Venía Philip Hoare de lograr un éxito
internacional titulado Leviatán donde enfocaba a las ballenas
para analizarlas desde casi cualquier perspectiva. En aquel volumen,
Hoare iba distinguiendo especies como quien no quiere la cosa,
intercalando una leyenda aquí, una anécdota personal allá, las
toneladas de pescado capaces de ingerir el cachalote o el rorcual,
episodios de Moby Dick... y su hábil desarrollo acababa configurando
una obra amena y didáctica que alternaba análisis de manual
zoológico con instantes de poesía.
Idéntico modelo ha seguido para El
mar interior, si bien su objeto de estudio, los océanos y los
mares, se dejan abrazar menos que los gigantes mamíferos de modo que
el resultado es más etéreo, menos impactante, aunque se lee con la
misma agradable desenvoltura. Ofrecer una idea del mar -así, a lo
basto- implica, en el mejor de los casos, hipotecarse al lirismo. De
todas formas, Hoare ha aplicado su anterior método de alternancia
(análisis naturalista -historia recopilada- vivencia personal) para
ofrecer un popurrí muy llevadero en el que se fija con particular
mimo en la fauna más excéntrica o poseedora de peculiaridades
singularmente memorables. Todo esto impulsado por una voz narrativa
sosegada que coquetea con el aire zen que Peter Mathiessen elevó a
las cumbres más altas en El leopardo de las nieves. El
resultado es un libro pausadamente informativo aderezado con estampas
entrañables y que posee el poder de contagiar al menos una pizca de
la devoción del autor por la naturaleza.
La voluntad de compartir su amor ha
conducido a Hoare hasta la literatura convirtiéndose en escritor de
esta especie de aclamadas guías naturales mucho más eclécticas y
entretenidas de lo habitual. El de Southampton pone su erudición y
sus archivos al servicio de paseos o expediciones que, sin necesidad
de complejidades ni extraordinarias aventuras, revelan maravillas
aproximando a detalles o relatos que transforman un paisaje o un
animal de aspecto rutinario en un atractivo tesoro.
Un mérito de Hoare es su capacidad
para radiografiar a los objetos de estudio, aportando desde el peso
de los huesos a minúsculos detalles fisiológicos o de
comportamiento que permiten acceder a una veta más esencial de los
ejemplares, destapando intimidades inesperadas. Otra virtud radica en
lograr que este minimalismo propio de un documentalista estilizado o
de un notario con cierta lírica tome de repente vuelo convirtiendo
durante unos párrafos al autor en poeta. Semejante gracia es la que
eleva la obra de Hoare por encima de la media de comentaristas sobre
naturaleza, al aportar un relato más conmovedor y literario sin, por
supuesto, abandonar la militancia ecologista, alineándose con los
defensores de todos esos espacios naturales que padecen la agresión
constante de los hombres, desde la sobrepesca a las extinciones
masivas, aparte de los incontables agravios silenciados a la mayoría.
Pese al título, en El mar interior
no se hace mucho caso a los animales marinos. Hoare atiende a la
pardela, al ostrero, al cuervo, incluso al tilacino de Tasmania y
otros animales de tierra o aire que de algún modo padecieron las
consecuencias de los hombres y bestias que llegaron a sus territorios
por mar, pero cuando apunta al océano, quienes de verdad continúan
robando las líneas del británico son los cetáceos. Parece que haya
ideado el libro para prolongar su romance ballenero porque, si bien
en esta ocasión los delfines cobran más protagonismo, son de nuevo
las ballenas las bestias imperiales que copan sus páginas, algunas
recicladas de Leviatán. En compensación, el narrador ofrece
preciosas imágenes de él mismo nadando con manadas de delfines e
incluso con ballenas, causando no solo admiración sino una profunda
envidia por todo aquello que a menudo dejamos de hacer por mero
desconocimiento o miedo infundado.
La lectura, conste, se ve entorpecida
en ocasiones por una corrección insuficiente aunque la armónica
traducción permite arrinconar la molestia.
Por último, un ejercicio para
remover, enfurecer, movilizar: leer alguno de los libros de Hoare y
aprovechar un descanso para visionar el documental The Cove
sobre la matanza de delfines en Japón. La rabia, impotencia y afán
justiciero acaudalados podrían impulsar a algún lector a tomar la
iniciativa. A saber cuál, alguna.
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