Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Biografía de David Foster Wallace; D.T. Max; Debate; 447 pág.
Hace unos años mi
hijo me preguntó la diferencia entre querer y gustar, y estos días
he recordado su duda mientras leía el prefacio a la biografía del
escritor David Foster Wallace, donde D.T. Max explica por qué
decidió lanzarse a una investigación que al final le ocuparía
cinco años. Max cuenta que todo empezó al acudir a un homenaje a
Wallace un mes después de que apareciera ahorcado en su casa. Los
presentes en el acto, que tuvo lugar en la Universidad de Nueva York
donde el escritor había dado clases, hablaban de una pérdida al
estilo de la de ese chico que había confesado en internet: “Estoy
sorprendido por el modo en que me ha afectado la muerte de Wallace;
me afecta no en plan “Oye, qué mal”, sino en plan “Vete, no
quiero hablar con nadie””. Hasta entonces, Max no sabía sobre
Wallace mucho más que sobre algunos otros famosos en el centro del
cotilleo apasionado pero en ese lugar comprendió que se hallaba ante
un fenómeno distinto. Los lectores sentían un afecto por él que
trascendía, con mucho, el aprecio. De alguna forma, lo amaban.
Que Max hubiera
decidido arrancar sus más de 400 páginas pulsando la tecla del
afecto profundo indicaba que había reconocido lo más esencial de
esta historia, que era de amor, porque ante la noticia de la muerte
de Wallace yo había sentido ese mismo desamparo, y necesité evocar
varios de nuestros grandes momentos juntos. Al saberlo, me sacudieron
un agradecimiento y una pena superiores a los provocados por
personas cercanas a los que había visto morir. Recordé la pregunta
de mi pequeño, gustar o querer. Si mi tipo de
afecto debía reducirse a una de esas simples palabras, yo a Foster
Wallace lo había querido. Por reflejo, me pregunté qué otras
muertes de escritores me habían provocado semejante impresión de
pérdida, e intenté imaginar cuáles de entre los aún vivos
lamentaría así, lo que supuso alinear a mis auténticos amores
literarios contemporáneos. Tras el recuento, me sobraban muchos
dedos. D.T Max había estimulado esa reflexión en cinco estupendas
páginas de modo que me adentré en el libro creyendo en su
contenido.
Una particularidad
que reúne a bastantes lectores de Foster Wallace es creer que
sabemos cantidad sobre él, porque a alguien con quien has compartido
tan buenos ratos de humor, ansiedad, dolor, deporte, sexo, alguien
que te habla como tú hablas -aunque lo haga con refinada técnica- y
del mundo en el que tú vives, alguien con quien has compartido tanta
tele y tanto cine (escribía a menudo sobre ambos) y con quien has
paseado por granjas, tansatlánticos o caravanas políticas, ya lo
consideras una especie de amigo, y a los amigos uno suele creer
conocerlos.
Lo que más o menos
hace D.T. Max en esta biografía es demostrar que no estábamos
equivocados, que Wallace era y es tan amigo como pensábamos, si bien
ayuda a separar de una forma más exacta al hombre de su creación. Y
ese hombre sigue una peripecia complicada cuando no rocambolesca,
llena de contradicciones y momentos iluminadores, propia de un
personaje de Wallace, claro. Algunos han tachado de “blanca” esta
biografía echando quizás en falta un poco más de mezquindad o
trapos sucios entorno al protagonista. Desconozco algunas cotas de
corrupción, deterioro o mala baba que pudiera alcanzar el ciudadano
Wallace pero, existieran o no, el libro de D. T. Max presenta a un
individuo con serios problemas mentales que le impulsan
constantemente a la autodestrucción, adicto al alcohol, a un buen
surtido de drogas y a casi cualquier medicamento que se le pueda
cruzar mientras busca -y afortunadamente de vez en cuando halla-
cierta tregua en la escritura creativa y en alguna mujer. Es un
retrato donde menudean los centros de rehabilitación, las
acogotantes dudas existenciales y artísticas, la ambición por
conseguir una nueva narrativa que comprima el aliento de una época...
porque, antes que cualquier cosa, esto es el retrato de un artista
descomunal volcado en la empresa de aprehender el pálpito del siglo
XXI. También es la historia de un brillante desplazado con tendencia
a perder, como muchos de sus personajes. Porque, pese al cierto
reconocimiento que Wallace obtuvo en vida, nunca se consideró ni
remotamente colmado o reivindicado o como sea que debe sentirse
alguien para que al cumplir cuarentaypico no necesite recurrir al
suicidio.
