(publicado el domingo 21 de abril en La
Vanguardia)
Al cónsul español en Boston le han despedido
por cerrar las oficinas del consulado poco después de que estallaran bombas en
la ciudad y coincidiendo en el tiempo con la emisión de un reportaje en el que
Jordi Évole exploraba el escenario de nuestros diplomáticos en el extranjero,
la eficacia de sus acciones, cuánto cuesta mantenerlos... su utilidad. Esta
reseñable coincidencia me anima a rescatar un caso que me quema desde hace años
y al que hoy quizás alguien preste otra atención. Se trata del asesinato de
Jordi Magraner en Chitral, Pakistán, el año 2002. Un crimen sin resolver por el
que las autoridades españolas nunca se preocuparon pese a los requerimientos de
la familia del muerto (instalada en Francia después de que, a causa de la
guerra civil, los padres de Jordi se conocieran en Marruecos y terminaran
recalando en un país que concedía ayudas a las familias numerosas).
Jordi Magraner
fue un zoólogo autodidacta convencido de que en el Hindu Kush era posible
encontrar
pistas sobre el eslabón perdido de la cadena evolutiva humana. Tras
dos largas expediciones, se instaló en el valle de Chitral para profundizar en
una investigación que apoyaron relevantes científicos, también desde el
Instituto de Paleontología Humana de París. Su relación con aquel valle donde
conviven musulmanes y la etnia pagana de los kalash duró quince años. Al
principio, fue recibido como un explorador más pero tras la aparición de los talibanes,
todo se complicó. Pero decidió quedarse. ¿Por qué? ¿No veía que podían matarle? ¿Era un
espía? Y, encima, velaba por los paganos. La historia de Magraner es la de un tránsito del paraíso al infierno, y la de alguien que pretende preservar una forma de vida pese a la hostilidad del entorno. Resulta tan significativa, tan poderosa, que dediqué tres años a investigar su muerte en aquel valle del Hindu Kush, y a escribir Sólo para gigantes, donde narro la experiencia. Las conclusiones a las que me acerqué están muy lejos de la versión que ofreció el gobierno pakistaní –“un asunto sentimental”- y que nuestra embajada aceptó sin más. Mis pesquisas apuntan a que Magraner se había convertido en un incordio para muchos, nadie sabía muy bien qué estaba haciendo allí, y tanto los talibanes como el gobierno pakistaní y algunos vecinos hambrientos y musulmanes tenían razones para quitarlo de en medio.
Cuando decidí viajar a Chitral, di el paso habitual de contactar con mi embajada para conocer la situación en la zona y porque aquellos funcionarios debían ser los mejor informados sobre el expediente Magraner. Transcribo el fragmento del libro donde se resume el “contacto”:
"El verano de 2009 realicé 27 llamadas teléfonicas a la embajada española de Pakistán. Cada una me tuvo esperando varios minutos hasta que la línea se cortaba, excepto en dos ocasiones. La segunda vez que descolgaron pude hablar con Juan José Giner, delegado en Pakistán desde hacía casi tres décadas. Giner había conocido a Jordi. No quiso hablar sobre él ni sobre su asesinato ni sobre la repatriación jamás consumada del cuerpo. Aseguró que lo que tenía que decir ya lo había recogido la prensa en su día. La prensa no había recogido prácticamente nada.
Cuando le pedí asesoramiento para internarme en Chitral me recomendó que desistiera. Cuando semanas más tarde escribí para solicitar una entrevista con él a mi llegada a Islamabad, nadie respondió. Cuando meses más tarde pedí el nombre del embajador español en Pakistán durante el año 2002, se negaron a proporcionármelo".
Gracias a otras fuentes, localicé al embajador que buscaba, Antonio Segura Morís, que había pasado a detentar el cargo de cónsul en Shanghai. Segura daba total crédito a los informes de los servicios de inteligencia pakistaníes –cuya corrupción y ambigüedad eran bien populares- y acataba la sentencia de “homicidio”... sin culpables. Mis pesquisas apuntaban a un asesinato: es decir, una ejecución premeditada en la que participaron, además, varias personas.
El diplomático observó también que “Magraner tenía, creo recordar, la nacionalidad francesa”, lo que desmintieron el gobierno francés y la fotocopia del documento de identidad español que me mostró la familia Magraner. Ante las incertidumbres de Segura, pedí al menos una descripción de “cuáles fueron los pasos seguidos por la embajada al conocer la muerte de Magraner”. “Lamento no poder ser de más utilidad”, respondió el diplomático.
Al constatar la opacidad de la embajada y con sobrados indicios para pensar que un individuo clave en el caso -quizá uno de los asesinos- se había enrolado en el ejército afgano, contacté con el Ministerio de Defensa español para comunicar que en Kabul yo tenía un colaborador dispuesto a tirar del hilo que podía llevar hasta el principal sospechoso. En Defensa dijeron que tomaban nota sin preguntar ni cómo contactar con mi topo, y nunca más he sabido de ellos. La destitución de Pablo Sánchez-Terán en Boston es una medida lógica de un ministro que desea demostrar cuidado por sus ciudadanos en el extranjero... aunque también era casi una obligación ahora que todas las cámaras enfocan allí. A Magraner no lo enfocaba nadie y su caso ahí sigue, olvidado. Cabe recordar que la mayoría de españoles se deslizan por el mundo en silencio, y que una de las misiones de la diplomacia es ofrecernos ayuda cuando ésta se precise, haya cámaras o no... en especial si una familia lo ruega (como fue el caso)... incluso después de muertos. Un buen modo de demostrar que lo de Boston es algo más que un gesto coyuntural sería hacer las preguntas que años atrás no se hicieron, por ejemplo, sobre aquel español degollado en un cuarto donde colgaba una bandera valenciana.
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