Jaulas rotas, de Ángel Mateo Charris, y Le peintre
avec pinceau bleu, de Miquel Barceló, fueron las obras que elegí comentar
esta semana en el Artium de Vitoria. Podía escoger cualquiera de las expuestas en la colección permanente, y ésas fueron las que no me pude
quitar de la cabeza. En realidad debía escoger una pero me pareció que
ambas se complementaban muy bien y los organizadores admitieron saltarse un
poco la regla.
Por un lado está el tríptico Jaulas
rotas, con ese hombre abandonando el escenario al aire libre bajo el que ha
bailado al son de críticos, surrealistas, futuristas, expresionistas e istas
istas istas... hasta darse cuenta de que el baile le agotaba –quizá por sonar
repetitivo- y el aire era engañosamente fresco. Su reacción consiste en salir
de la vistosa jaula... o casi, porque en el óleo sobre tela del pintor
murciano, el hombre aún no ha pisado el desierto que se extiende ante él. Está
a punto, sí, pero tiene las piernas rectas y juntas, un poco temeroso o nostálgico
tanto de lo que abandona como de lo que está por venir. Quizás también esté
asombrado ante la magnitud de su propia iniciativa, de lo que implicará su
siguiente paso: despreciar la comodidad para lanzarse a un mundo sin nombres de
referencia ni objetos reconocibles, quizá sin objetos. Lanzarse a la aventura.
Kike y Elena me permitieron
descender al sótano donde se conserva la colección permanente y allí pude
apreciar la magnitud del tríptico, impresionarme de otra forma con sus colores
y envergadura, y percibir que el inminente viajero lleva gafas. Un dato
significativo, observando el espacio saturado de referencias que deja atrás.
Jaulas rotas es la obra con la que mejor pude
identificar mi recorrido creador (el requerimiento de Artium consistía
en establecer paralelismos con la obra propia, vincular de alguna manera la
imaginación del artista plástico con la del escritor conferenciante). A través
de Jaulas rotas pude hablar de por qué me decidí a firmar como Gabi; de
la necesidad de experimentar con la no ficción; o de cómo un escritor
versadísimo en las subastas de arte, Bruce Chatwin, vino a renovar el
enquistado paisaje de los libros de viajes.
A raíz de Chatwin me animé a
avanzar cuatro palabras sobre la obra que Altaïr publicará creo que en
septiembre, En la Barrera. Se trata del viaje que hice siguiendo la Gran
Barrera de Coral australiana, si bien en este libro he tratado de obviar muchas
convenciones aún vigentes en el género y recoger el testigo de Chatwin. Un
testigo que, por extraño que parezca, continúa en el suelo después de
demasiadas décadas. Me refiero a la iniciativa de hacer vanguardia con un
género que casi parece condenado a la estructura parto de un lugar–sigo un
trayecto-llego a un destino. Estructura que se mantiene imperialmente incluso
después de Chatwin, cuya propuesta sigue apareciendo como una auténtica
anomalía del repertorio viajero.
En la Barrera es un libro escrito con todo el respeto
por la tradición y toda la ambición del que aspira a enriquecerla. Despreocupado
del qué dirán, después de observar cuántas cosas se dicen. Impulsado por esa
potencia que de algún modo transmite Le peintre avec pinceau bleu de
Barceló: la necesidad de entregarte a la creación, de vivir en ella, de
prolongarte. Tú con tu obra y con todos los que tuvieron una. Una de verdad.
El pintor de Barceló se sostiene
en un brazo como un pilar, como una columna acabada en una mano que se apoya en
el suelo abiertamente. Ese pintor adopta una postura tensa, entre la carrera y
la contemplación de lo que crea. Funde la fuerza física y la de la imaginación,
destiladas en la brocha, el miembro, que gotea su semilla azul hecha del cielo
y el mar, puede que el Mediterráneo.
En realidad, ese cuadro Barceló
lo pintó siendo joven pero yo lo adopto ahora, cuando me siento más amo de mi
fuerza. Durante mucho tiempo pensé que la opinión de los demás me importaba
menos de lo que me importaba. Desde hace unos años ya no es así. Hay suficiente
obra detrás, y aprendizajes, para encerrarme con mi pincel azul a destilar mundos
que pretendo compartir con quien me preste su curiosidad, con quien desee
acercarse. Y lo demás queda afuera.
Por cierto. En las últimas horas
de Vitoria conocí a Miguel Gutiérrez. 34 años y autor de algunos libros de
viajes que defendía con modestia. Con La aventura del Muni (Ikusager,
2010) ganó nada menos que el Premio Internacional Camino del Cid. Para
escribirlo fue a Guinea Ecuatorial tras los pasos del explorador Manuel Iradier.
Como Miguel me invitó a visitar su biblioteca, pude ver la reproducción a
escala un poco mayor que la humana del propio Iradier, custodio entre simpático
e inquietante de unas estanterías donde se apoyaban arcos, gorros, rifles...
La biblioteca de Miguel se
centra en los libros de viajes y debe ser de las más lucidas de este país. Da
envidia, enormes ganas de poseerla (cuando la posesión de lo ajeno no es una debilidad
mía... pensaba). Parece que el padre de Miguel es un fan de la exploración
geográfica que supo transmitir su delirio, y entre los dos, mano a mano, siguen
aumentando los volúmenes rescatados de anticuarios y sociedades geográficas y
hasta basuras. Miguel es otro de los que van a alimentar el género a
conciencia, basta escucharle.
Si alguien quiere convencerse de
algún otro modo de la grandeza de los libros de viajes, una última sugerencia: El
Tao del viajero (Alfaguara), de Paul Theroux. No te arrepentirás.
Para saber más sobre las obras comentadas, ambas están descritas y
expuestas en la web del centro.
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