La genialidad de
Wallace fue su triunfo y su lacra, como suele pasar. La broma
infinita, la novela que lo catapulta, sintetiza muy bien su
personalidad: una obra arrolladora y mastodóntica que pivota sobre
tres tipos de adicción, tan deslumbrante como farragosa o cansina
pero que sin embargo guarda siempre un aliciente, esa chispa que el
lector le pide a cualquier libro para continuar enganchado a él. Es
un libro que me regaló uno de los instantes más imborrables de mi
vida lectora cuando, al alcanzar la página 837, me pregunté por qué
seguía leyendo esa historia en ocasiones inconexa sin un argumento
semilógico al que agarrarme. ¿Qué seguía tirando de mí? Me
gusta, respondí. Pese a las numerosas descripciones minimalistas
atestadas de vocabulario ultratécnico o los arrebatos ensoñadores
de algún protagonista o los episodios de un absurdo difícilmente
digerible, la novela crecía a base de hallazgos tanto formales como
de léxico -¡esos neologismos mnemotécnicos!- y contenido
argumental incurriendo en territorios que nunca antes había visto
atacar, o no desde aquel ángulo, aprendiendo sin cesar, aguardando
la siguiente novedad o sorpresa o desafío, que podía venir desde
cualquier lado. Por supuesto que me cansaba, arrastrado con
frecuencia a espacios antipáticos, obligado a buscar en el
diccionario palabras que quizá ni existían, harto de párrafos que
sonaban a poco más que una invención ingeniosa, pero el conjunto
poseía un sentido en el que de algún modo reconocía el mundo donde
vivía. Y en esa página 837, que tengo marcada en la novela, me dije
que si seguía ahí era porque Wallace me había hecho adicto. Adicto
a su prosa y sus historias. Me había convertido en uno de los
personajes que yo mismo estaba leyendo. Ellos eran adictos a la
marihuana, el tenis, la televisión. Yo, a la literatura de Wallace.
Y entendí de una forma estremecedoramente real lo que sentían los
personajes a los que aquel monstruo me había enganchado.
La broma infinita
es, además, una apoteósica exhibición de la capacidad para
conectar significados, palabras, informaciones. Expertos en
estadística y psicología afirman que desde la revolución
industrial, cada generación piensa un cinco por ciento más rápido
que la anterior. En el caso de Wallace no está claro el desfase de
su porcentaje pero sin duda se avanzó unas cuantas generaciones a la
suya, y aun sin considerarse un intelectual, alumbró ideas y, sobre
todo, una forma narrativa, dignas de teóricos capitales.
La velocidad de
estas sociedades cada minuto más rápidas en las que incesantes
avalanchas de información saturan la realidad haciéndola
hipercambiante, obsesionaba a Wallace, empeñado en indagar sobre el
encaje de la literatura en un ecosistema tan aparentemente hostil.
Así, trató de enmarcar el flujo de ese nuevo pensamiento ultraveloz
que se distinguía por una inaudita facilidad para establecer
asociaciones instantáneas y cuyos usuarios, ante la dificultad para
hallar sentido en presuntas verdades o principios que poco después
perderían su significación o la habrían modificado, preferían
concentrar esfuerzos en entretenerse para no caer en el horror del
vacío.
Ese nuevo
pensamiento se alimentaba esencialmente de imágenes encadenadas, y
por eso Wallace dijo o vino a decir que la televisión es comida,
además de escribir numerosos y extensos artículos analizando desde
series televisivas al modo como abordaban los medios de comunicación
cualquier acontecimiento.
El vertiginoso flujo
le impulsaba no solo a explicarse el mundo a sí mismo sino a
reexplicárselo en una infinita búsqueda de orden. Pero cómo iba a
ordenar aquel caos. La inclinadísima pendiente por la que se
decantaba el día a día le impulsaba a menudo a apartarse de la
estricta ficción y escribir periodismo literario acudiendo a “un
realismo incómodo y sincero destinado a un mundo que había dejado
de ser real” pero cuyo análisis le salvaba de despeñarse hacia la
locura o la muerte. Aquello, la realidad, por muy extravagante que
pudiera parecer, era verdad. Existía. Y si eso existía, podía
existir él.
Su habilidad para
normalizar el absurdo e incluso anticiparse a disparates venideros
podría ilustrarse a través de su pelea a puñetazos con un vecino
que maltrataba un libro en el que se defendía el postulado
wittgensteniano de que el mundo no es nada más que hechos
observados. Es decir, como diría Wallace, que “la cabeza de cada
uno es, en cierto sentido, el mundo entero”. Curiosamente, en
septiembre de 2013 corrió la noticia de que un hombre había
disparado a otro en la ciudad rusa de Rostov tras discutir sobre un
libro de Kant.
Y entonces, la gran
cuestión: ¿Era posible la felicidad en aquella selva fulgurante
donde nada parecía durar? Wallace tenía muy claro que a la
felicidad se llegaba por amor y su forma ideal de materializarlo era
en compañía de una mujer. D.T. Max relata la dificultad de Wallace
para sostener relaciones duraderas, sus bloqueos a la hora de intimar
con mujeres a las que admiraba y en consecuencia respetaba de un modo
que terminaba minando la intimidad. También plasma muy bien el
perjudicial exceso de teoría que Wallace vuelca en sus romances,
cuando a menudo habría preferido resolver algunos encuentros del
modo más básico. De hecho, hay momentos en los que Wallace se
pregunta si todo lo que hace, la escritura incluida, solo persigue el
objetivo de “meter mi pene en tantas vaginas como sea posible”.
