
evitar. Yo no quiero más pero, en mi situación, el dinero quiere venir
conmigo».
Como si formara parte de esa ola inexorable,
una de sus hijas se casó con un famoso archimillonario de Hong Kong. Lo que Ho
deseaba para todo ese dinero era un gestor, un heredero, y por eso cuando su
hijo Roberto murió en 1982, el magnate sufrió la angustia más perturbadora de
su vida. Dicen que tardó dos años en «volver a ser él».
El
probable Stanley Ho se retiró del salón y le seguí a distancia. No se detuvo en
ninguna mesa hasta la salida. Nadie le miró, allí se iba a jugar. Algunos
empleados se derrengaban en butacones mirando a ninguna parte y no sé si de
haberle visto hubieran cambiado su actitud. El probable Stanley Ho rozó tapetes
donde coincidían hombres pálidos con ojeras a los que les temblaban las manos.
Como la ludopatía también causaba estragos entre la población macanesa, Ho se
revelaba filántropo. «En parte –había dicho–, siento que la industria del juego
destruye algunas familias y por eso necesitamos aumentar la caridad». En la
avenida le esperaba un automóvil donde se reflejaban los neones del Lisboa.
***
De Macao me encandiló el cofradeo pirata
unido al derrotismo aberrinchado portugués, ese halo de riesgo y estafa, de
leyenda, untado por el calor, que espesaba aún más todo, los sentimientos
también, confirmando a la ciudad como un destino proclive a los más profundos altibajos
y por eso tan contemporáneo.
Me despedí inaugurando la nueva casa de
Danny, Engga y Uut. Lo celebramos con una de sus amigas macanesas, manzanas y
un pastel, que comimos en el suelo. Habían llegado al piso del barrio del
Mercado Rojo aquella misma mañana y sólo tenían dos colchones y varias bolsas
sin abrir en las esquinas.
–¿Tú también juegas? –pregunté a la amiga,
vestida con una chaquetilla de forro alentejuelado y zapatos de reluciente
charol. En un rato debía irse a trabajar.
–No es que juegue, es que sé jugar.
–¿Sabes jugar?
–En mi familia siempre se ha jugado así que
es normal. Aquí todo el mundo sabe, menos Stanley Ho.
–¿Y si un día pierdes? Quiero decir, si
pierdes demasiado... todo.
–Si lo pierdo todo siempre me quedará el
mundo.
Engga me
enseñó el tatuaje de amor que se había hecho ella misma en el antebrazo con un
alfiler.
1 comentarios:
Hola, me gusto muchísimo tu publicación acerca de Macao y Honk Kong. Google me recomendó tu blog y debo decir que me sorprendió gratamente. Te dejo en mis favoritos del navegador. Espero que vuelvas a escribir pronto nuevas publicaciones. Estaré atento.
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