> Victus, ¿propaganda política? | Gabi Martínez

Victus, ¿propaganda política?


La voz, la voz... Qué bien elegida esa voz narradora que tanto está dando que hablar, básicamente porque hasta ahora Albert Sánchez Piñol había escrito en catalán y para Victus se decantó por el castellano.
Pero antes de comentar esa voz más allá de la lengua en la que se expresa, señalar la curiosidad de que dos de los novelistas barceloneses más interesantes de los últimos años optaran, a la edad de cuarentaytantos, por escribir historias ubicadas en el siglo XVIII y protagonizadas por individuos que se llaman Martín (uno) y Martí (el otro), ambos de modestos orígenes pero que gracias a su ingenio y creatividad sobreviven entre reyes, generales, obispos y otra gente poderosa haciendo gala de una elástica picardía que con frecuencia se resuelve en escenas de envidiable sentido del humor.
Uno de esos novelistas es, era, Francisco Casavella, quien en Lo que sé de los vampiros (Destino) actualizó el espíritu de Quijote y Sancho valiéndose de un buscavidas profesional y un caricaturista (Martín de Viloalle) cuyas tribulaciones por las cortes europeas impulsaban todo el tiempo a pensar en realidades mucho más cercanas y actuales hasta el punto de intuir que la obra de Casavella proponía un esquinado retrato de la sociedad sobre todo catalana, y una denuncia del clasismo dominante aquí, además de un homenaje a todos los que crean por placer e instinto olvidados de halagos, ovaciones o premios. La novela ganó el Nadal y aunque su repercusión fue más que discreta, esta obra se sitúa sin duda entre las más significativas de nuestra historia literaria reciente.
El otro escritor es, claro, Sánchez Piñol. Tras la imponente La pell freda, se esperaba casi con hambre su siguiente novela y quizá por eso Pandora al Congo, siendo bien amena, adolece de una tensión excesiva, de una exigencia del autor para consigo mismo, como si hubiera tratado de hacer la Gran Novela imponiéndose un rigor o unas cimas o a saber qué que terminó perjudicando el resultado final.

