El país imaginado, Eduardo Berti, Impedimenta, 235, pág.
Hubo un
tiempo en el que sublimar el amor romántico era más o menos natural entre los
narradores. Además de los supersticiosos y los místicos, multitud de personas
regidas por férreos códigos morales creían en espíritus integralmente puros y
por eso dignos de adoración. Los siglos fueron matizando la perfección de los
ídolos, a los que con los años se ha ido concediendo la posibilidad de
desmandarse, al menos un poco, de modo que, hoy, incluso a los enamorados, fans
y religiosos se les supone capaces de comprender que sus “amados” también
tienen defectos.
Sabemos
que no es así, que venerar a menudo implica ceguera y atontamiento, pero como
la literatura del siglo XXI descree en general de lo perfecto y lo sublime,
resulta muy difícil hallar historias con protagonistas tan pero tan enamoradas
como la inventada por Eduardo Berti.
Esto
quiere decir que El país imaginado era desde el origen un importante
desafío, así como lo de ubicar la trama en la China de principios del siglo XX,
si bien en este caso la fecha y el emplazamiento debían contribuir a hacer más
creíbles las emociones de la protagonista, criada en un entorno donde la magia
y lo angelical aún parecían posibles. Además, aquella China ofrecía un contrapunto
delicado a la agresiva cultura occidental, convencida de haber superado ciertas
mieles de artificio y por eso extremadamente dispuesta a burlarse de cualquier
sentimiento sin mácula.
Berti
cuenta la historia de una joven que se embelesa con la belleza de otra,
Xiaomei, y cómo cultiva su fascinación y la protege y la silencia
compartiéndola de manera sutil con la propia Xiaomei. Amor puro. Sin atisbos de
deseo carnal, al menos no expresado, porque esta novela habla de cómo colma la
compañía del ser amado. Sin más.
En un
lector con demasiados años de corrupción en sus ojos (como yo) es inevitable
imaginar que la narradora aspira a llevar al límite su pasión acostándose con
Xiaomei pero Berti diluye estupendamente esta frontera, sin pronunciarse,
permitiendo que cada uno piense lo que quiera.
Lo
innegable es que la historia sirve para penetrar en un universo donde los
matrimonios se pactan al margen del amor, revelando cómo los “condenados”
especulan sobre las parejas que les tocaron y, por lo tanto, sobre sus
destinos. Hay una aceptación cultural, una resignación extendida, que a su vez
estimula las fantasías sobre otras vidas posibles, incluidas las de fantasmas.
Así, se dialoga con muertos y hay vivos que desposan a cadáveres, realidades
que aquí suenan muy excéntricas pero allá formaron otra parte de la vida a lo
largo de siglos. Y de este modo se va imponiendo la evidencia de que todo es
intercambiable, incluso la vida y la muerte, y de que estamos a merced de hilos
muy finos que bien pocas veces se mueven de acuerdo con nuestra voluntad.
En ese
contexto, la obsesión es una especie de refugio, un lugar propio donde las
leyes del exterior se mantienen ahí afuera, incapaces de moderar nuestra
incandescencia, nuestra pureza, quizás. Y desde este punto se plantea un mundo
dividido entre los que creen y los que no. En fantasmas, en amor o en lo que
sea: “Lo que a mí siempre me cautivó –dice la narradora- fue esa división
tajante entre quienes creen en fantasmas y quienes no. Un término medio es o
parece imposible, así como no existe alternativa entre estar vivo o muerto...
salvo ser un fantasma, precisamente”.
El
país imaginado es un libro delicado que regala un poso de vida sutil, avanzando entre
supersticiones y obligaciones que a fin de cuentas terminarán señalando el
absurdo de la cultura (que no es sino otro brazo en el que apoyarse para
domeñar el desasosiego, resultando con frecuencia tan inválido como cualquier
otro). Es un libro que, pareciendo dar poco, da lo suficiente. No impresiona,
no entusiasma pero funciona como una suerte de arrullo. Está bien. Su mayor
handicap –y mérito- es que realmente parece pertenecer a otro lugar y otro
tiempo.
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