Durante una charla del pasado otoño
alguien aludió a un libro narrado por un coro de animales que
próximamente se iba a publicar en España. ¿Cómo que un coro de
animales? Parece que va de un crimen, respondió el informado. Matan
a una mujer y su marido intenta encontrar al asesino, solo que la
búsqueda está narrada por los distintos animales con los que el
hombre se va cruzando. Ya no saben qué inventar, dijo alguien. Pues
ha funcionado bien en varios países. ¿Animales habladores? Venga
ya. Entonces, uno soltó una burrada que otro perfeccionó, y Ánima
-aunque aún nadie sabía su título- fue una novela escarniada desde
nuestra ignorancia.
Cuando Destino anunció su inminente
publicación, reconocí enseguida el libro y me hice con un ejemplar,
por curiosidad ante el atrevimiento y porque para entonces ya sabía
que su autor era Wajdi Mouawad, que había firmado la impresionante
Incendies.
Hay un tono, una pátina, un peso, que
eleva unos libros por encima de los demás, y no hacen falta ni tres
páginas para distinguir la calidad de un narrador, adopte la voz de
gato, pájaro u hombre. Es el caso de esta Ánima en la que
Mouawad recurre a una fiereza de ecos bíblicos para contar una de
las historias más bestialmente lúcidas de los últimos tiempos.
Cruda y clara como la vida salvaje, aunque incidiendo en lo más
espantoso de ésta. Una historia que trasciende la abrumadora
violencia física penetrando en simas de un horror moral que a menudo
parece increíble aunque sabemos -¡sabemos!- que resulta mucho más
común de lo que pretendemos. Porque lo que hace Mouawad es dirigir a
su protagonista hacia un lugar temible desde donde da un paso al
interior de una de esas matanzas sobre las que cotidianamente se nos
informa para ofrecernos sus consecuencias del modo más original y
dañino.
Los informadores de esta novela son, ya
está dicho, animales. Perros, mariposas, caballos, pájaros,
moscas... cada uno desde su percepción, nos describe los actos,
diálogos y, sobre todo, el estado anímico de un hombre destrozado
que necesita dar con el brutal asesino de su mujer, aunque su deseo
no es vengarse. A través del sudor, del olor, la respiración, a
través del sabor de la sangre o de su contrastado sexto sentido, los
animales nos permiten acceder a la demoledora batalla emocional que
lidia el protagonista Wahhch Debech. Un hombre obsesionado por hallar
a otro hombre.
El coro de bestias permite ofrecer una
mirada tan insólita como magistral sobre los humanos, cuya
naturaleza en general corrupta -sofisticada en cualquier caso-
contrasta lamentablemente con la pureza básica de sus observadores.
Y es el ejercicio de apoyarse en miradas simples y limpias de
perversiones, lo que concede a Mouawad la posibilidad de investir al
texto de una gravedad y una poesía inusuales y del todo
consecuentes.
Mouawad practica una lírica del
desgarro que conduce a extremos de escalofrío, con escenas de una
violencia diferente, por su originalidad y por la carga moral que
contienen. El libanés está tocado por la gracia de lo elemental
siendo capaz de literaturizar lo más básico. Es un poeta, en fin, y
la concentración de su prosa da lugar a capítulos en general breves
pero cargados de sugerencias y sucesos que siempre inquietan,
estimulan, aturden, desbordando con su palpitante verdad.
Además, Mouawad maneja el suspense con
estupenda destreza, dando dos inesperados giros de tuerca a una
narración que pasará de mostrar los conflictos internos en las
reservas de indios mohawk de Canadá a analizar las masacres de Sabra
y Chatila, claves para entender fundamentalmente a Wahhch Debech,
cuyo desaliento alcanza proporciones míticas. Mouwad lo apuesta todo
a una visión pavorosa de la humanidad, señalando a los animales, a
la naturaleza, como fuerza redentora que aún, de vez en cuando, es
capaz de impartir algún tipo de justicia.
De todas formas, sobre todo en los dos
últimos capítulos, el autor extrema demasiado algunas situaciones,
está demasiado absorto en reflejar el mal por el mal, el odio, no
deja prácticamente nada intocado, busca violencia por todas partes,
satura, asfixia, y aunque esa sea su intención, por momentos
adquiere cierto aire exagerado que le resta verosimilitud. Esto
ocurre, es curioso, cuando Mouawad despide al coro de animales y se
centra en dos narradores: un perro descomunal y, sobre todo, cuando
habla el coroner -o sea, un humano- que ha seguido desde el
principio el caso de la mujer muerta. El horror de los hombres y la
justicia animal contrastan aquí de tal modo que se tiene una
impresión de fábula.
Al margen de este matiz, el libro es un
canto impresionante a las atrocidades de las que somos capaces los
hombres, a nuestra incapacidad para entendernos y nuestra tendencia
casi natural a sembrar el terror. Varias de las lapidarias -y
magníficas- sentencias que se vierten en el libro apuntan a esa
inclinación inexorable del ser humano. A nuestro abisal deseo de
matar, cualquier día, con o sin motivo, para expiar penas, lastres,
para sentirnos diferentes, imperiosos. Matar. Someter. Dañar. La
resignación ante esta evidencia histórica, la imposibilidad de
detener la violencia, es el motor de un libro deslumbrante por su
implacable forma de mostrarnos lo peor de nuestra condición.
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