De todas formas, leída Victus, se antoja que ese proceso fue útil para sacudirse el peso de la fama y los qué-dirán, recuperando sensaciones de libertad anteriores al pelotazo que supuso La pell freda, si bien con un plus: el de la veteranía de lo vivido –que seguro que fue mucho-. Se diría que Sánchez Piñol se hizo aún más consciente de que había que restarle gravedad al mundo y contarlo sin todo ese maquillaje con el que a menudo se asocia a lo literario. Y allá fue. De un modo bastante extremo, además.
Por si fuera poco, enfrentando el episodio más crucial de la historia catalana, el asedio de trece meses al que fue sometida Barcelona hasta la derrota del 11 de septiembre de 1714, poniendo personas reales y material histórico verificable al servicio de su imaginación. De entrada, el narrador, Martí Zuviría, cae fatal. Este individuo -que existió de verdad, aunque su personalidad literaria sea obra del autor-, se expresa como un majadero, maltrata ignominiosamente a la austriaca que tiene a sueldo para que transcriba su biografía y no tarda en revelarse un traidor a casi cualquier causa que no sea la de salvar el pellejo y pasarlo bien, mostrándose capaz de saltarse convenciones en apariencia sacrosantas e incluso de dañar a otros sin sufrir especial arrepentimiento. Se presenta a un egoísta superdescreído con muy pocos tapujos.
Pero hay que tener en cuenta que el narrador es él mismo, Martí Zuviría. Él es quien descubre con detalle sus mezquindades, engaños, su embrutecimiento paulatino. Y es que, el Zuviría narrador es un nonagenario que se encuentra en un punto desde el que juzga su trayectoria sin rubores ni cortapisas morales. ¿Cómo llegó a moldear ese carácter tan implacable y rudo? Para eso hay que leer la novela. Aprendiz casi involuntario del mítico ingeniero militar Sebastien Bauvan, Martí se convierte desde bien joven en uno de los escasos expertos mundiales en el arte de defender y expugnar fortalezas. Esta habilidad le permite codearse con generales, aristócratas y gobernantes de postín de varios ejércitos (porque no tiene inconveniente en cambiar de bando según sople el viento, y como sus servicios son codiciados...). Es tan oportunista y su moral tan laxa que sus reacciones sorprenden con frecuencia por lo zafio o improcedente o inesperado, y en numerosas ocasiones da pie a situaciones entre estrambóticas y caricaturescas que son divertidas incluso en la crueldad.
El maestrazgo de Vauban le hace amar, eso sí, el arte de la guerra, y a él se entrega, a la belleza de las Trincheras de Ataque y de los muros defensivos. Por eso, pronto revela un vocabulario mucho más rico y amplio y técnico e ilustrado de lo que al principio podía esperarse, aunque la educación no le priva de los continuos sarcasmos deslenguados, conduciendo la narración por unas claves coloquiales que le dan un aire muy mundano, a la vez que muy honesto porque está claro que quien habla lo hace desde la mayor sinceridad. Algunos críticos han visto en esta voz una especie de facilidad o de falta de tensión, llegando a preguntarse si un libro así podía considerarse literatura. La respuesta se encuentra en las propias páginas de Victus, donde Martí debate con un colega madrileño sobre “la razón de ser literato”. Según su interlocutor, esta razón es “transmitir altos pensamientos y hacerlo con un estilo que eleve el idioma. Ahí tienes la alternativa: páginas llenas de garrotazos y cuchufletas. ¿Es a eso a lo que debe dedicarse el arte en forma escrita?”. Es decir, que Sánchez Piñol sabía muy bien lo que hacía eligiendo al procaz Martí Zuviría, por supuesto que intuía por dónde iban a salirle algunos críticos, y pese a ellos, y pese a los que abominan de que Martí hable en español, toma la determinación de seguir este camino. Y este par de decisiones (el tono y la lengua) son tan necesarias para el libro que casi no deberíamos hablar de valentía sino de inexorabilidad. Sánchez Piñol ha logrado la libertad de espíritu suficiente para situarse más allá del runrún público y, así, decidir lo mejor para la obra al margen de políticos y esteticienes.
Al contrario de su Pandora al Congo, Victus posee una verdad intrínseca, una convencida soltura que, sumada a la innegable inventiva del catalán, la eleva a un lugar mucho más alto y hermoso.
Y ahora, al meollo: ¿por qué es esta voz tan adecuada para la historia? Porque el narrador es alguien que habiendo intimado y trabajado con españoles, franceses y catalanes, ha asistido a cómo todo este juego de banderas se hacía siempre desde arriba, desde unas tribunas confortables donde los acomodados disponían a su antojo de miles de ciudadanos con tal de mantener sus privilegios. Y el ejemplo más vil y doloroso de esto lo dan los propios catalanes bienestantes –los “felpudos rojos”-, quienes hasta el final intentan desvincularse de la voluntad –suicida, todo hay que decirlo- de un pueblo que por fin ha encontrado algo en lo que creer: la defensa de Barcelona. En los momentos más críticos, vemos a los felpudos rojos maniobrando en contra de los intereses de Barcelona, al fin y al cabo saben que si hacen lo que deben –entregar la ciudad-, sus pudientes enemigos franceses y españoles velarán por que sus vidas continúen siendo igual de onerosas.
¿Qué más da, así, una derrota?
De ahí que asistamos a episodios incomprensibles hasta encender la sangre, como la retirada de Mataró ordenada por un político con demasiados intereses, cuando de haber ejecutado un ataque sorpresa a la ciudad, la suerte del asedio podía haber cambiado. La cuestión es que el orgullo de los barceloneses que siempre se sintieron fuera de las decisiones y las tierras que ellos mismos trabajaban, y el deseo de reivindicar algo propio por fin, arrastra a muchos felpudos rojos que, abrumados por la voluntad popular, hallan un último reducto de dignidad –¿o quizás su genuino pálpito sea el del miedo a la ciudadanía ofuscada?- que les obliga a participar en la defensa. Aquí, el mito de Casanovas se tumba porque queda retratado como un felpudo ejemplar.
Y como Martí Zuviría es testigo directo de los sinsentidos y las intrigas encadenadas que van hundiendo a Barcelona en el hoyo definitivo, como a lo largo de su vida va a presenciar la muerte, el martirio, la injusticia y el abuso en primera fila, como se va a enamorar y a formar una especie de familia compuesta por auténticos marginales –una de las familias más exóticas desde El hombre que se enamoró de la luna de Tom Spanbauer-, se va a descubrir capaz de actuar pensando en alguien más que en si mismo. Martí, como muchos otros, no va a luchar en Barcelona por él ni por una bandera, sino por amor y un sentido de la justicia, admirando a quien acabará liderando la carga final de los sitiados: Villarroel, un general que pese a haber hecho carrera en España allí no fue considerado de los suyos, entre otras cosas por haber nacido en Barcelona, mientras que los catalanes lo trataron igualmente de forastero.
Así, tenemos a dos defensores de Barcelona principales tocados profundamente por lo español pero que, ante todo, toman partido por unas personas hartas de ser pisoteadas por unos y otros y que están dispuestas a morir para que no las pisoteen más. Toman partido por los Vencidos (Victus) auténticos. Será para encajar una última derrota, sí, pero al menos llegará vestida de épica. Y por eso, después de alcanzar semejante cumbre y haber sobrevivido, el viejísimo Martí se siente con la licencia de llamar al mundo por su nombre recordándonos con su desagradable honestidad que las cosas también son así, y que hay quien las cuenta tan procazmente como él, pero que justo son esos narradores los que defienden ciudades con sus cuerpos y que, por si fuera poco, también saben transmitir magníficamente sus historias aunque las carguen con tacos y reniegos, ofreciendo verdades enormes inspiradas por la experiencia, verdades tan abrumadoras y lúcidas que acaban por imponerse –y por mucho- a la “fealdad” de ciertas palabras. Por eso, la voz de Martí es probablemente la mejor que Victus podía tener. Victus significa Vencidos, ya se ha dicho. Y ese título reivindica el orgullo de perder, la honorabilidad del enano, la puta y los miqueletes, mucho más clara, eso sí, que la de los felpudos rojos y negros, que también pierden, pero después de tretas tan arteras que su honor se pone pero que muy en entredicho.
De cualquier modo, el martirio parece conceder una gloria que borra las cabronadas que se cometieron en vida y la derrota de 1714 terminó por envolver a todos como si todos fueran iguales. Por eso, hay que agradecer a Sánchez Piñol los matices de esa derrota. Perder así es honorable, de acuerdo, pero aquí no se habla solo de política como algunos –por ejemplo Miquel Calzada, comisionado por la Generalitat para organizar los actos del 300 aniversario del 11 de septiembre - insisten en señalar abismándose en un ridículo peligroso al afirmar que “si la editorial sabe utilizar este libro, puede convertirse en un instrumento propagandístico impresionante” mientras al lado suyo, el autor habla de Tolstoi y recuerda recuerda recuerda que muchos felpudos rojos catalanes cometieron actos prácticamente de traición.
Un pero a la novela es la concatenación de situaciones extraordinarias, en ocasiones tan continuas que restan un punto de credibilidad al relato. Y las contradicciones, que a veces también aparecen en cadena. Que emerjan las contradicciones de manera natural es una de las grandes virtudes de un buen novelista. La idea es mostrar lo volubles que somos y lo expuestos que estamos a una realidad caprichosa que puede modificar nuestras posiciones de un minuto al siguiente. Vale. Por eso, por Victus desfilan numerosos personajes que van cambiando la postura, las ideas, de manera llamativa y sugerente. Pero el hecho de que esto ocurra de un modo tan sistemático denota una cierta obsesión del autor, digamos que se le ve a él empeñado en el asunto, y aunque nunca dejan de interesar los bandazos que puede dar un ser humano, en algún tramo la paradoja parece más una táctica recurrente que una necesidad del texto.
Otro pero son las páginas finales, donde el melodrama se dispara a lo Hollywood creando una cierta distorsión respecto al resto del libro, si bien la molestia no abruma y el último remate está logrado.
En este libro, Albert Sánchez Piñol se ha despeinado a voluntad, como esos cantautores que sudan y gritan y llevan el pelo a la babalá pero cuando cantan, a veces también a gritos y hasta desafinando, descubres que su desaliño no es que no te importe sino que, de no presentarse así, esas extrañamente conmovedoras, necesarias canciones, no existirían.
Con esto quiero decir que Sánchez Piñol ha escrito un libro que sonará a lo largo de los años, y que muchas gracias de parte de este lector.

