La bibliotecaria de Auschwitz, Toni Iturbe, Planeta, 479 pág.
Pocas
personas habrá en este país que dediquen tantas horas de su vida a pensar en
libros como Toni Iturbe. A pensarlos de todo tipo, desde cualquier perspectiva.
Después de dieciséis años en la revista Qué Leer, conoce los intríngulis que
rodean a la industria editorial con tanta proximidad que fácilmente podía
haberse desencantado de la literatura y alrededores: ver el esqueleto y los
tendones y las vísceras de lo que al fin y al cabo es un negocio tiene estas
cosas.
Sin
embargo, su recorrido ha sido el inverso: el conocimiento le ha llevado a
buscar un reducto de pureza genuina en el acto de leer, quizás como un gesto
que él mismo necesitaba para recordarse cómo fueron las cosas en los orígenes,
cuando aún muy joven halló en los libros una fuerza que a fin de cuentas ha
determinado su vida.
El caso
es que un día, leyendo a otro adicto -Alberto Manuel-, Iturbe supo que en el
campo de concentración de Auschwitz había existido una biblioteca clandestina
que suministraba lecturas -y con ellas distracción, fantasía y esperanza- a un
puñado de presos. También supo que de ella se había encargado una mujer, o una
chica, e impulsado por la idea de encontrarla viajó a Auschwitz desconociendo
si aún vivía. La realidad es así de impulsiva y estupenda, sobre todo cuando
las obsesiones anidan en espíritus como el de Iturbe, capaces de actuar.
Iturbe
alcanzó respuestas que aquí no se van a desentrañar porque están reunidas en un
libro, La bibliotecaria de Auschwitz (Planeta), de ésos que dan sentido
a una biografía. Aquí se narra la peripecia de la jovencísima Dita en el Bloque
31 de Auschwitz, una especie de reducto-pantalla donde los nazis permitieron la
convivencia de padres con sus hijos prisioneros para ofrecer una imagen pulcra
a las comisiones de derechos humanos que supervisaban los campos de
concentración.
Pese a
todo, los libros estaban prohibidos y leerlos podía suponer la muerte. Pero
Dita mantuvo siempre bien ocultos desde El maravilloso viaje de Nils
Holgersson a las teorías de Freud, las picardías del soldado Svejk o las
ficciones de H.G.Wells, aportando un oxígeno de otro tipo pero igual de
necesario a los presos.
La
investigación de Iturbe permite acercarse a un Mengele que amenaza a la propia
Dita, logrando recrear la opresión o el miedo inherente a la vida en los
barracones pero también los liberadores instantes en los que la lectura
transportaba a cualquier lugar mejor.
La
cotidianeidad del campo, tantas veces abordada por todo tipo de escritores a
estas alturas, se narra de un modo convincente gracias a personajes
emblemáticos e intrigantes como Hirsch, fundador de la biblioteca y protector
de Dita durante una buena temporada. Los años de internamiento transcurren con
naturalidad, con el tempo adecuado, ofreciendo episodios escalofriantes
y conmovedores que podrían ser novelas en si mismos (véase la historia de amor
entre el cabo nazi y la prisionera), la trama avanzando a excelente ritmo,
sorprendiendo con noticias de traiciones, de casualidades que salvan vidas o de
un Mengele que se deleita con el simple hecho de extender el terror con un
maquiavelismo que Fita, hacia el final de la historia, comprenderá
aprehendiendo así la astuta maldad de aquel asesino.
Iturbe
ha escrito un libro que por muchos motivos solo podía escribir él, y le ha
salido estupendo, pleno de significado y emociones que se extienden en una
especie de epílogo donde explica cómo fue su investigación para escribir esta
novela, destapando lo generosa que puede ser la realidad para con los que se
deciden a exprimirla.
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