Esta “confesión”
llega a través de una charla con su amigo escritor Jonathan Franzen,
y por impúdica que pueda antojarse no extrañará demasiado tras
escrutar las opiniones de alguno de sus alter ego literarios.
Y es que en la sinceridad de su exposición radicaba uno de sus
valores clave, aparte de en el virtuosismo estilístico.
D.T. Max presenta a
un hombre bastante convencido de lo que sabe y no sabe hacer, sin
reparos para asumir que tiene los gustos musicales de un adolescente
o que después de dos años como profesor se aburre como una ostra en
el aula, si bien su sentido de la responsabilidad le espolea a
mantener el listón alto y seguir impartiendo clases que le valdrán
el respeto cariñoso de sus alumnos. Él habría deseado escribir sin
descanso, perfeccionar esa forma de narrar que, era muy consciente,
le llevaba por un lugar no trillado y que le valió acusaciones de
artificioso o exhibicionista, entre otros calificativos típicos que
suelen usar los que no soportan la investigación o la prueba.
Wallace, sabedor de que estaba dando rienda a una pulsión natural
-¿de qué otra forma habría podido producir semejante cantidad de
páginas?-, continuó a lo suyo, ambicioso como el que más, y un
poco envidioso de la popularidad de por ejemplo Franzen, se desprende
también de la biografía.
Fue un monstruo que
sabía que lo era pero no conseguía acotar su poder, la amplitud del
campo de batalla lo abrumaba al igual que él abrumaba con frecuencia
a sus lectores, y las obsesiones comenzaron a imponerse en forma de
repetición claustrofóbica, empujándole a un bucle agotador.
Y aquí es donde la
biografía adolece de un grave tropiezo al no evaluar la importancia
de los relatos de Extinción. Recuerdo que al leer ese libro
pensé que Wallace debía estar pasándolo mal. Sus relatos
reincidían en atmósferas asfixiantes que había descrito otras
veces de un modo más ágil y certero. Los de Extinción eran
relatos a menudo demasiado largos donde volvía sobre los mismos
temas recreándose en lo opresivo y la debacle y la insensatez. Toda
aquella depresiva exhibición la coronaba el breve relato que daba
título a la obra. Extinción narra el abrasamiento de un bebé
en sus propios pañales, un relato bestialmente perturbador, de un
desasosiego insano, suficiente para atisbar el devastador estado
espiritual de Wallace durante la escritura de aquellas piezas.
Al leer el volumen,
pensé que Wallace había entrado en un callejón sin salida, que
quizás incluso se estuviera aburriendo, justo lo que según la
cultura que él mismo había analizado, no podía llegar a suceder
jamás, al menos si pretendías seguir más o menos en órbita.
Porque criticaba el reinado del entretenimiento, sí, pero
reconociendo su incontestable imperio. Por otra parte, el relato del
bebé hablaba de una oscuridad demasiado pavorosa que yo tampoco
deseaba explorar y resolví que si Wallace seguía tan reiterativo y
negro, quizás -con él, cualquier conato de ruptura tras unos textos
decepcionantes siempre debía venir precedido de un “quizás”- no
le volviera a leer. Pese al espléndido y terrible relato.
D.T. Max, eso sí,
refleja muy bien a un Wallace condenado a la ansiedad, cuya óptima
lucidez le hizo poner en la balanza hasta qué punto compensaba
continuar tolerando esa descomunal insatisfacción que le había
hecho plantearse varias veces el suicidio. Su tormento es visible en
la biografía. Max insiste en la cotidianeidad opresiva que Wallace
enfrentaba, en cómo distintas personas intentaron aliviarle, su
propia recurrencia al humor para contrarrestar de alguna forma las
oleadas de angustia que desvirtúan la vida alrededor, despojándola
de sentido. La capitulación final.
Wallace llevó a un
extremo tan literal algunas ideas románticas que muchos de nosotros
cultivamos, y lo hizo con una libertad creativa tan envidiable, que
resulta muy difícil no proyectarse tarde o temprano en sus escritos,
sobre todo si has nacido en el último tercio del siglo XX. Esto
quizá tenga que ver con el ritmo asociativo que impone su lectura,
ese otro tempo al que hemos accedido. No es un autor
“redondo”, ni mucho menos, sus textos no suelen ser cerrados ni
perfectos, pero da algo inusual y necesario para el alma.
Como pertinaz lector
de Wallace, agradezco a D.T. Max la oportunidad de haberme llevado un
poco mas lejos en la íntima relación con un autor que entendió la
literatura fiel a la vieja hermosa valentía, pese al dolor. También
agradezco que me haya ayudado a comprender su suicidio, de manera que
la muerte que un día me apenó, hoy me consuela.
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