3 comentarios:

Toni dijo...

Enhorabuena! Me siento totalmente identificado con lo escrito por ti amigo. Termine de leer ayer esta enorme novela.

Martí Costa dijo...

Al principio de tu escrito parece que te decantes en otra direccion, pero despues estoy totalmente de acuerdo.
Nada hay que sea perfecto, por mucho que nos lo parezca. Ni la obra cumbre mas excelsa esta libre de errores.
Me parece un excelente, relato denuncia, que abarca tantos matices, que unirlos todos de la forma que lo hace el autor...simplemente me quito el sombrero. Albert Sánchez Piñol es, no un maestro, sino, el maestro. No me imagino a otro haciendolo mejor.

Espigador dgital dijo...

Otro punto de vista sobre si "Victus" es, o no es, propaganda política en http://www,lanovelaantihistorica.wordpress.com
Cuando la leáis a lo mejor comprenderéis mejor porque Calzada hablaba, sin caer en ridículo alguno, sobre el uso propagandístico de esa novela. Lo de que a su lado estuviera el autor hablando de Tolstói es, poco más o menos, el reparto de papeles tipo "poli bueno/poli malo".
Es decir, Sánchez Piñol calienta los cascos del "Pueblo" con esta Historia visceral, y sesgada y mal diocumentada, digan lo que digan, y después cargos políticos como Calzada recogen los frutos encauzando la marea por donde a ellos les interesa.
No caigamos, por favor, en una suicida ingenuidad. Si tenemos inteligencia, si vivimos en la "sociedad de la información" usemos un poco mejor esos recursos.
¿O tendremos que creer que no somos mejores que los pobres idiotas a los que hace cien años con un esquema muy parecido condujeron a matarse durante cuatro en el inmenso matadero de la Primera Guerra Mundial?.