Ahora que los escaparates abarrotados
de libros y los adjetivos laudatorios que tantas veces se revelaron
falsos o gratuitos dificultan más que nunca elegir una lectura
fiable, La ciudad en la historia de Lewis Mumford ofrece al
menos la garantía de seguir en el candelero medio siglo después de
su publicación. Para mí es una obra magna, capital, imprescindible,
pero esto son adjetivos y acabo de restarles crédito.
En cualquier caso, en pocos libros de
ensayo late el espectáculo de la Historia con una fuerza tan
absorbente. Un despliegue de inteligencia analítica para enmarcar.
1055 páginas de una sabiduría crítica que, como no pretende
neutralidad, tampoco escatima varapalos u ovaciones en función del
tipo de ciudades escrutadas. Opiniones que siempre se lanzan desde el
estudio de los distintos modelos, y de sus consecuencias objetivas.
Implacable con los contaminadores, propulsor de los diseños más
respetuosos con el medio ambiente y la felicidad individual, Mumford
amortiza sin complejos la perspectiva que le ofrecen milenios de
historia humana.
El libro arranca señalando la
inclinación de las personas a almacenar y asentarse. A partir de
ahí, traza un recorrido de los asentamientos que abarca desde la
caverna hasta Gaudí o el Empire State y durante el que expone cómo
se va depurando la idea de arquitectura y ordenación urbana. Mumford
llama la atención sobre la influencia de la religión a la hora de
decidir enclaves, cómo el realce de la mujer inauguró espacios, o
las supersticiones terminaron por “ordenar” sus propios rincones.
Resulta apasionante avanzar por la Historia observando cómo la
humanidad ha ido adaptando los lugares físicos a sus límites
morales. Por eso, este libro antropológicamente delicioso aporta un
caudal de datos razonados y descripciones objetivas que ayudan a
entender un poco mejor por qué somos quienes somos y vivimos donde
vivimos. Por ejemplo, aquí se habla de la pérdida de influencia de
los ancianos en las urbes y de la estructura psíquica paranoide que
se transmite a través de la ciudad amurallada, que no es más que la
expresión colectiva de una personalidad que carga una coraza
demasiado pesada.
De algún modo, Mumford nos dice que
las paranoias individuales de unos cuantos megalómanos han
repercutido en el diseño de la mayoría de ciudades, inoculando sus
privadas perturbaciones, cuando no demencias, al conjunto de la
población a través de la estructura. Entrar en los pasadizos,
murallas, callejuelas, avenidas o parques de una ciudad equivale a
transitar el laberinto de una mente humana, por lo general no
exactamente saludable. “Sus estructuras reflejan los defectos de su
personalidad, de sus métodos segmentados de pensamiento”, escribe
Mumford, aludiendo a los que las idearon.
Amparado por su propia meticulosa
prospección, que le concede osadía, Mumford desmonta lugares
comunes como el dicho clásico que define a la evolución de las
sociedades humanas como una constante lucha de todos contra todos,
viniendo a sugerir que Hobbes era un cuentista y demostrando que eso
de que “la guerra es tan antigua como la humanidad” es una
mentira azuzada por grupos de poder interesados en matanzas que
dirigen ellos.
Éste es un libro, en fin, que induce a
dar batalla, y otra espoleta son esas polémicas sentencias que en
ocasiones se encadenan a pasmoso ritmo -”Hay una evolución por
atrofia”, “El poder y el control se ennoblecieron en la
justicia”-, torpedeando la línea de flotación de los engranajes
civilizados actuales, si bien esta ofensiva más radical la lanza
después de cientos de páginas, confiando en que el lector le avale
tras haber demostrado su amplísimo conocimiento de los orígenes,
incluido cómo se forjaron esos sistemas que han dado forma a unas
ciudades primero, metrópolis después, en los que siempre se ha
priorizado el estatus y la intimidación al auténtico bienestar de
toda la comunidad.
Otra prueba de que éste es un libro
para la revuelta. Mumford no hace concesiones, ni siquiera a “la
actividad gregaria del paseo”, y aún más contundente se muestra
ante “el ruido de las máquinas” que durante mucho tiempo los
mandamases no intentaron rebajar porque a través del estruendo
manifestaban su poder.
Es en este ruidoso tramo, el de los dos
últimos siglos, donde el libro adquiere una intensidad aún mayor,
por la cercanía temporal y porque es cuando la urbes se magnifican y
algunos arquitectos procuran pensar ciudades más dignas. Mumford
introduce entonces sus propias sugerencias, como la necesidad de usar
la basura como abono agrícola, (hay que valorar que el libro lo
publicó en 1961, sin multitudinarias campañas de reciclaje a la
vista). También denuncia las ciudades subterráneas, la vida
encapsulada en los suburbios, cómo la ciudad mecánica añade
pasividad y docilidad en nuestras vidas hasta disponernos a aceptar
sin más todos esos servicios y productos metropolitanos que son
simples subproductos de la congestión. Indicando que, al aceptarlos,
acrecentamos esa misma congestión, y no es casualidad que por
nuestras ciudades pululen más de doscientas sustancias tóxicas a
diario.
Pero al margen de esta vertiente
pseudoapocalíptica, Mumford se lanza a construir proponiendo la
instauración de nuevos modelos urbanos de autocontrol orgánico, con
autonomía para sostenerse; o señalando modelos de flexibilidad para
adaptar la ciudad al paisaje y el clima poniendo como “nobles
ejemplos” de diseño cívico a Amsterdam, Francfort y Estocolmo.
Estas, entre otras aportaciones. Y aquí su enorme valor. No podía
ser de otra manera. Si no, cómo se habría atrevido a escribir un
libro basado en negativas. Cualquier pensador, y Mumford lo es, debe
entender que no puede levantar nada lo bastante útil basándose en
la sistemática destrucción y por eso, porque su aspiración final
es servir a su comunidad, el autor señala modelos para prosperar.
Según Mumford, el planeta no ha
experimentado ningún adelanto significativo en lo que respecta a
distribución del amontonamiento de seres humanos desde el siglo
XVII. Es rotundo, no divaga. Con frecuencia, su lenguaje adopta un
aire de voz en off legendaria (“viveros humanos crearon una raza de
seres defectuosos”) que cala épicamente y confiere una atmósfera
casi novelesca a varios fragmentos de esta narración en realidad tan
ensayística.
Cuando aborda los destrozos que están
causando las ciudades modernas impulsadas por la pura inercia de tres
siglos de expansión, Mumford se muestra feroz desde su magnífico
raciocinio. Alinea las críticas, una tras otra, como descargas de
artillería incesante, poniendo en la picota a este sistema hipócrita
y saturado de contradicciones gobernado por una gestión mentirosa
que avalan ciudadanos ignorantes o -aún peor- conformistas que han
entrado en el juego de la profecía que anuncia una especie de
debacle o de fin del mundo contra la que nadie puede hacer nada. Para
estas víctimas anticipadas, Mumford tiene una respuesta sencilla:
las profecías tienden a autojustificarse. Cuanto más se cree en
ellas, mejor actúan. O sea que si creemos que nos vamos a hundir,
nos hundiremos.
Mumford trae la revolución desde el
año 61, y es que medio siglo no es gran cosa, por no decir nada, aún
menos para alguien que viene de explorar la era de las cavernas.
Sabía que su mensaje perduraría. Su motor fue el de la Historia
interpretada con sus propios ojos, el de la opinión fundada en el
contraste, la sinceridad y el anhelo por una vida mejor en la Tierra.
La moral limpia y la honradez se conservan muy bien en papel, son
como un elixir de juventud, de modo que cuando alguien lea hoy este
libro de un sexagenario (lo era cuando lo escribió) puede que le
sorprenda cuánto comparte todavía con ese neoyorquino nacido el
siglo pasado al que la muerte no ha restado vigor.
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